Tras mi reciente (re)lectura de Berta Isla, la espléndida novela con la que Javier Marías consiguió alzarse, por segunda vez, con el Premio de la Crítica, donde asistimos a la presencia de un personaje que trabaja para los servicios secretos británicos, que se ve obligado a aparecer y desaparecer constantemente, a guardar, ante su propia mujer y su familia, riguroso silencio acerca de las operaciones que lleva a cabo, he pensado en todo aquello que tiene que ver con la identidad, un asunto que tanto ha seducido a los escritores, a los cineastas, a los pintores, a todos los artistas y, en general, a la gente de a pie que es consciente de que la cabeza sirve para algo. “Si desaparecemos —se atreve a conjeturar Tomás Nevinson, el extraño y agónico personaje de Berta Isla— no se notará nuestra falta, el hueco será rellenado (…) como un tejido que se regenerara rápido”.
El problema de la identidad está presente, asimismo, en la mejor novela de la historia universal de la Literatura, el Quijote. De ahí la original teoría de Torrente Ballester —tan denostada por todos los hispanistas, que la consideraron disparatada—, que llegó a manifestar que nuestro hombre de La Mancha, travestido de caballero armado, era consciente de sus actos, por lo que, en realidad, simulaba ser un loco ante los demás.
Pero la novela que más profundamente aborda todo lo relacionado con la identidad —citada, por cierto, por Marías en Berta Isla— es, a mi parecer, la titulada El coronel Chabert, del francés Honoré de Balzac. Sin menosprecio, eso sí, de un brevísimo y genial relato de doña Emilia Pardo Bazán, “La resucitada”, en el que una dama, llamada Dorotea, despierta de la tumba y regresa, alegre, sorprendida del milagro, a su casa con la intención de ser recibida por los suyos con los brazos abiertos. Don Enrique, su esposo viudo, apenas le permite entrar en la casa, y pasados unos días en los que la convivencia resulta imposible, le suelta: “De donde tú has vuelto, no se vuelve”, obligando a la muerta resucitada a retornar a la tumba de la capilla particular de la iglesia en donde se había alzado de entre los muertos. Sin pensarlo dos veces, completamente decepcionada, se introduce allí, se recuesta y, resignada por su aciago destino, apaga la llama del velón con el dedo de uno de sus pies.
El coronel Chabert es una novela corta publicada en 1832. En ella se aborda el problema de la catalepsia, que tanto sedujo a autores como Edgar Allan Poe. Chabert, héroe militar del ejército napoleónico, es dado por muerto en la batalla de Eylau. Días después, logra recuperarse y volver a la vida. Transcurrido un tiempo, vuelve a casa. Sin embargo, su mujer ha contraído matrimonio con un conde, con el que ha tenido dos hijos. Nadie cree que sea el verdadero Chabert, sino un simple impostor sin escrúpulos. El auténtico ha sido dado por muerto y cerrado definitivamente su caso. Así, se ve obligado a pleitear, a hacerse con los servicios de un abogado, a buscar papeles para demostrar su identidad y recuperar una mínima parte de su hacienda, y, sobre todo, restablecer su honor. El héroe se ha convertido en un paria, en un tipo extravagante y raro. Y su discurso, para todos los demás, es el producto de la fantasía de un loco. Su caída le ha llevado a la miseria. Nadie tiene piedad de él. Mientras tanto, su fisonomía, poco a poco, va adquiriendo rasgos cadavéricos.
Balzac va mucho más allá de la pura anécdota y, como buen escritor realista, producto de ese tiempo que le tocó vivir, pone en pie todo un discurso en contra de una sociedad injusta, egoísta y cruel que abandona a los suyos. Y, al mismo tiempo, pone en tela de juicio, como lo hizo, también por esos mismos años, nuestro Mariano José de Larra en España, la implacable maquinaria burocrática que juega en contra de un hombre que quiere que se le reconozca, al menos, que está vivo. Muchos siglos antes, anticipándose a nuestro Calderón de la Barca, lo había dejado escrito un excelso griego llamado Píndaro: “El hombre es el sueño de una sombra”.
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