Reproducimos una historia verídica sobre la vida y el destino de Jorge Fernández Díaz. Publicada en La Nación, fue recogida en 2010 en La hermandad del honor, libro editado por Planeta Argentina.
Larisa Vaynarovska estaba durmiendo cuando sintió el temblor.Tenía 25 años y dos hijos pequeños, vivía en la ciudad de Pripiat y era electricista de montaje de la planta de Chernobyl. Es ahora rubia y desvaída, vive en Buenos Aires, tiene en los ojos un profundo cansancio, y me cuenta con pena que el 26 de abril de 1986 se asomó a la ventana del quinto piso y vio en el horizonte un rayo lumínico en medio de un hongo de humo y fuego. A pesar de que el televisor estaba desenchufado parecía encendido, y por unos segundos su mente se sentía aletargada por una onda inaudible.
Larisa no sabía ni cómo se llamaba en esos momentos. Se metió en la cama y se volvió a dormir. Una de las acepciones de la palabra “chernobyl” podría ser “ajenjo”. En la antigüedad se creía que esa bebida amarga era mortal y se la usaba como sinónimo de “veneno”. En la Biblia, específicamente en Apocalipsis 8:10-11, puede leerse un pasaje curioso: “El tercer ángel tocó la trompeta y cayó del cielo una gran estrella, ardiendo como una antorcha, y cayó sobre la tercera parte de los ríos, y sobre las fuentes de las aguas. Y el nombre de la estrella es Ajenjo. Y la tercera parte de las aguas se convirtió en ajenjo; y muchos hombres murieron a causa de esas aguas, porque se hicieron amargas”.
Al día siguiente de aquellos temblores, de aquel relámpago y de aquel hongo siniestro, Larisa se desayunó con la noticia. Un repentino incremento de potencia en el reactor 4 había recalentado el centro de la usina nuclear. La explosión terminó con la vida de 31 personas, pero el material radiactivo que se desparramó fue quinientas veces superior que en Hiroshima. Ucrania era parte integral de la Unión Soviética, gobernaba Mijail Gorvachov y a pesar de la glasnost la información pública seguía silenciada. Pripiat era una ciudad de cincuenta mil habitantes destinada a operarios de la planta de Chernobyl, un pequeño paraíso de provincias construido alrededor de un generador de energía atómica. Y nadie le dijo a Larisa con claridad estos detalles y la gravedad del asunto. Nadie le dijo tampoco que su vida cambiaría para siempre. Tuvo, sin embargo, un presentimiento cuando ese mismo sábado le repartieron a la población pastillas contra las lesiones de tiroides. La radiación ataca con nódulos a repetición, muchas veces mortalmente cancerígenos. La radiación entra primero por la garganta. No lo sabía Larisa Vaynarovska, pero en ese momento los vientos esparcían la radiación por todo el país y se contaminaban la tierra y las aguas. La vida cotidiana en Pripiat seguía como si nada hubiera ocurrido. Sólo al día siguiente, después de otra noche de insomnio, oyeron por radio la orden de evacuación. Nos vamos por tres días, les comunicaban.
Había que llevarse lo mínimo, una bolsita y poco más. Larisa tomó a sus dos hijos y se subió a un ómnibus sin saber que no regresaría. O que lo haría brevemente y por fuerza mayor.
Volví a los tres meses con botas y barbijos, y todo estaba tal como lo dejé, hasta con el mismo olor —me relata con voz tenue—.Me flaqueaban las rodillas.Metí todo lo que pude en tres valijas y me fui. Pero hoy me levanto a diario llorando. Estoy en la Argentina y pasaron más de veinte años, y sin embargo sueño cada noche que estoy en esa casa. Sueño con los objetos perdidos.
Me muestra una foto en blanco y negro de Pripiat. Luego entro en Internet y me detengo en una toma reciente. Sigue siendo una ciudad fantasmal e inaccesible, árboles extraños y malformados cubren como garras monstruosas los monoblocks.
Estoy ahora en una oficina diminuta y opresiva en Barrio Norte, y los cinco fantasmas argentinos de Chernobyl me hablan en precario castellano y me sostienen miradas líquidas y fatigadas. Por un convenio incompleto ellos y miles de ucranianos más vinieron a la Argentina en busca de sosiego. El gobierno soviético los ha barrido bajo la alfombra, la república independiente se diluye en impotencias y el Estado argentino no fue capaz en todos estos años de cumplir con la otra parte del trato: darles algún tipo de protección social, enseñarles el idioma, permitirles las reválidas de sus títulos universitarios, seleccionarlos por oficio y enviarlos a las provincias donde su mano de obra calificada fuera útil. Eran parias en Ucrania y son parias en la Argentina. Algunos de ellos tienen que limpiar pisos para sobrevivir.
Valentina Akhmedziaova se vino en 2001, cuando este país estallaba en mil pedazos. La crisis argentina le parecía, no obstante, menos tenebrosa que la radiación. Se trata de una gringa de ojos azules que estudió música en Moscú, se recibió de profesora, es una gran instrumentista y toca maravillosamente una variación local del acordeón a piano llamado baian. En aquel año fatídico de la explosión, integraba una orquesta estatal de cien músicos.A la semana de la tragedia, les dieron la orden de viajar a la zona y dar un concierto. Llegaron a esa ciudad vacía y todo lo que recibieron fue vodka, para relajarlos y porque supuestamente los protegía de la radiación nuclear.
Ella no podía salir del colectivo. Ya había perdido todas las fuerzas. Un tiempo después envió una carta al Ministerio de Cultura para mostrar que las secuelas eran terribles, y los burócratas le respondieron que jamás habían enviado esa orquesta a la zona de Chernobyl. Esa gira había sido borrada de los libros y expedientes oficiales. No había tenido lugar.
A Valentina la atacan enormes nódulos a repetición y la han sometido a operaciones quirúrgicas. Tiene las defensas bajas y poca fuerza en las manos. La eximia instrumentista vive pobremente de ocasionales y muy escasos alumnos, y de tareas de limpieza, que hace para seguir comiendo. Me pide permiso para irse temprano. Vive en José León Suárez, viaja colgada de un tren y tiene miedo cuando cae la noche. Se nota que está profundamente sola.
En realidad, la primera que me habla es Ludmila Panasetsva, otra rubia de ojos traslúcidos que vivía, con su marido ferroviario y su hijo de dos años, en un edifico a menos de dos kilómetros de la planta nuclear. Ludmila estaba embarazada de ocho meses cuando los vasos y los platos comenzaron a temblar en su departamento. Las primeras horas nadie los informaba: el incidente tampoco había tenido lugar. Viajó con lo puesto a la capital de la provincia y contó lo que se había ido enterando: nadie podía creerlo. Cuando los rumores se fueron confirmando parcialmente, su marido tuvo que volver para ayudar con las evacuaciones masivas y su suegra comenzó a tener temblores nerviosos. Esas convulsiones, producto de la radiación, evolucionaron hacia un falso pero devastador Parkinson.
La ola invisible de la radiación nuclear produce extrañas afecciones, dolores de garganta perpetuos, cáncer de lengua y ataques de hígado: Ludmila no podía comer nada sin tener una pataleta.A los 25 años parecía vieja. Le hormigueaban los brazos, y sufría mala circulación de sangre, anemia crónica y doloresde cabeza. Las jaquecas volvían loco al ferroviario.
Ahora somos gente olvidada—me dice ella—.A nuestro consulado no le importa lo que nos pasa. Siguen eludiendo el tema. Y nadie quiere hablar del impacto que produce la radiación. El 14% de la población ucraniana tiene alguna discapacidad principalmente por las secuelas directas o indirectas de Chernobyl.
Porque cierta historia que se impone como oficial intenta refutar las evidencias. Intenta refutar las estelas catastróficas que dejó el incidente nuclear. Poderosos intereses políticos y económicos, en un mundo cada vez más necesitado de energía, operan para dejar las cosas como están y no hacer más olas. Los expertos nucleares han logrado que se diga que se exageran las consecuencias y que no son científicamente comprobables.
Sin embargo, muchos países europeos protegieron su cadena alimentaria y resistieron la entrada de setas comestibles, leche y otras producciones ucranianas. Finlandia y Suecia no permiten que pase por su frontera el ganado. Y Alemania, Polonia, Italia y Austria han detectado alto nivel de veneno radiactivo en jabalíes, ciervos, bayas y peces. Leo que en un área de cuatro kilómetros cuadrados de pino, alrededor de Chernobyl, el bosque se volvió marrón y dorado, los animales de la zona perecieron y una manada de caballos abandonada en una isla ubicada a seis kilómetros del accidente “se extinguió al desintegrarse sus glándulas tiroides”.
Tengo además cinco testigos de cargo frente a mí. Cinco ucranianos con historias elocuentes. Esas historias rompen el cerco de silencio que tendieron la política y la indiferencia. Me cuentan que chicos de seis o siete años sufren infartos y que se les caen los dientes: en esa generación el material radiactivo está dañando el corazón y las áreas óseas.
Llamamos a Ucrania y nuestros amigos mueren del corazón aproximadamente a los 45 años—agrega Ludmila—. Las mujeres sólo sobreviven dos años a una operación de mamas.
Interviene Tatiana Kachanova para decir que en su boda, hacemás de treinta años, había cien parientes invitados, y que hoy no queda con vida ni uno solo. Los propagandistas del lobby nuclear dirían que fallecieron de muerte natural. Pero parece quedar poco de “natural” en las zonas de influencia de Chernobyl.
Tatiana se lamenta de que su marido Sergio, geólogo, no pueda estar presente en esta conversación: está internado luchando por su vida. Después de exponerse como voluntario en la planta nuclear fue azotado por todo tipo de enfermedades: cirrosis, pancreatitis, diabetes, cardiopatías. Tatiana y Sergio vivían en Kiev cuando se produjo la explosión. Tenían dos hijos de 4 y 6 años. Salieron a la calle el 27 de abril de 1986 y las caras y las manos de los niños se les pusieron rojas, y la piel reseca. Los profesores de la escuela sugirieron que volvieran al hogar y cerraran todo. El viento envenenado soplaba sobre ellos y los charcos de agua de las esquinas tenían bellas pero tenebrosas tonalidades verdes y azules. “Y muchos hombres murieron a causa de esas aguas, porque se hicieron amargas”, decía el Apocalipsis.
El geólogo llegó de Siberia en esos días y trajo consigo un aparato para medir la radiación. Revisó la casa objeto por objeto, y encontró niveles radiactivos altísimos en cada uno de ellos.Tiraron la alfombra, el televisor, y se deshicieron de elementos de cocina y ropas de toda clase, y a partir de entonces eludieron el agua sin hervir, los huevos y la carne. Todo estaba contaminado o era sospechoso. Pero esas prevenciones sirvieron de poco. Sergio cometió en 1988 un grave error. Hubo un llamamiento general para ir cuatro meses a la planta de Chernobyl a reparar lo irreparable y el geólogo no pudo con su genio y se anotó como voluntario. Salió con alto grado de discapacidad de esa experiencia.
Seguimos viviendo en Kiev—me dice Tatiana con ojos grandes y vehementes—.Me acuerdo que las frutillas se ponían como tomates, y que cuatro familiares nuestros las comían y tuvieron cáncer de lengua: murieron en el término de un año. En 1994, Sergio tomó un mapa y me dijo: Argentina es el país más limpio del mundo. Es por eso que nos vinimos. Pero no cobramos jubilaciones ni tenemos coberturas médicas ni fuerzas para trabajar. Nos enfrentamos día y noche con la burocracia y también con el silencio y con el olvido.
La embajada de Ucrania en la Argentina no relativiza la gravedad del asunto. Es una administración nueva y está tejiendo la firma de dos convenios con nuestro Gobierno: uno para equiparar los títulos universitarios y otro para generar algún tipo de protección médica. Pero las buenas intenciones suben por la escalera y la desesperación usa el ascensor. La democracia ucraniana es joven e inexperta, el colapso soviético la dejó a la intemperie, y ahora juran que no hay recursos financieros suficientes para hacer frente a esa herencia masiva y catastrófica, sin parangón en la historia de la Humanidad.
Larisa, Valentina, Ludmila y Tatiana ya se han marchado. Me quedo con Oleksandr Zakorodnyuk, un hombre rudo que trabajaba de chofer en otra planta nuclear de Ucrania y que el 1º de septiembre de aquel año fatídico fue elegido a dedo y obligado a viajar a Chernobyl para seguir con las tareas de “reparación”. Estuvo 25 días viviendo en una escuela evacuada, en jornadas de doce horas, trasladando tierra para separar la laguna del río, a doscientos metros del agujero negro. Cada uno de aquellos operarios venía con un aparatito para medir la radiación: se los quitaron el primer día. Sólo estaban protegidos por guantes y barbijos, pero no tenían miedo. No creían estar en peligro real, aunque luego comenzaron los problemas: presión en los riñones, hormigueos en el lado izquierdo del cuerpo.
Salgo a la calle con Oleksandr. Tiene manos ásperas de trabajador. Me cuenta que hace de todo: albañil, carpintero, lo que venga para darle de comer a su hija de nueve años. Se casó con una peruana y como otros 15.000 ucranianos intenta adaptarse a este país del sur del mundo. Me menciona al pasar la palabra “Atucha”. Pienso en una explosión, en vientos cargados, aguas envenenadas, ciudades desoladas y vacías, vidas arruinadas, plagas eternas.
Oleksandr me da la mano rugosa y me sonríe: tiene un diente de metal que sugiere una vida proletaria y valiente. Toma el subte y se dirige al Bajo Flores. Está cayendo la noche y se van prendiendo con fuerza las luces de la ciudad. No puedo sacarme de la cabeza esa maldita palabra. La palabra “Atucha”. Y me duele la garganta. Es como si la empatía o la sugestión me la hubieran cerrado a lo largo de la tarde. El precio de la imaginación es el miedo. Imagino que nadie está a salvo.
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