Suave es la noche
Mientras el joven poeta moría en una estrecha cama de la Cassina Rossa, en el número 26 de la Piazza di Spagna creyendo que su nombre se perdería para siempre como trazos escritos en el agua, la ciudad de Roma inconstante, luminosa, seguía impasible su curso. Sólo tenía 24 años, demasiado joven para morir, aunque acaso, pienso, Fortuna Dubia quería retenerlo en este lugar del mundo para que sus restos alimentaran la tierra mezclados por siempre con los de Papas y emperadores, bellas cortesanas y genios de la creación de manera que el sustrato que hoy pisamos pudiera enredarse como telaraña de consuelo en el alma del viajero capaz de recordar.
Tras un discreto portal apenas señalizado, unas estrechas escaleras de madera me conducen a las estancias donde el joven inglés y su buen amigo el pintor Severn compartieron durante apenas dos meses la esperanza de un aire sanador para aquellos pulmones condenados. Huele a madera, a cuero, a libro. La luz que entra por el postigo medio entornado arranca reflejos dorados a los lomos de los hermosos volúmenes que descansan en sus vitrinas de cristal e ilumina los numerosos grabados que cuelgan en los huecos libres de la abigarrada estancia. Le hacen sentir a uno como si entrara en casa de un viejo, querido amigo. Miro los retratos, los libros, los muebles, las cartas autógrafas, los mechones de cabello. Me admira el amor de los ingleses por su memoria; el orgullo por su pasado y emocionada, doy las gracias a esos tres caballeros desconocidos Robert Underwood Johnson, Lord Rennell of Rodd y Harry Nelson Gay, que un día decidieron aunar esfuerzo, tiempo y una parte importante de su patrimonio en la recuperación de esta casa erigida no sólo como monumento a Keats, sino también a la memoria de los poetas y artistas ingleses vinculados a Roma, entre los que se encuentra el poeta Percy Shelley, ahogado en Toscana a la injusta edad de 30 años, con un libro de poemas de Keats en el bolsillo y un trabajo poético inmenso, en el que destaca brillante como un zafiro de sangre, Adonaïs, un legado de amor a la muerte de su amigo Keats. Gracias al esfuerzo de sus fundadores, la Keats-Shelley Memorial House alberga hoy una de las bibliotecas más exhaustivas de literatura inglesa del S.XIX, con más de 8.000 volúmenes.
Pero ninguno de esos libros estaban aquí entonces para alumbrar la tristeza de Keats, que al notar los primeros síntomas de una enfermedad que conocía demasiado bien (su madre y hermano habían muerto de tuberculosis), decide abandonar Inglaterra. Le dice adiós para siempre a su ingrata amada Fanny Brawne, a las críticas mordaces de sus poemas, a la vida a la que renunció para dedicarse a escribir y zarpa rumbo a un clima más cálido. Severn le acompaña. Alcanzan el puerto de Nápoles el 21 de octubre de 1819 pero su barco, presintiendo la muerte, es mantenido en cuarentena durante diez días, por lo que llegan a Roma la fría mañana de un 15 de noviembre. Su médico y admirador le aconseja un poco de ejercicio, pero apenas en un mes comienzan las hemorragias. Se recupera un poco para Navidad, pero el 1 de enero cae en la cama de donde no se levantará. La sangre marcaba el camino hacia sus últimos días.
En mitad de la noche el muchacho pide a su amigo que visite el cementerio protestante y que se asegure de que las cartas sin abrir y un mechón de Fanny se enterrarán con él. También le pide que no aparezca nombre alguno en la lápida. “Que sea sólo la tumba de un joven poeta inglés”. El dibujo floral de los techos de madera de su alcoba es su último paisaje. “Ya noto cómo crecen las flores sobre mí”. Muere en los brazos de Severn el 23 de febrero de 1820.
En conversación con los difuntos
Me despido de Roma en el lugar de todas las despedidas; en el cementerio Acatólico, al que llego en taxi. Me reúno por fin con todos ellos. Con Shelley que murió con un libro de Keats en el bolsillo y que ahora descansa junto al escritor de la Beat Generation, Gregory Corso, que escribió a su vez un poema titulado “Cogí un manuscrito de Shelley”; Con Severn, que se hace enterrar con su pequeño hijo de apenas un año, ambos muy próximos a la tumba del joven poeta inglés cuyo último retrato fue realizado por él mismo, mostrando no el rostro de su amigo muerto, sino el sueño tranquilo de un niño que duerme: el dulce Adonaïs descrito por Shelley.
Rezo frente a su memoria lo mejor que sé, invocando al último gran bardo del siglo XX que cierra este extraño, mágico círculo:
“El alto ruiseñor y la urna griega
Serán tu eternidad, oh fugitivo.
Fuiste el fuego. En la pánica memoria
No eres hoy la ceniza. Eres la gloria.”
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