Alguien de mi época, todo un contemporáneo mío, me dijo, en el ya también lejano fin de siglo, que daba por buenos todos los años cumplidos porque la madurez —que disfrutábamos entonces con las mismas que ahora empezamos a ser unos ancianos— le había dado mucho más que lo perdido con el curso del tiempo. Como el común de los mortales, yo venía oyendo hablar de la sabiduría que trae el envejecimiento —“El Diablo sabe más por viejo que por diablo”, me decían mis mayores desde que les recuerdo— de antiguo. Pero no acabé de admitirlo hasta que no empecé a comprobarlo por mí mismo. No soy ningún sabio, por supuesto. Pero sí mucho menos ignorante que al principio, cuando oía, como quien oye llover y está a cubierto, que todo toca a su fin.
Sí señor, aunque echando la vista atrás, volviendo de refilón al recuerdo guardado de ella en la memoria colectiva no lo parezca, hoy vengo a hablar de un ángel caído. Farrah Fawcett fue una de esas actrices que, tras ser todo un icono de su época —sex-symbol, aunque hubiera podido, siempre se negó a serlo—, pasan a integrar las nóminas de los malditos, como tantas y tantas chicas sin suerte, porque la fortuna, que otrora las quiso, no se había vuelto a acordar de ellas cuando exhalaron su último aliento.
Las expectativas que despertaba el ángel caído cuando ella era lo mejor de Los ángeles de Charlie (Ivan Goff, Ben Roberts, 1976-1980), un hito en la televisión de la época, no podían ser más halagüeñas. Todo era un lecho de rosas cuando su imagen era una de las más imitadas por las chicas de todo el mundo en los años 70. Pero, con el curso del tiempo, resultó que las rosas se le volvieron piedras y al brutal maltrato, por parte de aquellos que dijeron amarla, le sucedió la enfermedad que se la llevó a su última morada. Sin olvidar que la gran pantalla —donde llegó a protagonizar títulos para realizadores del prestigio de Stanley Donen y Robert Altman— nunca le fue tan favorable como lo había sido la pequeña.
Ignoro por completo si Farrah Fawcett escuchó o tuvo noticia de uno de los grandes álbumes de Marianne Faithfull. Se titula Kissin’ Time y data de 2002. Su tercera canción, «Like Being Born», es un tema triste —la tristeza siempre es mucho más bonita, y no digamos si se asocia a la belleza— que cuenta la historia de una niña a la que su padre augura rosas en tanto que su madre le promete piedras. Si el ángel, ya caído del cielo catódico, llegó a escucharla, seguro que sintió «Like Being Born» muy próxima a su experiencia.
Nacida en el Estado de la estrella solitaria (Corpus Christi, 1947), en el seno de una familia acomodada, le bastó con llegar a Los Ángeles en el 68 para iniciar una brillante carrera como modelo publicitaria. Era tejana, ya digo, pero parecía una de esas bellezas bronceadas en las playas californianas. Sus anuncios de champú causaban tal sensación que sus peinados fueron de los más imitados por las chicas de todo el mundo en los años 70. Más allá de Río Grande anunciaba con idéntica eficacia cerveza para hombres muy sedientos. Así las cosas, su belleza —diríase canónica para las chicas de mi adolescencia— no se le pasó por alto al cine. Pero ya desde sus primeros rodajes parecía estar escrito en alguna parte que en las películas su estrella no iba a fulgir tanto como ella hubiera querido.
Casi nadie recuerda que se estrenó en la gran pantalla en Del amor y la infidelidad (1969), una comedia romántica que el francés Claude Lelouch dirigió en Estados Unidos. En sus secuencias, Farrah recreaba a Patricia, una amante de Henri (Jean-Paul Belmondo), el músico que protagonizaba aquel dulce enredo. Puede que la sexualidad que rezumaban todos los personajes que se le confiaban a la bella Farrah, ya fuera en la pantalla, en la televisión o en la publicidad, abundase en ese sino malhadado que gravitó en su actividad cinematográfica desde el comienzo. Los suyos fueron los tiempos del destape, que la maravillosa Marisa Berenson no dudó en calificar como un signo externo de rebeldía, una exaltación de la libertad frente a la mojigatería y la represión, impuestas hasta entonces por el puritanismo imperante en todas las sociedades que llamaban indecentes a los jóvenes que se besaban por las calles. El desnudo de Farrah era de los más anhelados, pero ella se negaba a prestarse a ello. En la televisión, que entonces era más comedida puesta a destapar los cuerpos gloriosos, su recato no debió de plantearle demasiados problemas; en el cine fue muy distinto.
Aunque dirigida por el estimable Clive Donner en 1969, The Boodle es una cinta tan maldita que la única noticia de ella que ha llegado hasta nuestros días es que estuvo protagonizada por Ann-Margret, Raquel Welch, Anton Diffring y Farrah Fawcett.
Y hubiera sido mejor que ese mismo olvido hubiese caído sobre Myra Breckinridge (1970). Dirigida por el actor Michael Sarne, quiso ser una comedia a mitad de camino entre el filme underground y las nudies. Eso sí, con los desnudos fugaces, poco más que sugeridos. Acabó siendo un auténtico desatino por el que la Casa Blanca llevó a los tribunales a la Fox, productora de la cinta. Shirley Temple, por aquel entonces destacada diplomática de los Estados Unidos, era ridiculizada en las imágenes de las películas que protagonizó cuando era la más aplicada de las niñas prodigio. Basada en un texto de Gore Vidal, Myra Breckinridge era una crítica al machismo estadounidense a través de una operación de cambio de sexo. Despreciada tanto por las audiencias alternativas como por el establishment, más que como una cinta maldita ha quedado como una de las películas más malas que se recuerdan.
En efecto, los comienzos de Farrah Fawcett en el cine no pudieron ser peores. De modo que, en los años 70, básicamente, se dedicó a la televisión y a posar para fotos que la mostraban en bañador. Había un póster de ella —sugerente a la par que recatado— del que se vendieron ocho millones de ejemplares. Incluso aquí en España era fácil verlo colgado en las paredes de los billares y salones recreativos de los barrios.
Casada con el actor Lee Majors, una estrella catódica, comenzó a prodigarse en sus series y telefilmes, además de ponerse su apellido. Pero no tardó en aparecer en una buena parte de las ficciones más destacadas de la antena de la época al margen de su marido. Ya con su propia luz, sobresalió en la televisión internacional con su creación de Jill Munroe de Los ángeles de Charlie. Y eso que la serie fue concebida a la mayor gloria de Kate Jackson, otro de los ángeles. En cualquier caso, Farrah la abandonó tras su primera temporada. Parece ser que el marido la quería en casa.
Antes de que George Lucas y Steven Spielberg sumieran a la ciencia ficción en su infantilismo, del que sólo habría de empezar a sacarla el debate entre la inteligencia artificial y la inteligencia biológica que abriría Blade Runner (Ridley Scott, 1982), Michael Anderson tuvo tiempo de adaptar, con buen pulso y mejor tono, La fuga de Logan (1976), toda una distopía de William F. Nolan y George Clayton Johnson, sobre una sociedad que mata sus ancianos. Farrah recreó, con ese encanto suyo que se ganaba a todas las audiencias, a Holly, una de aquellas chicas condenadas a no saber todo lo bueno que nos da el curso del tiempo.
Saturno 3 no es la mejor película de su realizador, Stanley Donen. En 1980, el año de su estreno, la gloria de este maestro del musical ya había pasado. El autor de Siempre hace buen tiempo (1955) —cinta que, particularmente, también me reconforta en horas de desaliento— se prestó a un filme en gran medida oportunista. De hecho, su mayor encanto —y casi lo daba a entender la publicidad de la época— era un fugaz desnudo de Farrah Fawcett, Alex en aquella ocasión.
Basado en una idea de John Barry —uno de los grandes diseñadores de producción de la ciencia ficción del momento—, quien también firmaba junto a Donen la dirección del filme, el libreto fue escrito por Martin Amis. En aquel primer trabajo para la pantalla del célebre novelista, la historia nos llevaba bajo la árida superficie de una luna de Saturno, Titán, donde Alex y Adam (Kirk Douglas) buscan una nueva forma de alimentación para una Tierra con los graneros agotados y las despensas vacías.
El capitán James (Harvey Keitel), desplazado hasta el lugar, será el tercero en discordia. Valiéndose de un robot de su creación, la desavenencia no tarda en convertirse en un implacable acoso. Pero Héctor, el autómata del capitán, también está enamorado de Alex. Visto el panorama, acaba por volverse contra su creador… La rebelión de las máquinas, el científico loco e incluso la bella y la bestia… Son muchos los mitos a los que alude Saturno 3. Pero hizo historia por el más sencillo de todos ellos: ese primer desnudo de Farrah.
Naturalmente, la actriz que se seguía negando a ser un símbolo sexual pese a serlo de hecho, se sintió enormemente frustrada en su regreso al cine. Se divorció y rompió con su representante para comenzar a gestionar por sí misma su actividad profesional. Fue un desastre. Lo más lejos que llegó fue a los dramas off-Broadway y a los telefilmes de los que había huido. En lo personal vivió su gran amor con el actor Ryan O’Neal. A decir de Tatum, la hija también actriz de Ryan —con quien, empero el parentesco siempre mantuvo una rivalidad sobresaliente— a Ryan ya se le fue la mano con Farrah.
Con su actividad cinematográfica olvidada por completo, puesta a relanzarla, Farrah Fawcett acabó posando en topless para la revista Playboy en 1995. Pero ya no era la chica del póster —sugerente a la par que recatado— de veinte años antes. Seguramente cuantos la admiraron entonces se mostraron igual de indignados ante la paliza que le dio el realizador James Orr, el tipo que ocupó su corazón tras la ruptura con O’Neal. Farrah se negó a casarse con él —a todas luces con muy buen criterio— y Orr la mandó al hospital a golpes.
Una vez recuperada siguió haciendo cosas, para la escena y las dos pantallas. Entre sus últimos títulos hay que dar noticia de El doctor T y las mujeres (2000), de Robert Altman. Aquí el desnudo era completo, pero la chica del póster estaba aún más lejana. Pese a que aquellos que la admiraron entonces no la hubiesen olvidado, Farrah Fawcett ya era el ángel caído del equipo de Charlie.
En sus últimos años, dedicó más tiempo a sus dramas familiares —la leucemia de O’Neal, con quien volvió, el hijo politoxicómano de ambos…— que a su actividad profesional. Su muerte —el veinticinco de junio de 2009— a consecuencia de un cáncer fulminante, fue a coincidir con la de Michael Jackson. Como el rey del pop era más famoso, en gran medida eclipsó a la del antiguo ángel. Es más, en ese obituario en el que Hollywood, durante el reparto de estatuillas, recuerda a sus finados del último año, a Farrah Fawcett la olvidaron.
Farrah Fawcett-Majors, ¡no se olvide!
Farrah Fawcett. Majors era el apellido de su marido Lee Majors. Al divorciarse de él, leí en una revista que sólo querían que la llamaran Farrah Fawcett sin el Majors.
Soy admirador de Farrah desde que tuve 10 años y la vi en los ángeles de Charlie. La seguí con fervor hasta su muerte y he de decir que, aunque hay partes acertadas en el relato, se olvida de los hitos que marcó mucho después de los ángeles de Charlie. El off Broadway que nombra de refilón fue toda una sorpresa para la crítica. Y no ha hecho mención a The burning bed. Y eso si es imperdonable pues sesga deliberadamente la historia artística de Farrah para darle un cariz tétrico. Solo hay que ver la cinta para quitarse el sombrero ante ella, sin mencionar que además, fue todo un récord de audiencia en la historia de la tv americana. Y sólo por esa omisión ya me ha parecido que su artículo es simplemente otro intento de minusvalorar a una buena actriz. Por suerte somos muchos los que si conocemos el verdadero valor de Farrah. Y su mala suerte, si. Por qué se negó a bailar al son de los grandes estudios lo que la llevó a ser ignorada en los elencos, son peso de ser demandados por Aarón spelling. Etc, etc.