Ojo a la evolución de la saga Fast & Furious tanto en términos industriales como, sí, también artísticos. De un actioner juvenil de serie B sobre competiciones ilegales la serie ha mudado sus ropas recorriendo todos los subgéneros del thriller, desde el puro noir hasta el western, pasando por la película de atracos (la fenomenal y todavía intocable Fast Five) pasando por el drama familiar y, ya como blockbuster turboalimentado de presupuesto, película de espionaje internacional a lo 007.
El responsable del tinglado vuelve a ser Justin Lin, que se incorporó a la saga en la tercera entrega, aquella que debería haber finiquitado para siempre la serie pero, al final, sembró la semilla de su continuidad con un sencillo cameo del propio Vin Diesel. Y de aquellos polvos estos (gigantescos) lodos: estamos ante la consumación de la serie como un gigantesco cartón de las Wacky Races (Los Autos Locos) sin ningún tipo de vergüenza, una película capaz de compaginar soluciones visuales elegantes (los citados flashbacks y el logo de la Universal de los 90, una planificación más bien clara de los abundantes destrozos urbanos) con una falta de respeto a las leyes elementales de la física que, si sabemos entender la terminología de la saga, resulta entrañable.
Lo importante está, sin embargo, en el imposible choque de trenes entre el folletín y el blockbuster que venimos presenciando desde la cuarta película. En la saga Fast & Furious la madurez de sus personajes se glosa como recorrido genérico, ese mencionado sprint entre distintos motivos del thriller moderno (de macarra a ladrón, de policía a superespía) que sustituye la geopolítica internacional de 007 por la noción de una familia urbana, abierta y multirracial. Todas las películas de la saga Fast acaban con una barbacoa y Coronita en el jardín de los Toretto; los eventos de un folletín (traiciones, muertes, regresos, rivalidades) aspirados por el compresor de cierta renovada identidad del outsider y turboalimentados por la gasolina que ofrece el mayor presupuesto en efectos digitales imaginable. Todo lo necesario para competir en tiempos del cine de superhéroes franquiciado, pero con un plus de frescura que efectivamente se va perdiendo.
Más allá de la irregularidad de la desastrosa narrativa del segundo acto, fundamentada en un Macguffin sin interés, Lin cumple en lo referente al casi bíblico enfrentamiento cainita entre Dominic y Jakob gracias a un John Cena que insufla todo el aire que puede al globo. El director no puede otorgar interés a determinados capítulos narrativos, por lo que Fast 9 tampoco será recordada como la mejor (tampoco la peor) de la saga, pero sigue exprimiendo todo el interés de la carnicería de coches digitales y, ojo, de las peleas cuerpo a cuerpo de sus actores. Como es habitual, en esta saga cuantos menos minutos en pantalla tienes mejor actor eres, y Kurt Russell, Helen Mirren y Charlize Theron (degustando su reubicación a lo Hannibal Lecter: ver su diálogo sobre Star Wars con Otto, el desaprovechado villano de la función) adornan el árbol de Navidad.
Fast & Furious 9 es una caricatura donde sus personajes, por extraño que parezca, duelen y sienten, no apta por tanto para acomplejados. Lástima que esta entrega haya, como se dice, saltado el tiburón y sea demasiado desigual como para celebrarla… al menos, demasiado.
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