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Faulkner en su santuario

Faulkner en su santuario

Suele suceder con relativa frecuencia, en la larga trayectoria de un escritor, que sea uno de sus libros, tocado por la gracia de los lectores, el que rescate toda su obra anterior del olvido y el que proyecte la atención sobre sus obras ulteriores. A estos libros singulares que singularizan la obra de un escritor y que son compendio, bandera y baluarte de una determinada literatura, yo los llamo señeros. Esos libros “señeros” son a los que primero acude un lector cuando se interesa por la obra de un determinado escritor, si uno no lee su libro “señero” tiene la impresión de no haber leído a ese autor; es decir, se puede leer El retrato del artista adolescente, pero si no se lee el Ulises se tiene la sensación de no haber leído a James Joyce; y lo mismo sucede con Faulkner si no se ha leído Santuario, por muy emblemáticas que sean y resulten sus otras obras.

La producción poética y narrativa del escritor estadounidense —su primer poemario El fauno de mármol (1924) y sus primeras novelas La paga del soldado (1926), Mosquitos (1927) y Sartoris (1929)— habían pasado desapercibidas tanto para los lectores como para la crítica literaria; incluso, su posteriormente celebrada novela El ruido y la furia (1929), cuyo título toma de las palabras de Macbeth en la quinta escena del acto V de la célebre tragedia de Shakespeare, pasó sin mayor ruido editorial y, desde luego, despertando muy poca furia lectora entre sus receptores.

"Faulkner, en el fondo, es un moralista, un puritano que reflexiona sobre el mal, así como sobre su inevitable acción destructora"

El autor de Las palmeras salvajes, cuya hipnótica escritura tiene en todo momento destellos poéticos, es un narrador nato que no cesa de contar, hasta el extremo de abrumar con sus (des)hilvanadas historias al lector, debido a sus numerosas yuxtaposiciones temporales, a sus abruptas analepsis y a sus desdibujados referentes dialogales. La lectura de sus novelas se convierte, en la mayoría de las ocasiones, en todo un reto para el lector que tiene que articular argumentalmente, como en un puzle lingüístico, la enrevesada dispositio de sus textos. Pero Faulkner no es Joyce, aunque en ocasiones se los relacione, con esto quiero decir que no es un intelectual como el dublinés, sino un práctico escritor intuitivo o, si se prefiere, inspirado. La misma diferencia puede establecerse entre García Márquez —que narrativamente tanto debe a la escritura del estadounidense— y Vargas Llosa. El peruano es un intelectual que vislumbra y persigue con rigor los alcances significativos de sus novelas, mientras que García Márquez se sorprende de los hallazgos que aparecen en el surco mágico de su escritura, ante los que casi siempre ha manifestado dificultades para su explicación.

El autor de Santuario no ha dejado de escribir y de contar la inagotable historia del empobrecido y mítico Sur americano, a través, sobre todo, de su imaginario condado de Yoknapatawpha, tierra precursora de otros legendarios territorios, poblados y ciudades literarias, a través de una sintaxis fragmentaria con la que intenta reflejar la deshumanizada asistolia moral de su tiempo. Faulkner, en el fondo, es un moralista, un puritano que reflexiona sobre el mal, así como sobre su inevitable acción destructora.

El autor de Santuario, como he señalado más arriba, era un escritor de escasa fortuna que buscaba el éxito literario para liberarse de sus numerosos empleos ocasionales, precisamente, para poder seguir escribiendo obsesivamente, trago tras trago, como si las historias se le fuesen a perder en la permanente recreación febril del venero inagotable de su imaginación.

"Esta primera versión de Santuario, como ya forma parte de la leyenda faulkneriana, escandalizó a su editor que la rechazó por las posibles consecuencias legales que podría acarrearle su publicación"

El bisoño escritor sureño, a través de su discipular relación con Sherwood Anderson, pasó un rápido proceso de maduración escritural y ya con El ruido y la furia, la que puede considerarse como su primera obra maestra, alcanzó los límites de su peculiar estilo narrativo, fundamentado, como ya se ha señalado, en la compleja dispositio argumental de sus novelas, en donde confluyen los monólogos interiores y la narración directa a través de la información aportada por los propios personajes. Personajes no siempre bien referenciados, lo que en numerosas ocasiones convierte la lectura en todo un reto interpretativo. El lector se ve obligado a reordenar, cruzando decenas de páginas, los significados acumulados que, como hilos de una densa urdimbre, anudan los intersticios de sus tramas. El propio autor, consciente de sus laberínticos recursos estilísticos, se sintió obligado a añadir un apéndice al final de El Ruido y la furia como resumen explicativo de las diversas tramas argumentales que recorren la novela, con anotaciones como las que siguen: «Estos fueron los Colson», con la intención de explicar al lector la historia literal de cada uno de sus personajes.

Pero El Ruido y la furia no tuvo el éxito esperado por su autor, de ahí que decidiese elaborar una estrategia creativa diferente en Santuario, profundizando y haciendo más explícitas las escenas truculentas y transgresoras de su relato, en busca, según dijo después, del éxito financiero; si bien, tal vez lo único que buscaba con ese procedimiento era lo que pretenden la mayoría de los escritores, encontrar una vía de conexión con sus lectores, aunque fuera a través de la provocativa exposición del horror. Esta primera versión de Santuario, como ya forma parte de la leyenda faulkneriana, escandalizó a su editor que la rechazó por las posibles consecuencias legales que podría acarrearle su publicación, por lo que el atribulado escritor tuvo que buscar un trabajo espurio como fogonero de una central eléctrica, periodo en el que escribió una novela con un título bien significativo: Mientras agonizo (1930). Pero Santuario (1931) era la novela “señera” que estaba destinada a sacarlo de su forzado exilio laboral de la literatura, la novela que rescataría su obra anterior y que le daría la nombradía definitiva como escritor. Faulkner realiza una revisión de su anterior texto rechazado, reescribiendo algunas partes y atenuando, o haciendo menos explicito, el horror que describía crudamente en sus páginas. Esta fórmula temática y estilística, sin filtros, entre la crudeza y el espanto, ya se encontraba en sus novelas anteriores, especialmente en El Ruido y la furia, pero será a partir de Santuario cuando se convierta en una característica distintiva de su producción literaria. Si bien, conviene tener en cuenta que esta fórmula de abordar sus tramas novelescas no solo responde a un mero cálculo, a lo que hoy se llamaría un estudio de mercado, sino que a través de sus implicaciones el escritor estadounidense profundiza y se abisma en el mal, en los aspectos más sombríos del ser humano, de ahí la sinceridad y consistencia que transmiten sus páginas.

"El grupo editorial Penguin Random House, en su colección Debolsillo, ha reeditado en estos últimos dos años buena parte de la obra de William Faulkner"

En la mayoría de sus novelas Faulkner no deja de recrear el mito del Sur, no hay que olvidar que provenía de una destacada estirpe sureña, venida a menos. Su bisabuelo el coronel William Falkner (ortografía original del apellido) compuso una novela popular, La rosa blanca de Menphis, que Faulkner homenajea indirectamente en su relato Una rosa para Emily. Esta mixtificada procedencia sureña puede que explique la disonancia entre la linajuda actitud que suelen mostrar sus personajes y su estrecha realidad, casi siempre depauperada y en pugna crónica con los nuevos valores de la sociedad norteamericana, representados por los deshumanizadores intereses económicos.

Personajes, que acaso como el propio autor, buscan la expiación y la redención personal, como moralizantemente refleja su relato antibelicista Una fábula y buena parte de sus novelas y cuentos.

El grupo editorial Penguin Random House, en su colección Debolsillo, ha reeditado en estos últimos dos años buena parte de la obra de William Faulkner, entre cuyos títulos pueden destacarse: El ruido y la furia, traducidos por Ana Antón-Pacheco; Santuario, traducido por José Luis López Muñoz, Réquiem para una mujer, traducido por Jorge Zalamea, Una Fábula, traducido por José Luis López Muñoz y una selección de sus cuentos realizada por el propio escritor estadounidense, Cuentos reunidos, traducidos e introducidos —con la reproducción de su interesante prólogo de 2009— por Miguel Martínez-Lage.

En las novelas de Faulkner, como en todos los escritores que tratan de perimetrar un universo, se repiten, se cruzan y se amplifican de libro a libro sus tramas argumentales y sus núcleos de significado. Quien haya leído Santuario después de haber leído El ruido y la furia se dará cuenta de estas conexiones y entramados que motivan la escritura faulkneriana de una novela a otra, de Santuario a El villorrio.

"Recorrer su literatura es recorrer buena parte de la mejor literatura del siglo XX, también del ámbito hispánico, desde Juan Rulfo a Julián Marías"

Pero quizá donde mejor puedan entreverse estas relaciones y vínculos narrativos sea entre Santuario y Réquiem para una mujer (1950). Como si el estadounidense precisase ahondar en la indagación sobre el mal emprendida de manera descarnada en Santuario: representado con mayor perversidad por la inclinación victimaria de Temple Drake que por el sádico paroxismo contemplativo del luciferino gánster Popeye. En la continuación dramatizada de El Réquiem para una mujer, el escritor sureño clarifica los ocultos argumentos y motivaciones que agitan las más crueles y brutales páginas de Santuario. El propio autor, a través del abogado Gavin Stevens, afirma fatalistamente que «El pasado nunca muere. Ni siquiera queda atrás», por lo que no hay posibilidad de redención. Temple Drake refuerza esta visión pesimista sobre la imposibilidad de redención personal cuando señala que «le gustaba el mal», y que ella misma había propiciado no solo su desgracia, sino la de todos los seres que la rodeaban, como simbolizan el sacrificio de Nancy y la inmolación de su inocente hijo. Pero, a pesar de esta desolación, y ante el injusto ajusticiamiento de la sirviente negra que de manera expiativa carga con el pasado de Temple Drake, el escritor estadounidense no puede ocultar su puritanismo, y tras una teatralizada confesión y anagnórisis solo deja la creencia religiosa como única posibilidad redentora para el ser humano: «Crea», le dice andando tras el carcelero, «¿Creer en qué, Nancy? Dímelo», y la condenada le dice como único agarre espiritual para que Temple Drake pueda rehacer su vida: «Crea».

Faulkner nunca defrauda a sus lectores, pueden irritar a veces sus dislocaciones sintácticas, sus abruptas yuxtaposiciones temporales y sus informaciones sesgadas a través de sus verborreicos personajes, pero recorrer su literatura es recorrer buena parte de la mejor literatura del siglo XX, también del ámbito hispánico, desde Juan Rulfo a Julián Marías. William Faulkner dijo en su discurso de recogida del Premio Nobel que «Nuestra tragedia actual es un miedo físico y universal, tan largamente padecido que hemos llegado incluso a soportarlo». Por ello, su literatura no cesa de vislumbrar los cenagosos abismos humanos.

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