Una vez más, amanecí cansado. ¿De qué? No tengo idea. Sólo sé que estos días pesan más que los otros, y aunque abundan las horas disponibles no me alcanza la fuerza para sacarles jugo como querría, o al menos disfrutar de los ratos de ocio entre una chamba y otra. Es decir, entre la novela y tú. A ella la escribo a mano, a ti a puro teclazo. Con ella estoy de día en el jardín, contigo por la tarde, noche o madrugada, de modo que no es raro toparnos en mis sueños (a los cuales, no sé si lo recuerdes, yo jamás te he invitado). Por eso te lo advierto, Cuarentenario: es la ultima noche que dormimos juntos.
Irse a la cama con la conciencia desbordante de dudas es condenar al coco a seguir trabajando sin paga ni provecho. No soy de los que cuentan lo que soñaron, un poco porque el guión se me olvida muy pronto y algo más porque a nadie le interesa, empezando por mí. Básteme con decir que momentos antes de recobrar la conciencia tenía en pedazos la computadora. Si tomamos cuenta que tanto ésta como el teléfono –cuyas memorias se usan a toda hora– cumplen función de prótesis cerebral, entenderás que vengo de sobrevivir a mi propio descuartizamiento. Por algo decía Borges que la palabra “pesadilla” peca de ridícula frente a su equivalente inglés: nightmare, el demonio nocturno.
He dicho que aborrezco las mañanas y ahora mismo son las siete y media, pero así pasa con el confinamiento. Se contradice uno a toda hora, en la búsqueda estéril del equilibrio ideal entre sus diablos íntimos. Quiero pensar que estoy al comienzo de un día extraordinariamente rendidor, aunque bien podría ser que resultara insoportablemente cansado, dado que a estas alturas de la cuarentena se agota uno lo mismo haciendo muchas cosas que ninguna. De una u otra manera, la cabeza está llena de incógnitas en marcha, como cuando abres veinte aplicaciones en la computadora y acaba por trabarse la memoria de trabajo: momento de apagarla y volver a encenderla, que es lo que uno pretende y no siempre consigue cuando se va a la cama.
“¡Tú naciste cansado!”, sentenciaba mi madre a modo de reproche siempre que me negaba a abandonar la holganza en el nombre de alguna de sus múltiples mociones industriosas. ¿Creerías, a todo esto, que aún no han dado las ocho de la mañana y ya me estoy cansando? Cómo será la cosa que hoy hasta holgazanear me provoca pereza. Ni el vaivén de una hamaca y el arrullo de Caetano con todo y María Gadú dan para apaciguar a tantas alimañas con las que mi cerebro forcejea, huelga decir que en inferioridad de condiciones.
Seguramente al tanto de esta situación, se arrima Ludovico a la cama perruna sobre la cual escribo, tumbado y en pijama, y pregunta por qué no mejor te platico sobre sus ojos hondos, sus gentiles zarpazos, su insaciable apetito de caricias, su caminar de fiera bondadosa, e inexplicablemente me siento como nuevo. Lo abrazo entonces, hago a un lado las teclas, le rasco el hociquito y dejo que sus ojos me devuelvan las ganas de entrar en este día de pronto tan soleado. Cuando menos lo espero, ya le canto al oído: Gosto muito de te ver, leãozinho…
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