“Olemos a mierda de gallina”, dice uno. “Sobre todo tú”, le responde el otro. Son dos jóvenes ansiosos por recibir entrenamiento militar y por correr aventuras peligrosas; están enardecidos frente a la posibilidad de ser por fin aceptados como militantes regulares de ETA. Recién llegados a una granja de pollos en la campiña francesa, donde esperan instrucciones, se enteran de que la banda terrorista ha anunciado el cese definitivo de la lucha armada, y entonces sin dinero ni experiencia los dos muchachos deciden continuar la “gesta patriótica” por su cuenta: uno asume el rol de jefe e ideólogo de una organización nueva y fantasmal, y el otro de relajado subalterno. Ése es el puntapié inicial de la flamante novela de Fernando Aramburu, que siguiendo con el famoso aforismo de Marx (la historia ocurre primero como una gran tragedia y luego como una miserable farsa) conmovió al mundo hace seis años con su novela Patria y regresa a las librerías con Hijos de la fábula, donde le da una vuelta cáustica y desternillante al tema de los ideales autoritarios y específicamente del terrorismo vasco. El proyecto literario que afronta esta vez se emparenta, en estilo e intención, con “No habrá más penas ni olvidos”, de Osvaldo Soriano, quien escribió como ficción paródica la feroz represión ordenada por Perón contra la izquierda peronista y su réplica sangrienta. El género novelesco de la sátira política, escrito prácticamente en tiempo real, merecería una práctica más frecuente, porque es capaz de iluminar mejor que cualquier crónica periodística lo sucesos intestinales de la historia inmediata. El afán de gestas, surgido de relatos míticos, aunque realizadas prácticamente sin riesgos y guionadas como grotescas performances mediáticas, es además un lugar común de nuestra realidad argenta, donde grupúsculos kirchneristas buscan ganar notoriedad y alcanzar la portada de los diarios por algún hecho “emancipador”, que los ratifique como auténticos herederos de la “juventud maravillosa”. La distancia entre unos y otros es la que existe entre Dardo Cabo, que a punta de pistola desvió en 1966 un avión a Malvinas, izó la bandera y fue preso por esa pirueta absurda y temeraria, y Juan Grabois, que se fue en diciembre de campamento de verano a Lago Escondido y se volvió antes por forcejeos e incomodidades del medioambiente, o el doctor Jorge Rachid, que agotado por los rigores del paisaje sureño y la escasez de provisiones, recordó en medio de ese conmovedor “combate por la soberanía” que era médico y aprovechó la indisposición de una “compañera” para colarse en su ambulancia y escapar del calor y la intemperie a gran velocidad: soldado que huye sirve para otra revolución.
Interesan poco para esta reseña los meandros jurídicos del caso y el destino del estanciero Joe Lewis, que a este articulista y con perdón le importa un bledo. Lo verdaderamente significativo, porque se trata de todo un síntoma, es el show que arman los kirchneristas con el ánimo de lustrar un poco su otrora reluciente y hoy opaco “capital simbólico”, soplidos agónicos a las cenizas frías de una hoguera que antes iluminaba toda la noche y que hoy los deja a solas y a oscuras con sus almas ateridas. Se trata, para recordarlo, de un conflicto iniciado curiosamente por Juan Perón, que le cedió esas tierras a un extranjero en 1951; estas “patriadas” marketineras no son conducidas por patrullas perdidas ni por solitarios ciudadanos de a pie, sino por funcionarios, dirigentes e intelectuales rentados de manera directa o indirecta por el partido que gobierna el país y que detenta el poder. Nacionalistas todos de rara pericia, por cierto, dado que el kirchnerismo se destaca por haber destrozado la moneda y la soberanía energética. Ahora esos mismos “patriotas” acompañan —por razones de postureo o de pingües negocios inmobiliarios— los reclamos de mapuches violentos —asesorados por ex montoneros— que desconocen precisamente la soberanía nacional. Pero claro: “Las Malvinas son argentinas y Lago Escondido también”, compañeros. No le hubiera disgustado a Galtieri esta consigna; tampoco a Soriano o a Fernando Aramburu, porque el patetismo de la realidad ayuda mucho a la novela esperpéntica. Algunos voceros presentaban a Lewis incluso como un Napoleón del imperialismo británico y a esta escaramuza como una valiente resistencia contra “un diseño estratégico de la OTAN para el Atlántico Sur que pone en serio riesgo la posibilidad de que la Argentina sea fracturada por la Patagonia Austral” (sic). Algo así como el Plan Andinia, aquella conjura con la que deliraba hace añares la extrema derecha.
Las crónicas periodísticas de esas jornadas febriles de febrero traen algunos pasajes llamativos. Como, por ejemplo, las peripecias de la “Columna Montaña”, que parecía descender de Sierra Maestra, aunque con provisiones mermadas, insolaciones y pocas energías después de una larga caminata: el verano es duro para el turismo ideológico. También la “Columna Juana Azurduy”, que llegó al patio de Lewis y que al parecer lideraba el sacerdote evitista Francisco Oliveira, quien ofuscado por la reticencia de los lugareños se metió en una carpa e inició una huelga de hambre: no sabemos todavía qué efectos tuvo esa dieta patagónica, le deseamos lo mejor. Se quejaban los abnegados kirchneristas de que los paisanos de la zona no los dejaban dormir durante la travesía pasando por los altoparlantes música folklórica —tal vez Los Chalchaleros—, algo que evidentemente daña el oído excelso de los manifestantes. Cuando las papas quemaban —narran los cronistas— estos revolucionarios con mentalidad de empleados públicos pensaron en huir a bordo de los móviles policiales o en solicitar directamente el rescate con helicópteros sanitarios: no hay nada como el Estado presente. Lo más dramático aconteció, sin embargo, cuando los intrusos quisieron entrar por la fuerza y un grupo de jinetes les cerró el paso y los dispersó a rebencazo puro. Los encontronazos provocan heridas y llaman a la desgracia, y deben ser siempre repudiados. Pero la idea de convertir a ese grupo telúrico en una “patota paramilitar” no parece otra cosa que la desesperada necesidad de maquillar esta desopilante incursión contra la “extranjerización de la tierra” y “el enclave inglés”: es que no se vería muy bien, para ese relato épico, que los kirchneristas hubieran sido espantados por los gauchos. Qué dirían Facundo y, sobre todo, don Juan Manuel, aquel otro rico estanciero que era defendido por su paisanada. Para el revisionismo histórico, los gauchos son la reivindicada “barbarie” y, por lo tanto, parte sustancial del pueblo y enemigo de los “señoritos”, gente de la ciudad que es parásita y que no entiende el “sentir popular” de la patria profunda. Que un rebenque no arruine entonces una buena mascarada.
Finalmente, parece que los vecinos rasos y los laburantes de Lago Escondido se reunían a la vera del camino para despedir a esos forasteros con ínfulas, y lo hacían blandiendo palas con sorna. No querían golpearlos con esas palas, sino mandarlos a trabajar, algo que produce convulsiones en cierta militancia. Una vez más: esa herramienta básica pero simbólica no convenía a la puesta en escena, porque ponía en trincheras antagónicas y en tensión al mundo kirchnerista y al mundo laboral, al verso y al esfuerzo. Así que los escribas “nacionales y populares” sacaron por fin su palabra favorita: no eran gauchos de tierra adentro los que habíamos visto con nuestros propios ojos, sino cipayos: esbirros de la antipatria, pagados por la oligarquía y con el objetivo de impedir esta epopeya anticolonial. No se desató, en fin, una catástrofe porque Dios es argentino. Hay algo, sin embargo, que Marx no previó en “El 18 de brumario”. La historia, en efecto, primero se da como tragedia y luego como farsa, pero puede volver a su estado original cuando la pulsión farsesca es alentada desde el poder y se promueve jugar con fuego; cuando no saben hacer política sino teatro, cuando veteranos tienen culpas no saldadas con su pasado apócrifamente heroico y cuando imberbes quieren investirse de la extraña gloria que les inocularon y se prestan, como “hijos de la fábula”, a vivir lúdicamente una aventura peligrosa.
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Artículo publicado en el diario La Nación de Buenos Aires
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Pareciera ser que todo lo que observamos en Argentina está podrido; ¿cómo haremos? me pregunto, para comenzar a reconstruir todo desde los cimientos; porque incluso los cimientos son inestables, retomar nuevamente la confianza en las instituciones llevará décadas.
Mi generación (54), lo digo con resignación, tristeza e impotencia, hemos fracasado rotundamente dejando a nuestros hijos un país sin futuro e invivible.
La principal causa en mi opinión, es haber permitido, por descuido, por no querés asumir responsabilidades o por haraganería, no participar en política; este grave error, permitió a los delincuentes de toda tipo, ocupar los principales cargos de conducción desde presidentes, pasando por gobernadores, siguiendo por intendentes, concejales, empresarios, sindicalistas, profesionales, incluidos administradores de consorcios.
Esta decisión de considerar que realizar bien y honestamente nuestra actividad bastaba, dejando el funcionamiento del Estado a quien sea, provocó este desmadre que hoy estamos viviendo.
Jamás recuperamos las enormes fortunas de capital mal habido que están desparramadas por todo nuestro territorio y la mayor parte en el exterior, en todo tipo de sistemas de lavado de dinero.
Por esto, le pido a los jóvenes que participen en política, desde interesarse por la dirigencia de un club de barrio, un consorcio, o ingresando en alguna unidad básica, o sindicato, y desde allí comenzar a desplazar a los delincuentes, sinvergüenzas e inescrupulosos, sin estudios. La mayoría de estos caraduras, que con solo escucharlos hablar, sabemos de su nula capacidad, solo tienen avidez por lograr un cargo de lo que fuera para poder delinquir. Debemos desplazar, acorralar y llevar a la justicia a los delincuentes, denunciando sus actos corruptos.
Se suele confundir, ideología política, de izquierda o de derecha con decencia; hay que saber y entender, que el corrupto, no es ni de izquierda ni de derecha, solo es un inservible corrupto que merece ir a la cárcel.
Ingresar a determinados lugares a personas decentes, no suele ser fácil, justamente porque estos espacios están ocupados por delincuentes y obviamente no quieren dejar sus cargos y perder sus negocios fraudulentos.
El único camino posible para llevar a nuestra Argentina al lugar que se merece, es que mujeres y hombres de bien, se ocupen de hacerlo; sabiendo que somos muchos más los ciudadanos honestos que los deshonestos, aunque muchas veces no lo parezca.
¡No hay que tener miedo de enfrentar a las mafias, porque sus integrantes solo son ratas cobardes!
¡El futuro es de ustedes jóvenes, no se lo regalen a nadie!
Me queda algo en el tintero; deberíamos preguntarle a los intelectuales y letrados de Carta Abierta, si este era el país que imaginaban; en donde se obliga a todo un pueblo a conseguir un mísero plan social, para comer una alita de pollo hervida para repartirse entre cinco.
O acaso, si el país que imaginaban fracasó, ¿no son ustedes como mínimo responsables?.
Que me pueden decir: “a pero Macri”.
Todos ustedes señores son una manga de sinvergüenza, ¿por qué no hablan?, ¿por qué no denuncian?, ¿no tienen nada que decir de este fracaso monumental, que es más grande que su arrogancia de creerse intelectuales, o profesores de cátedras en las Universidades de las pelotas.
¡Hablen carajo!, ¡escriban otra de sus cartas abiertas justificando a estos dirigentes corruptos!.
Ustedes, señores y señoras, ni siquiera son dignos de ser Argentinos.