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Felinos que ladran y cánidos que maúllan

Felinos que ladran y cánidos que maúllan

En un reciente trabajo de Ángel Basanta, uno de los críticos españoles que mejor y más profundamente conoce la obra literaria de Luis Mateo Díez, se aseguraba que lo que mejor caracteriza a este narrador que, a pesar de sus 80 años bien cumplidos, aún sigue al pie del cañón, ofreciéndonos productos bien acabados, repletos de calidad, es su imaginación desbordante y su capacidad innata para contar historias apasionantes; amén, claro, de ese fino humor —marca de la casa a lo largo de toda su trayectoria, desde los tiempos de La Fuente de la edad— del que hace gala y esa curiosa manera de interpretar la realidad, utilizando una visión deformante, aprendida, sin duda alguna, de autores como Valle-Inclán y el mismísimo Cervantes, del que es un discípulo aventajado.

Ni uno solo de estos aspectos está ausente en El amo de la pista, escrita con esa majestuosidad de quien conoce todos los resortes de la lengua, todos los trucos del almendruco, todos los caminos, las sendas y las veredas que conducen a la excelencia. En El amo de la pista también juega un papel importante ese surrealismo hispano que campa a sus anchas, sin llegar a lo hiperbólico, aspecto que Díez siempre ha manejado con mano de santo. Asistimos a una especie de realidad que algunos personajes ponen en entredicho. La propia Calacita, la extraña tía de Cantero, justo unos instantes antes de concluir la novela, le advierte a su sobrino político que “no hay modo de que exista lo que no se puede vivir”, dejando en el aire, una historia que bien no podría haber sucedido, producto de la imaginación febril de un alma en pena. Porque, en el fondo, todo lo que aquí ocurre procede de un posible equívoco, de un gravísimo error. De manera que, una y otra vez, se pone en entredicho que el tal Cantero, que es quien un día descubre el extraño mensaje —“Llegó Cirro, el tiempo escampa”— en la pizarra de clase, sea el verdadero Cantero que Cirro busca, acaso confundido por su ímpetu y su modo de ver el mundo, como en una pantalla en donde todo transcurre a más velocidad de la permitida para el ojo humano: una “realidad novelera”.

"Luis Mateo Díez, que parece dominar la situación moviendo a sus personajes por el camino que él diseña previamente, procura mantenerse a distancia para que no le salpique la trama"

Sobre un pueblo llamado Borenes —símbolo, quizá, de la España rural y vaciada—, en donde las calles, las plazas y los barrios llevan nombres de tanta prosopopeya como la Consistencia, Volatines, Amianto, la Plaza Regalada, el Barrio de las Excusas o el de Amianto, el bar El Parsifal o la calle Centenario, transcurre la vida de estos personajes: del sufrido, confuso y abúlico Cantero, la de sus tíos Romero y Calacita, la de Denís y Osmana la turca, la dueña de una pensión en donde abunda el desorden y la locura, y, sobre todo, la vida de Cirro Cobalto, es decir, el amo de la pista, el tipo singular que se convierte en algo así como el gurú o guía espiritual de quienes hay a su alrededor, con su particular credo, con su impetuosa labia, con su singular decálogo que se traduce en unas cuantas ideas tan sólidas como básicas: a la vida hay que darle carrete, o remontas o te desquicias, las ladillas también tienen derecho a la supervivencia, aunque no sean especie protegida, lo que se exhibe en la pantalla supera lo que se experimenta en la vida, descarrilan los trenes, no las personas honradas, etc.

Y alrededor del amo de la pista —en este sentido, es ineludible acordarse de la vieja canción del Cola-Cao, que tantas veces escuchamos en la radio hace ya medio siglo: “si lo toma el ciclista se hace el amo de la pista…— giran personajes, además de los aludidos, como el padre Capelo, un baranda fumador de opio, “que soplaba el vino de misa mezclándolo con aguardiente”, Parmeno, seminarista vocacional en el pasado, y Celso, que representa a la prensa local, otra especie de filósofo de pacotilla que advierte a Cantero de que Borenes, ciudad selenita, recóndita, estratosférica y sumergida en el halo de las constelaciones, tiene muchas posibilidades para lo imposible y lo secreto.

"En ocasiones, al margen de ese tono surrealista que da colorido al relato, se aprecia también una pizca de locura valleinclanesca"

Luis Mateo Díez, que parece dominar la situación moviendo a sus personajes por el camino que él diseña previamente, procura mantenerse a distancia para que no le salpique la trama; pero, al mismo tiempo, no puede evitar meter las manos en la masa de vez en cuando y dejar que aparezcan, como sacadas de la chistera de un buen mago, ciertas ideas sobre el género novela que él, probablemente comparte, desde su particular y reconocida poética: “En las novelas hay que atenerse a lo justo, la ficción no deja que el todo sea más que la suma de las partes”.

En ocasiones, al margen de ese tono surrealista que da colorido al relato, se aprecia también una pizca de locura valleinclanesca, como extraída de los rescoldos de un capítulo inventado e inexistente de Luces de bohemia; y, también, algún que otro sarpullido de comedia bárbara y confusa, sin freno ni marcha atrás, al estilo del más puro e inolvidable Jardiel Poncela. Todo ello, sin menoscabo de ciertas descripciones, que hacen las delicias del lector, que semejan pequeñas acuarelas impresionistas que el autor pinta al descuido, como ese atardecer de Borenes, con un cielo amoratado por el norte de la ciudad “que parecía reflejar el rescoldo de un incendio infructuoso”.

"Da la engañosa impresión de que estamos ante una novela en la que todo parece juego improvisado, como si hubiera sido escrita a la carrera, sin ataduras"

Luis Mateo Díez, fiel a su estilo, a la paleta que lo caracteriza y le da visos de verdad y consistencia, nos ofrece toda una palabrería que, como Sancho con sus dichosos refranes, o bien saca a relucir las frases hechas que nos han acompañado durante toda la vida y que ahora, como Borenes, acusan un evidente declive en los tiempos que corren —asomar el morro, estar en bolas, hacer tilín, quedarse pajarito, ser un pardillo, dorar la píldora…—, o bien desempolva del olvido vocablos, como “jurispericia” o “alipende”, y sálvese quien pueda, poniendo así a prueba al lector que no tenga un buen diccionario a mano.

Da la engañosa impresión de que estamos ante una novela en la que todo parece juego improvisado, como si hubiera sido escrita a la carrera, sin ataduras, sin pararse apenas unos instantes a mirar el plano ni consultar la brújula. Pero nada más lejos de la realidad. Luis Mateo Díez ejerce, más que nunca, de Luis Mateo Díez, y deja, de vez en cuando, una soberbia y deliciosa guinda a quienes decidan adentrarse en este berenjenal, con esos instantes de marcado humor cervantino que parecen divertir al propio autor. Así sucede, por ejemplo, cuando dos personajes suben a una moto y las detonaciones producidas por el tubo de escape asustan a los perros callejeros que procreaban sin parar en las parejas: lo que “ha hecho correr la especie de que existen felinos que ladran y cánidos que maúllan”.

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Autor: Luis Mateo Díez. Título: El amo de la pista. Editorial: Alfaguara. Venta: Todostuslibros.

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