Fotos: Inés Real
El escritor Felipe Benítez Reyes (Rota, 1960) habla con tonos cálidos, como las paredes de su hogar, demostrando que le gusta conversar contigo y contarte bien las cosas. Hemos quedado en su casa un miércoles de mediados de mayo, con el calor apretando como si estuviésemos en pleno agosto, para hablar sobre su último libro, El intruso honorífico: Prontuario enciclopédico provisional de algunas cosas materiales y conceptuales del mundo, un trabajo polifónico que revela con claridad la idea de que la literatura puede ser un constante work in progress. Ha estado trabajando en él 25 años, “quizás más”, comenta socarrón, “aunque tal vez dentro de otros 25 años se prolongue con una segunda parte”. Es un derecho que se ha ganado a pulso. Por costumbre y por recorrido profesional.
Este ensayo con el que ha ganado el Premio Manuel Alvar de Estudios Humanísticos 2019, otorgado por la Fundación José Manuel Lara y dotado con 6.000 euros y la publicación de la obra ganadora, es una enciclopedia personal construida a través de la acumulación de entradas cortas en las que se mezclan la interpretación y el dato, la parodia y el análisis, la visión crítica y la irónica, y en el que se analizan objetos cotidianos y conceptos universales, obras artísticas de todas las disciplinas, con el foco centrado en los aspectos más extraños e imprevistos de nuestra realidad. Se parece a una botella de buen vino que al decantarlo va desplegando toda su riqueza, su sabor, su aroma, sus colores… Es, sin duda, una obra abierta como pocas que escapa a los cánones y los moldes genéricos tradicionales.
No se me ocurre mejor lugar para dialogar sobre El intruso honorífico que donde se ha escrito: en su estudio de unos treinta metros cuadrados de superficie, rodeado de libros, de elegante orden y de respeto por la palabra. Porque no hay nada más íntimo para un escritor que el lugar donde escribe. Después recorrimos la biblioteca, situada debajo del estudio, y presidida por un quinteto de guitarras. Por las paredes de la casa sobresalen también dibujos de Ramón Gaya y Rafael Alberti y esos collages tan característicos del propio Felipe Benítez Reyes que hablan por él y sobre él. De sus ocurrencias.
—El escritor italiano Alberto Savinio declaró que «tan descontento estoy de las enciclopedias que me he hecho la mía propia [Nueva enciclopedia] para mi uso personal». ¿Ha pretendido hacer algo parecido?
—Esa enciclopedia personal de Savinio fue uno de los patrones para este prontuario mío. La compré hace mucho en un saldo, que era el destino natural de algunos libros fabulosos antes de que las grandes editoriales optaran por la destrucción de los remanentes. No creo estar descontento de las enciclopedias en general, que sirven para lo que sirven, que es mucho. Simplemente, me propuse ir montando una pequeña enciclopedia personal. Bueno, más que una enciclopedia, un prontuario, que es como una enciclopedia en versión de andar por casa.
—Ha sido un trabajo muy demorado.
—Como no podía ser de otra manera. Unos 25 años de ir recopilando datos, de ir ensayando definiciones, de procurar afinar algunas ocurrencias, de pulir, añadir y rechazar. Aun así, no me ha dado mucha guerra, al tratarse de una tarea esporádica y puramente antojadiza, de un proyecto paralelo, digamos. Incluso tengo la impresión desatinada de que es un libro que se ha escrito solo.
—Imagino que habrá sido un ejercicio de libertad creadora para usted.
—Uno procura que todo lo que escribe sea un ejercicio de libertad, porque para someterse a un ejercicio de esclavitud hay que tener una fuerza de voluntad de la que me temo no disponer. En un mundo en que las libertades verdaderas están muy recortadas es una tontería renunciar al único espacio de libertad casi absoluta del que dispone un escritor, que no es otro que el espacio de la escritura. No se trata de un mérito moral ni de un alarde de pureza creativa, de un desprecio al mercado ni nada de eso, sino de una actitud meramente caprichosa y egoísta. Además, no sé si es posible que alguien pueda renunciar a escribir lo que quiere para escribir lo que quieren que escriba los demás, entre otras cosas porque resulta casi imposible saber lo que quieren los demás. Pero, por otra parte, escribir lo que uno quiere y como quiere no supone un privilegio, sino una esclavitud con respecto a la propia moral estética. De modo que la cosa parece no tener mucho arreglo. Por un lado o por otro, te viene la esclavitud. Pero al menos que la reglamentes tú a tu antojo.
—¿Por qué se titula El intruso honorífico: Prontuario enciclopédico provisional de algunas cosas materiales y conceptuales del mundo?
—Es un título extraño y un subtítulo un poco largo, ¿no? Tiene su explicación, pero sería muy larga. El intruso soy yo, claro está. Alguien que se mete donde no lo llaman.
—Encuentro numerosas perlas en su libro. Me quedo, por seleccionar una, con la entrada Civilización: “Si los humanos tuviésemos por naturaleza los dientes de un color gris cobalto, iríamos al dentista para que nos los ennegreciese hasta conseguir un tono negro radiante”. ¿Empatiza con sus contemporáneos?
—Bueno, con algunos más que con otros. Nuestro mundo es un lugar fascinante, pero bastante defectuoso. No sé… El clima ideológico global, por ejemplo, me gusta poco. Estamos en el viejo juego de la evolución y de la involución, en una alternancia incorregible. La mayor quimera que hemos inventado es quizá la de la idea utópica de un futuro armonioso para la humanidad. Y eso por desgracia es una filfa. Más porvenir tienen las distopías. No hemos encontrado el remedio para equilibrar en nuestro mundo la justicia, la riqueza, la dignidad social y ese tipo de cosas a las que se supone que nos daría derecho nuestro avance como civilización, pero en cambio disponemos de los medios suficientes para destruir a la humanidad entera en apenas unos minutos.
—Momentos aniquiladores de la humanidad, parafraseando a Stefan Zweig.
—De aquí a diez siglos, si antes no nos aniquilamos del todo, seguiremos matándonos, seguiremos explotando a los débiles, seguiremos hechizándonos ante los discursos de los charlatanes y seguiremos adorando a dioses vengativos y rencorosos. Pero eso puede ser un buen punto de partida para el optimismo, ya que cuando aceptamos que algo no tiene remedio es un principio idóneo para ir buscándole un remedio al menos parcial. Pero tampoco nos hagamos demasiadas ilusiones.
—Su espíritu literario y su sentido del humor, dos de sus características más destacadas, vuelven a estar presentes en este trabajo. ¿Entiende la vida sin literatura y sin humor?
—La verdad es que no acabo de entenderla mucho, con literatura o sin ella, o con humor o sin él. Pero en fin, la literatura me ha dado momentos muy intensos como lector y algunos momentos placenteros como escritor, de modo que le debo bastante. Hay quien supone que la escritura tiene un poder terapéutico, y puede que sea así, no sé. Lo que sí creo tener claro es que posee un poder didáctico, en la medida en que no sólo te enseña aquello que no sabías que sabías, sino también aquello que, de otro modo, no hubieses intuido nunca que podrías saber, tanto de ti como de… bueno, de todo lo demás, digamos.
—Eso de que la literatura intensifica la vida puede ser cierto, ¿no?
—La vida de cualquiera resulta un guión desordenado, un caleidoscopio en movimiento continuo, una sucesión de apariencias sin coordinación, un incesante monólogo interior sin rumbo ni coherencia, mientras que la literatura tiene la facultad de ordenar ese caos. La literatura puede tener más apariencia de realidad que la realidad misma.
—La lectura de El intruso honorífico muestra una visión muy peculiar de la vida. ¿Cómo se cultiva esa mirada?
—Pues no sé. Para cualquiera su idea de la vida no es peculiar, sino sencillamente la suya. Las visiones anómalas son siempre las de los demás. De ahí les viene el éxito a los dogmas y a las ideologías, por ejemplo; es decir, al pensamiento con afanes de imposición. Lo razonable sería, supongo, que cada cual entendiese su visión del mundo como una cuestión privada, como una guía dubitativa y personal, y desde luego arbitraria, para bandearse por aquí, pero no suele ser lo frecuente, ¿verdad? Tendemos al proselitismo de nuestras manías particulares desde la convicción de que no son meras manías, sino revelaciones de aplicación universal.
—¿Este libro es hijo del cinismo y la posverdad?
—Espero que no. Sería lo último que desearía. El cinismo es siempre una mezcla de factores. De pesimismo, de astucia y de hipocresía, por ejemplo, llevados a un límite peligroso. La posverdad es un concepto en cierto sentido posverdadero, o al menos demasiado posmoderno para alguien de mi edad, que ya ha visto pasar ante sí varias posmodernidades. No estoy seguro de si se trata de un nuevo concepto o de un simple neologismo. Al fin y al cabo, un simple prefijo no hace grandes milagros conceptuales. Si aún no hemos logrado ponernos de acuerdo en definir la verdad, a la que damos una amplitud semántica y unos manteos metafísicos que hasta parece mentira, no sé cómo vamos a aclararnos con respecto a la posverdad, a no ser que sea a través de un método posverdadero; es decir, mediante una manipulación ideológica en torno a la manipulación misma.
—Cada época pone en circulación sus propias piruetas conceptuales.
—Porque las cosas son tal vez más simples y a la vez muchísimo más complejas. Si hacemos caso a algunos neurocientíficos, y no hay motivo para no hacerlo, es posible que la verdad no sea un dato constatado ni constatable, sino nuestra percepción de un dato, y esa percepción es variable. Lo que es invariable es una mentira que es palmariamente mentira, sea pos o sea pre… Pero todo tiene su matiz: la mentira de origen patológico, pongamos por caso, no es mentira para quien la formula. El enfermo que ve brotar monstruos de la pared de su dormitorio no está mintiendo si dice que ve monstruos, aunque sea una mentira notoria. Es decir, que casi mejor dejar correr el asunto…
—Es un libro para tener siempre en la mesa de noche, para leer sin prisas, porque obliga a la reflexión.
—La mesilla de noche es un lugar que suele reservarse a los libros privilegiados, esos que se pasan allí mucho tiempo y que coges de vez en cuando, en el hueco entre una lectura y otra, y lees tres o cuatro páginas, y así hasta que tienes otro hueco. Pero comprendo, ya digo, que se trataría de una inmodestia por mi parte aspirar a que este libro tuviese una estancia larga allí. Ojalá.
—Un diccionario, según Ambrose Bierce para su Diccionario del Diablo, es «un malévolo recurso literario para entorpecer el desarrollo de un idioma y darle dureza y rigidez». ¿Está de acuerdo con esta definición?
—Me temo que no. Si en un diccionario definimos la entrada “mantequilla”, por ejemplo, como “Hacha utilizada por los visigodos”, sólo caben dos interpretaciones: que el autor del diccionario está loco de remate o que es un bromista, o ambas cosas a la vez. El lenguaje puede ser creativo y podemos incluso descoyuntarlo sintácticamente a voluntad a la búsqueda de un efecto estilístico o de una dislocación anómala del sentido, pero las palabras significan lo que significan, así sean las polisémicas, que vienen a ser palabras que disponen de varios disfraces. Si decidimos que las palabras signifiquen una cosa para cada cual, a la carta, la Torre de Babel se nos quedaría pequeña. Bierce siempre fue un poco desahogado.
—Escribe en el prólogo de El intruso honorífico que todos los que se dedican a escribir optan por acabar los libros por agotamiento, por aburrimiento o por tenacidad. ¿Por qué razón ha acabado usted este libro siendo un proyecto inacabable?
—No estoy seguro. Tal vez porque los libros se empeñan en ser libros y no borradores eternos. No sé, la verdad. Se trata, en efecto, de un libro interminable, de modo que lo mejor era darlo por terminado cuanto antes. Aun así, el hecho de publicarlo no implica el considerarlo cerrado. Al fin y al cabo, una persona podría pasarse toda la vida escribiendo un único libro. Todos los libros son interminables en esencia, incluidos los de Proust, pongamos por caso. Siempre hay algo que puede corregirse, que puede mejorarse, que puede suprimirse o ampliarse. Pero incluso los grandes maniáticos del estilo, los estilópatas digamos, como por ejemplo Flaubert, han optado históricamente por dar los libros por terminados, supongo que para no acabar hablando solos o disfrazados de gallina por creerse que es una gallina. Aparte de eso, hay que tener cuidado con uno mismo, ya que somos entes muy cambiantes y un libro no puede estar sometido sine die a nuestras mutaciones estéticas o a los bandazos de nuestro pensamiento. Creo que conviene tener un proyecto concreto, lo más perfilado posible, y darlo por cerrado cuando estemos lo suficientemente sugestionados de que eso no da más de sí, y a otra cosa.
—Lo soltó entonces con gusto.
—Es curioso, con el proceso de edición ya en marcha, sentí una especie de desgarro, porque me costó trabajo desprenderme de este libro. Después de muchísimos años de hacer fichas definitorias y de jugar con disquisiciones, se había convertido en una costumbre. Es posible que el libro tenga una continuación… dentro de otros 25 años, si hay suerte con la salud.
Felipe Benítez Reyes y un servidor finalizamos la entrevista brindando con una copa de manzanilla para que así sea. Tempus fugit. Y para repetir una entrevista similar a ésta con la ampliación de El intruso honorífico. Dentro de cinco lustros. De nuevo, en Zenda. Y en su casa.
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