Fotografías: ©Victoria R. Ramos.
La cita tiene lugar en el magnífico edificio sede de la Real Academia Española, en una de las hermosas salas silenciosas y elegantes de su planta noble. Don Félix de Azúa ocupa como académico correspondiente el sillón H desde hace muy poco tiempo (13 de marzo de 2016). Habla con entusiasmo de la Academia y de su actividad allí. En ningún momento nos tuteamos, quizás más por razones estéticas que de otro tipo. Aun así nos sentimos cercanos; los libros trenzan lazos inverosímiles entre desconocidos.
La razón por la que tenemos este encuentro es su último libro publicado: Nuevas lecturas compulsivas, editado por la estupenda editorial Círculo de tiza. Pero esta entrevistadora quiere mucho más; quiere hablar con el hombre al que admira desde sus tiempos de estudiante de Historia del Arte de libros, de géneros literarios, de filosofía, de arte, de bibliotecas, de creación, y sobre todo, de Félix de Azúa. Una hora y media no da para tanto. Aunque tal vez sí.
–Hay que corregir alguna cosa. Poeta no he sido. Podríamos decir que he escrito versos, lo que me convirtió por un tiempo en poeta con la letra p muy pequeña. En este terreno hay que ir con cuidado. Poetas que merezcan ese título ha habido en total seis… Sófocles, Shakespeare… Puedes escribir versos; puedes hacerlo mejor o peor. Hay versificadores muy buenos. A mí me gusta incluso Gabriel y Galán… (risas). Pero en cambio Poetas hay pocos; muy pocos. Y la verdad es que me di cuenta pronto de que yo no iba a ser uno de ellos porque comprendí que la poesía es algo que te posee a ti; nunca tú a ella. No puedes decir, “bueno, como es fin de semana, voy a hacer unos poemas”. No. Eso no es así. El que es poeta no puede hacer otra cosa, por eso son existencias terribles las de los poetas, claro. Piense un momento. De mi generación sólo he conocido a un Poeta con P mayúscula: Leopoldo. Leopoldo Panero. Independientemente de que escribiera buenos o malos poemas, era un poeta, pues no tenía otra relación con el mundo más que la poesía. Y bueno, ya sabe usted cómo ha acabado. Como acaban todos. El otro día hablaba con mis amigos de los poetas que hemos conocido, de la generación anterior a la nuestra, que tenía alguno bueno, por ejemplo, Claudio Rodríguez que casi, casi, casi, es un poeta. O dicho de otro modo, es un estupendo poeta… de los que escriben versos… un estupendo poeta. Claro, pero no es “el poeta”. En España, después del Siglo de Oro, casi no hay Poetas… Don Antonio. Don Antonio Machado. Pero tampoco hay que exagerar. Don Antonio es maravilloso; yo lo adoro y lloro con él, pero, en fin, no es Shakespeare; no es Hölderlin; no es Yeats.
–¿Y la generación del 27? Le pregunto con estudiada inocencia. La suerte del entrevistador que se sienta delante de un escritor del que lo ha leído todo o gran parte, es que puede disfrutar de ciertas ventajas ante él. Al oír la pregunta, Félix de Azúa se remueve en su sillón académico. ¡¿La generación del 27?! Bien, vamos a decir las cosas esas que no se pueden decir. Sí; vamos a decirlas. Sonrío con complicidad; he conseguido llevar al profesor al lado gamberro; a la reunión de jóvenes de los 70 fumando pitillos y cometiendo irreverencias intelectuales.
–La generación del 27 está sobrevalorada; inflada; y eso es lógico y hasta comprensible, porque sufrieron la guerra Civil de una manera brutal, casi escenográfica. Estos poetas fueron exiliados, encarcelados y en algunos casos como el de García Lorca, asesinados. Ellos fueron los perdedores; las víctimas, que casi siempre son los héroes recuperados y que constituyen una deuda con la memoria, por lo que se llega a pensar que se les debe tratar mejor que a los victoriosos, y así se ha hecho. Incluso parte de su repercusión internacional descansa precisamente en esa deuda. Pero la generación del 27 es una generación… ¿qué le diré yo? Mediana. Como calidad literaria es una medianía. Son mucho mejores los de la generación anterior; Machado; Valle-Inclán…, ellos eran más robustos, literariamente hablando.
–Suspira y de reojo, como si regresase de pronto a este lugar, mira la grabadora y mi libreta de apuntes.
–Naturalmente estoy hablando de preferencias personales, concluye.
(Sonríe y su sonrisa me hace sentir como la anfitriona de un salón parisino del dieciocho que por fin ha encontrado a un hombre con el que puede hablar con naturalidad de las lecturas prohibidas. Entonces el caballero Félix me hace alguna confidencia intelectual casi en voz baja sobre otros versistas del 27: «Buenas personas pero horribles poetas cuando inevitablemente los comparas con los pesos pesados de su generación en Inglaterra, Francia, Alemania, Italia… Si le parece, señorita, lo dejamos ahí». Hemos dado un agradable paseo por el jardín de la poesía, adentrándonos un poco en la zona menos iluminada; ya en penumbras, casi podríamos decir un poco peligrosa, bajo la arboleda de las confidencias, y yo quiero regresar al baile, ahora que de nuevo suena un Vals. Por eso insisto.)
–¿Pero de todas esas facetas, cuál es aquella en la que Félix de Azúa se construye?
–Bueno, lo he probado todo. Sonríe, tímido. Escribí hace un tiempo un librito que se llamaba “Autobiografía de papel” donde explicaba este proceso; cómo había ido saltando de una cosa a la otra pero no tanto por mí mismo cuanto por la exigencia, en cierto modo, del contorno histórico. Ha habido un proceso que me ha ido llevando desde la poesía hasta el periodismo; obligándome en cierta manera a recorrer todos esos escalones. Y no es que haya descendido la calidad, es que el proceso ha cambiado absolutamente. La primera vez que fui a París (que fue como lavaplatos con 17 años), cuando conversaba con mis colegas franceses sobre literatura y estas cosas, siempre hablábamos de poesía; pues lo importante de la literatura francesa en aquellos años era haber leído a Mallarmé; a Rimbaud… Luego estaban los escritores contemporáneos: Breton, Aragon,… había muchos y todavía estaban vivos… ¡Valéry estaba vivo! Básicamente para aquellos jóvenes hambrientos de lecturas, la literatura era poesía. La novela con la que me doy de narices en Francia es la de la generación de la “Nouveau Roman”; una novela experimental que trabajaba en el terreno de la poesía; muy lingüística, por eso era (baja la voz) tan aburridiiiiiísima que no se podía leer. Lo único bueno que tuvo es que influyó positivamente en la “Nouvelle Vague”; en el cine; donde la gente, anhelante de historias, había emigrado en masa, abandonando la literatura. Mientras, aquí en España pasaba un poco lo mismo; estaba la vieja generación: Camilo; Delibes…; viejos artesanos, muy competentes en el sentido técnico en el que lo son los novelistas artesanales. Y después estaba Juan Benet que para mí era el ídolo absoluto, claro. Era la vanguardia; la transformación y en doblete con Sánchez Ferlosio, era la maravilla: Benet en la novela y Ferlosio en la prosa ensayística. Extraordinario, ¿no? Para un joven creador era fascinante el ambiente que se había creado en torno a Benet por lo que me resultaba inevitable no internarme en ese camino, pero me pasó como con la poesía; me di cuenta enseguida que yo no iba a ser Joyce; no iba a ser Becket; no iba a ser Benet, así que inicié otro camino novelístico ya no propiamente lingüístico sino de una experimentación distinta: empecé con una novela histórica, Mansura, con la que inauguré una serie de novelas en las que lo que me fascinaba era la “estructura” (así lo definíamos en la época, pero no vamos a usar esa palabra ahora); digamos “el manejo de la formalidad”, con la que jugaba a cuadrar los bloques de espacios y de tiempos de la narración. Bueno. Llegó un momento en el que tampoco aquello me pareció y entonces me pasé al ensayo. Y ahí he permanecido hasta el día de hoy, aunque sin dejar del todo la metamorfosis creativa, pues el ensayo tampoco se ha librado del cambio. Cuando yo era pequeño, el ensayo era una cosa muy seria ( Dan Jacobson, Noam Chomsky…). Con el tiempo se ha ido rebajando, acercándose cada vez más al periodismo y mi libro Nuevas lecturas compulsivas es una buena prueba de ello. No es que hayamos perdido calidad, es que hemos pasado de una literatura que era muy minoritaria, a un mundo mucho más expandido en el que incluso competimos, no yo, sino algunos de mis colegas como Marías (Javier Marías) o Arturo (Arturo Pérez-Reverte) con la televisión o con cosas así, que son mecanismos extraordinariamente potentes; de una fuerza titánica y masiva. De manera que respondiendo a su pregunta de dónde me veo representado, debo decirle que “depende del año”.
Sonríe satisfecho por el viaje circular en torno a su memoria y a mí no me deja de asombrar el enfoque, pues Félix de Azúa no olvida, niega, oculta o sublima las otras vidas de Félix. Las mantiene definitivamente vivas en el presente, arrastrando su peso en un entusiasta caminar incesante, haciéndolas compatibles con lo selectivo y lo parcial, que son exigencias sin condición de la creación literaria. Ajeno a ellas, Félix de Azúa no excluye sino que se multiplica, deambulando por sus pensamientos ubicuos para construir toda una arquitectura vegetal en el jardín de los senderos que se bifurcan, como el poeta con P mayúscula que dice no ser.
–¿Cuál es la razón entonces de este nuevo libro; de estas Nuevas lecturas compulsivas?
–Este libro para mí es un libro de autoayuda. Puede tal vez sonar extraño, pero es muy difícil aprender a leer bien. Antes existían los prescriptores; maestros de lecturas que la vida y el azar solían poner delante de los lectores ávidos. Yo tuve de maestros a Benet y a Ferlosio, a Blecua, que fue mi profesor en la Universidad; a Gil de Biedma, a Barral… y no sabe usted el tiempo que me ahorraron, pues cuando uno es joven no sabe nada, camina ciego. Nunca olvidaré la primera lectura que me recomendó Benet, fue el Tristram Shandy y claro, si no me lo hubiera dicho él, yo habría tardado a lo mejor diez años en descubrirlo.
Cierra por un momento los ojos el escritor. Sonríe. «El maestro de lecturas», repite casi en un susurro. Bonito título para una novela. Lo apunto con velocidad de depredador en mi Moleskine, (¿quién no se apodera, si puede, de las buenas ideas de los genios? ), y vuelvo a la carga.
–De todas maneras es arduo trabajo hoy en día compartir el entusiasmo por la lectura, ¿es este libro un acto altruista; digamos un “acto de amor”?
–Mi pretensión es ser simpático; o mejor dicho, hacer simpático a Proust; a Thomas Mann, a todos los que salen aquí, que son 50 o 60 “colosos de la literatura” con todas las mayúsculas que quieras. Hacerlos simpáticos en un sentido muy radical: “sympatheia”, literalmente, “sufrir juntos”; “compartir la pasión”. Vivimos en un mundo atropellado; sin tiempo de nada; hay mucho ruido; muchas cosas que hacer; y todo es atractivo; todo es maravilloso; todo es una fiesta. Lo que es casi imposible es recogerse pausadamente y ver cuáles son tus pasiones; adivinar tus emociones. La mayor parte de la gente no sabe cuáles son los movimientos de su espíritu. Y es que las emociones y las pasiones no tienen nada que ver con la inteligencia. La inteligencia va por un lado y la pasión, por otro. En algún momento, en aquellos “elegidos”, ambas se reúnen, pero son extrañísimos los casos: Proust. Quizás él simbolice la confluencia perfecta de la inteligencia y la emoción en la época moderna. También Shakespeare; y Cervantes que es la confluencia perfecta en el Barroco. Y Sófocles; la confluencia perfecta en el Clasicismo. Cuando me pongo a escribir este libro, la pretensión es comunicar pasión; presentar ante el lector los recursos de la pasión que tal vez, sin saberlo, necesita; ser de alguna manera, un posible “maestro de lecturas”.
–Proust, Shakespeare, Cervantes… ¿Qué futuro tiene la literatura del pasado?
–Estos días de promoción del libro he tenido que hablar y reflexionar en voz alta sobre estas cuestiones y, ¿sabe?, creo que no hay que exagerar. Cuando yo era un joven universitario, a finales de los 70, realmente leíamos cuatro gatos. En términos absolutos ahora se lee mucho más. Pero además hay una diferencia cualitativa; sustancial y es que antes leíamos unos cuantos, pero las chicas no leían. Y ahora hay muchísimas mujeres que leen; incluso muchas más mujeres que leen. ¿Hay crisis? Claro, pero es una crisis de cambio de lugar o cambio de especie. Los universitarios, que son los que deberían leer, no leen; y las mujeres que tradicionalmente no leían, ahora lo hacen masivamente. Así que ya sabemos de quién va a ser el futuro, pues la lectura es la llave del mundo; no hay otra. La gente cree que es la ciencia; la tecnología. ¡Tonterías! Es la lectura en general y la de “los colosos” en particular”, algunos de los cuáles salen aquí.
(Señala con unos golpecitos su libro; mi libro, lleno de post-it que asoman en indecente desorden por entre las páginas, como lenguas amarillas. Intento desviar la atención de mi pequeño caos descubierto con otra pregunta.)
–He subrayado mucho su libro, pero hay una frase en especial que he guardado en la cartera y el corazón. En el artículo dedicado a Sabater, hay una bella definición: “El filósofo y el poeta demuestran los nexos no evidentes entre los seres”. Poeta y Filósofo. ¿Cuál sería según Félix de Azúa la definición de novelista?
–(El académico de la lengua, acaso ya entrenado en el ejercicio de la definición, contesta sin pensar.) Un novelista puede ser un poeta y un filósofo al mismo tiempo. Los más grandes novelistas tienen esa peculiaridad: Proust, Kafka, Dostoievski. Son filósofos. Son poetas. Son novelistas. Porque estamos hablando del arte de la palabra en general, que puede llevar en su extremo máximo al poema, en su extremo medio a la novela y en su extremo final al ensayo y el periodismo. Sin embargo también en el ensayo y el periodismo se da esta capacidad poética y novelesca. Los ensayos de André Malraux, por ejemplo, se leen como novelas, están llenos de poesía y son de un pensamiento muy exigente. En realidad, cuando hablamos de literatura (con L mayúscula) estamos haciendo referencia al “Arte Literario” que es otra de las muchas facetas del Arte en general. Me gusta esa cita que rescata usted y que ya no recordaba; es muy buena (reímos). Y es que efectivamente el Arte y la Cultura no hacen sino conectar; poner en relación dos cosas perfectamente separadas y que nunca nadie había reparado que, en realidad, iban unidas.
–Quizás un lector materialice esa relación imposible en forma de biblioteca.
–Por supuesto. Los que tenemos bibliotecas y hemos sufrido mucho por ellas porque es una bola de hierro atada al tobillo, las amamos también por eso. El loco de la biblioteca tiene una relación con ella que a mí se me asemeja a la que tenían los antiguos con los cementerios; un lugar de frontera; de reencuentro entre el desamparo de los vivos y la sabiduría de los muertos amados. Las bibliotecas son el gran depósito de las voces amadas de los muertos; nuestro máximo tesoro.
–Y son también lugar de serendipias.
–¡Claro que se producen serendipias en las bibliotecas!
(Me mira tal vez sorprendido de que recupere la serendipia precisamente aquí, en la Academia, pues fue el tema principal de su discurso de ingreso como Académico en esta casa.)
–Te voy a contar una historia muy buena de serendipia que además no he contado nunca: cuando conocí a Benet yo era muy joven, pero él también lo era. Finales de los 70, él tendría cuarenta y pico. En una conversación salió Kafka y me contó cómo había descubierto a dicho escritor. Estamos hablando de la España de Franco, con una información pobrísima. Él era ingeniero; un hombre de formación científica. Le habían hablado de un psicólogo que había trabajado con simios para averiguar si éstos podían tener lenguaje; un estudio científico del que había resultado un libro interesantísimo firmado por un tal Kofka. Meses después, Benet, en una librería se topó con aquel libro científico: ¡Hombre, Kofka! Y lo compró. El libro se llamaba La Metamorfosis, algo muy propio del lenguaje de los simios. Se lo llevó a casa y naturalmente cuando lo abrió no sólo se partió de la risa, sino que quedó deslumbrado por uno de los mayores talentos literarios de la Historia. Pues eso es una serendipia… Y ahora que caigo, tendría que haberla metido en este libro que acabo de escribir y no lo he hecho. Bueno. Ahora es suya; le pertenece, pues ha sido usted quien me ha hecho recordarla.
Hay hombres que regalan flores y otros que regalan serendipias. Adivinen a quién elegiría para bailar el siguiente Vals.
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Fotos de Victoria R. Ramos.
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