Treinta años después, el poeta, novelista, ensayista, académico y catedrático de Estética Félix de Azúa (Barcelona, 1944) ha vuelto a publicar Venecia de Casanova, sobre una ciudad única y un personaje sobre el que ha dicho a Efe que «para los políticamente correctos cualquier persona libre es insoportable».
La nueva edición de Venecia de Casanova, a cargo de la joven editorial sevillana Athenaica, reúne más de un centenar de ilustraciones en color de una época, el siglo XVIII, en la que todavía, como avisa el autor desde la primera página, «lo peor que podía sucederle a un individuo no era la muerte»:
«Vivir sin dignidad, ser deshonrado, o gozar de poca estima entre la comunidad eran males mucho más temibles que el fallecimiento. Esto nos resulta extraño, habituados como estamos a comprobar la satisfacción de aquellos que viven en la deshonra, y la arrogancia con la que desafían la animadversión de las gentes, de la que incluso se ufanan».
—¿Hay una Venecia o, como quería Paul Morand, varias?
—A Venecia le pasa lo mismo que a los humanos, que en cada edad es la misma, pero distinta. Nada tiene que ver la Venecia bizantina con la oriental o con la de Napoleón. Sin embargo, todas ellas son Venecia. Somos nuestra memoria, tanto nosotros como las ciudades.
—¿Pertenece también Venecia a la geografía de la imaginación?
—Sin duda. Algunas ciudades son, por sí mismas, un prodigio de la imaginación. A Sevilla le sucede lo mismo: explicarlas por la lógica económica, como el París de Hausmann, no aclara nada.
—Lord Byron afirmó que Sintra era más bella que Venecia. ¿Exageraba?
—Lo hacía siempre. La frase no tiene sentido. Es como comparar manzanas y bolígrafos.
—¿Cuándo puede convertirse la decadencia en un hermoso espectáculo?
—Nunca. La decadencia es siempre espantosa para quienes la viven. Desde fuera podemos convertirla en una cursi película de Visconti, a sabiendas de que hemos eliminado todo el dolor, es decir, que mentimos.
—A la luz de lo políticamente correcto, ¿se hace Casanova un personaje insoportable?
—Para los políticamente correctos cualquier persona libre es insoportable. No toleran a los individuos, sino tan sólo a los militantes aborregados. Sin duda descabezarían a Casanova, o peor, cortarían más abajo.
—¿Venecia es la prueba de que las ciudades, como las personas, pueden transformarse en fantasmas?
—Sí, claro, ahí tiene usted el caso de Barcelona. Pero no es lo que sucede con Venecia, no se ha convertido en un fantasma sino en algo mucho peor, en un anciano que se empeña en bailar el rock ante un montón de aburridas muchachas.
—¿Decepcionan más las ciudades o las personas?
—Ni las unas ni las otras. Sólo decepcionan las figuras del espectáculo público, como las de la partitocracia. Los vendedores de esperanza que al final sólo buscaban llenarse los bolsillos.
—Barón Corvo, Lord Byron, Casanova, Morand, Mauricio Wiesenthal… ¿Rara vez convoca Venecia gente normal?
—¡Hombre, por Dios! Todos estos son gente normal y aún se ha dejado a Ruskin y a Proust, por ejemplo. Son normales, pero tienen una esquina del alma más afilada que los demás y diseccionan con mayor exactitud.
—En una de sus últimas columnas se mostraba políticamente desengañado. En los treinta años transcurridos desde la primera edición de este libro, ¿cuál ha sido el desengaño mayor?
—Hubo un momento, a finales de los ochenta, en que estaba persuadido de que España iba a formar parte, por fin, de Europa. Era un espejismo. Seguimos más cerca de Venezuela, México o Argentina, países estupendos, pero en los que no me gustaría vivir. Sus dirigentes son gente malévola.
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