Como una versión infausta de la magdalena reblandecida en té del libro de Proust, un vídeo difundido por el PACMA en las redes sociales en diciembre de 2018, en el que aparecía un individuo golpeando, humillando y, finalmente, matando a un zorro porque sí, con gusto, pavoneo y altanería, me trasladó a un mediodía manchego de mediados de los noventa. Cierro los ojos y contemplo la escena con una precisión que me estremece. Yo tenía unos seis o siete años, mi madre había cocinado estofado y, mientras comíamos, la televisión emitió un anuncio mágico: el de la Enciclopedia de la Fauna Ibérica de Félix Rodríguez de la Fuente (Poza de la Sal, 1928 – Shaktoolik, Alaska, 1980). En el spot publicitario vi águilas, lobos y ciervos. Y, sobre todo, escuché por primera vez la rotunda, pasional e inconfundible voz del que sería, quienes me conocen bien lo saben, el héroe de mi infancia.
Con una contundencia, por entonces, inédita en mi vida, como sabiendo que no estaba pidiendo un juguete, sino algo más trascendental, más perenne, más verdadero, les dije a mis padres: “Quiero eso”. Estos fueron a una imprenta-papelería de Daimiel y, aconsejados por el librero, empezaron a comprarme la Enciclopedia Salvat de la Fauna, también dirigida por Rodríguez de la Fuente, y que se ocupaba de los animales de los seis continentes, amén de los que habitan los mares y las islas. Y escribo empezaron a comprarme y no me compraron porque, por razones desconocidas, por no decir paranormales, dejaron de llegar volúmenes cuando la colección rondaba por el tomo 23 —de un total de 31—. Durante más de veinte años, he intentado, puntualmente, completar una obra que, por descontado, está descatalogadísima desde hace la pila. Lo hice el 14 de febrero de este año. Por treinta euros. Arriba Wallapop.
Así, ahora, mientras miro al cazador oscense oprimir, feliz y brutal, con uno de sus pies el cuello del vapuleado y moribundo raposo, retorno a mi infancia y me veo devorando, con obsesión, la citada colección de libros, tomando apuntes en folios, llenando blocs con dibujos y hasta memorizando nombres científicos —jabalí (Sus scrofa), uapití (Cervus canadensis), león (Panthera leo), etcétera—. Acabo de caer en esto: además de conocimientos zoológicos, aprendí mucha geografía. Conceptos como “península”, “taiga”, “hemisferio”, “Sierra de Cazorla” u “Orinoco” los descubrí leyendo esos volúmenes y, cómo no, exprimiendo los VHS de El hombre y la tierra. Al poco, mis padres me compraron —esta vez sí, al completo— los maravillosos Cuadernos de campo, con sus detalladas y hermosas ilustraciones y las anotaciones manuscritas del naturalista burgalés. A propósito de esos textos: mi devoción por Rodríguez de la Fuente era tal que hasta imitaba su caligrafía.
El hombre y la tierra: para mí, la serie fue, y no exagero, lo que para muchos niños son hoy las películas de Marvel. Con una diferencia: sabía que en esas imágenes aparecían criaturas reales, animales de verdad, amén de un héroe que, además de predicar, daba trigo. Rodríguez de la Fuente era un hombre de acción y yo, iluso y pardillico, quería ser como él. Por eso, inspirado en un par de capítulos de la sección venezolana en los que el naturalista participaba en una operación de rescate de delfines de agua dulce y en otra de anacondas, cuando el Cigüela, que pasa por mi pueblo, se secaba, solo o en compañía de amigos —alguna que otra vez, con mi padre—, bajaba al fangoso cauce de ese tramo del río para rescatar y llevarme a casa gambusias y otros pececillos que, de otro modo, hubieran muerto pocos días —si no horas— después, cuando el suelo se coloreaba con un blanco cenizo y lo infestaba una maraña de grietas. En una de estas, me presenté en casa con una mansa e inofensiva culebra de agua. Aún retumban en mis oídos los gritos y la bronca que mi madre me brindó cuando vio al ofidio.
La efervescencia hormonal e idiota de la adolescencia, el descubrimiento de las Letras —con mayúscula— y, sobre todo, lo putas que las pasaba con asignaturas como Física o Química me distanciaron del estudio de la fauna y me acercaron poco a poco a las Humanidades hasta que, definitivamente, mi vocación zoóloga mutó a periodística. Sin embargo, mantuve y mantengo el amor y el respeto a los animales y a la Naturaleza que las obras de Rodríguez de la Fuente me inculcaron y, sobre todo, ahora, que he vuelto a acercarme a su figura, lo valoro y lo disfruto como comunicador. Y no sólo por su característica voz: Rodríguez de la Fuente era un maestro del adjetivo, del relato y de la creación de estructuras narrativas en sus documentales. Miguel Delibes de Castro, biólogo, escritor e hijo del autor de Los santos inocentes, le contó a Jordi Évole: “Fue él quien me enseñó a escribir, no mi padre”. El otro día, por ejemplo, vi un capítulo doble de El hombre y la tierra dedicado al abejaruco, un bonito pájaro insectívoro. Había introducción, nudo, desenlace, personajes, tensión y belleza. Todo tan distinto a lo que se suele hacer ahora: ¿quién no se ha referido a los documentales de La 2 para hablar del aburrimiento o del sueño?
Hombre de acción, dije antes. Y su acción se tradujo en hechos y en leyes: sin Rodríguez de la Fuente no se entendería la pionera Orden del Ministerio de Agricultura de 16 de julio de 1966, en la que se prohibía «en todo el territorio nacional» la caza del lince, la cigüeña negra, la espátula, «así como toda clase de águilas, milanos, halcones, cernícalos, azores, buitres, quebrantahuesos, gavilanes, búhos y lechuzas»; ni la derogación en 1970 de la Ley de Caza 1902, en cuya Sección 7ª, dedicada a «la caza de animales dañinos», se autorizaba la «libre caza de animales dañinos, lobos, zorros, garduñas, gatos monteses, linces, tejones, hurones y demás» y hasta se fomentaba: «Los alcaldes estimularán la persecución de las fieras y animales dañinos, ofreciendo recompensas pecuniarias a los que acrediten haberlos muerto»; ni el Decreto 2573/1973, del 5 de octubre, en el que se declaraban «especies protegidas» al gavilán, al buitre negro, a la lechuza, al oso, al gato montés, a la nutria o al camaleón. Sin Rodríguez de la Fuente, el lobo ibérico hubiera desaparecido hasta en los cuentos, y parajes como los de Doñana, las Tablas de Daimiel o la Albufera de Valencia, desde no ha poco, serían historia. Además, sin Rodríguez de la Fuente no se entendería la existencia de organizaciones como WWF España —de la que fue vicepresidente— o SEO/Birdlife —de la que fue socio fundador—.
Hay que reivindicar y recuperar el legado sabio, bello y urgente del autor de El hombre y la tierra. Pese a que se han conseguido grandes avances en temas medioambientales, la realidad más cotidiana continúa instando a ello y un fantasma furtivo y populista vuelve a recorrer el mundo. Va un puñado de ejemplos —sin ánimo de ser exhaustivo, y limitándome, solamente, a España—: «La Junta de Castilla y León declara plaga de topillos en siete zonas de la Comunidad» (El Economista, 1/12/2016); «La caza ilegal de lobos se extiende a Galicia, con un nuevo caso en Coruña» (La Vanguardia, 11/04/2017); «Las plagas de conejos arrasan los cultivos de Castilla-La Mancha» (CMM Castilla-La Mancha, 23/02/2018); «Más de 330 lobos murieron en 2017 a manos de furtivos, atropellados o envenenados» (Público, 15/03/2018); «Hallan el cuerpo sin vida de un lince ibérico con más de 300 perdigones de escopeta» (Antena 3, 30/12/2018), y, para finalizar este listado, la segunda parte de la historia del canalla que humilló y mató a un zorro: «Archivada la causa contra el cazador que maltrató hasta la muerte a un zorro» (ABC, 10/02/2019).
Como no acostumbro a manifestar en público ni en publicado mis opiniones políticas —uno, no creo que interesen a nadie, y dos, como me dijo Edu Galán: «No puedes ser periodista-activista«—, me limito a apuntar que el Artículo 337 del Código Penal es «tan blando por fuera que se diría todo de algodón». Creo que las penas para quienes cometen este tipo de delitos deben endurecerse. Y mucho. Y, para no derramar bilis, por si me ciega la mala hostia y se me escapa alguna barbaridad, finalizaré con una intervención de mi héroe. Va dedicada a quienes ponen en las manos de sus hijos, cuando estos tienen siete u ocho años, escopetas para matar pajarillos por placer; a quienes presumen de meter en las zorreras bombonas de azufre, asfixiar a los zorros que se hallan dentro de estas y rematar con un palo a aquellos que salen turulatos, y a quienes protagonizan vídeos como el del desaprensivo de Huesca.
Habla el gran Félix Rodríguez de la Fuente:
«A escala más pequeña, a escala de alimañero, de dueño de coto; a escala más modesta; a escala de ir destruyendo poco a poco la fauna de una manera sorda, solapada, triste, yo diría que barriobajera, se escribe también la grande y pequeña historia de la agonía del mundo.
Ustedes saben que hay un animal muy bonito, un animal que parece creado por el genio de Walt Disney. Un animal salvaje que se llama el gato montés. Un animal que seguramente ustedes nunca tendrán la ocasión de verlo. Ahora bien, si ustedes visitan o viven en las provincias de Toledo, Ciudad Real, en las provincias de los grandes cotos, a lo mejor ven un día al gato montés. Lo verán podrido, rodeado por una corona de moscas azules y verdes colgado de una encina. Será el trofeo de un alimañero. Habrá muerto en un cepo. Estará colgado en una encina para que el dueño del coto dé 200 pesetas de propina al alimañero. ¿Y saben ustedes la base científica de esa destrucción? Negativa. El gato montés es beneficioso. El gato montés es hermoso. El gato montés es noble. El gato montés necesita vivir, precisa vivir, tiene derecho a un lugar bajo el Sol. Y al gato montés se le envenena, se le mata, se le cepea, se le cuelga en una encina, se premia su destrucción como tributo a la ignorancia».
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