“… si pudiésemos volver atrás en el tiempo, remontar nuestra vida como un río desde la desembocadura”, eso desea uno de los dos protagonistas de la última novela de Isaac Rosa, y como no es posible hacerlo en la vida real (el pasado es incorregible, sólo podemos paliar algunas consecuencias de nuestras decisiones erróneas), lo hace mediante el recuerdo y el relato. No sólo él, también su pareja, de la que se está divorciando, participa en esa narración de lo que les ha ocurrido. Pero “una separación es también, es sobre todo, la pérdida de un relato común”, y por eso cada uno tiene que dar su versión de los hechos o, más bien, construir una narración que dé sentido a la propia historia.
Uno de los para mí grandes aciertos de esta novela conmovedora y dolorosa es que la narración vaya avanzando hacia el pasado. No es que recuerden el inicio y desde allí recorran su historia hacia el presente, sino que poco a poco, laboriosamente, van retrocediendo en el tiempo hasta lo que en la novela es un feliz final y en la historia de la pareja era aquel inicio de sus relaciones en el que parecía que su pasión era única, superior a cualquier otra, imperecedera: “Nosotros íbamos a envejecer juntos”. Esa convicción, común a tantas parejas, se va desmoronando con el tiempo. Y partimos en la novela de un presente devastado por heridas, rencores, silencios, acusaciones, más broncas al inicio de la narración porque cada agravio se ha ido acumulando, cada herida ahonda en una anterior, se clava más adentro.
Como es lógico, cuando se ha roto cualquier posibilidad de relato común, cada uno tiene que dar su versión de los hechos, divergente incluso en los momentos en los que asumen la responsabilidad de un desencuentro (los hechos no son sólo los hechos, son, también, las emociones que generan) y a medida que nos remontamos en el tiempo el relato de ambos va acercándose, ya no son esos largos monólogos iniciales, sino que afirmaciones y recuerdos de los dos se entretejen hasta en algún instante contar la misma historia, porque hubo un tiempo en que eso era posible: el deseo era el mismo, los proyectos casi idénticos y más que individuos se sentían parte de una unidad, la maravillosa pareja que formaban.
Mientras ajustan cuentas o sencillamente intentan expresar cómo se sintieron ante traiciones, engaños y desapegos, Ángela y Antonio, los dos protagonistas, reflexionan sobre cómo el amor (y qué tipo de amor) no sólo marca sus vidas, también es consecuencia de ellas. Los oiremos (sí, parece que los oímos) hablar de la relación entre el amor y el deseo, entre amor y afecto, entre el amor y el capitalismo que coloniza nuestros cuerpos y nuestra imaginación y al mismo tiempo fija las condiciones, a menudo precarias, en las que pretenderemos realizar nuestras fantasías: ¿puedes realizar fantasías inspiradas en gente chic de Manhattan cuando vives con dos hijos en sesenta metros cuadrados y te acaban de despedir del trabajo? ¿No hay ahí una frustración ya preprogramada?
Nunca seremos lo que imaginamos que podríamos ser, parecen decirnos. Vivir es ensayar una obra de teatro que no se representará nunca. Pero, ¿cómo ajustar nuestras fantasías a la situación efectiva de nuestras posibilidades? ¿Cómo diseñar un amor que quepa en el reducido espacio de nuestras circunstancias, un amor en el que ni siquiera el final puede ser épico? “Hay gente que no se separa porque no puede permitírselo”, constatarán secamente.
Feliz final no ofrece soluciones, claro, no es esa la función de una novela. Pero es una muy inteligente y dolorosa indagación en lo que somos y, sobre todo, en lo difícil que es preservar nuestras ilusiones, no sólo porque se desgastan y deterioran con el tiempo, también porque nosotros mismos vamos cambiando y el cambio nos da miedo.
“Cuanto más tiempo llevo contigo menos te conozco”, dice Ángela. Aunque lo que debería decir, creo yo, es: nunca te he conocido, pero al principio creé una ficción de ti que me servía; y ahora, al disiparse la ficción, me doy cuenta de todo lo que no sé sobre ti, sobre mí, sobre nosotros.
¿Hay que renunciar a la pasión para no asistir a su probable desmoronamiento, hacer como aquel otro personaje novelesco que se negaba a pronunciar la palabra «amor» y la palabra «siempre» porque era consciente del engaño? ¿De verdad tenemos que vivir prescindiendo de esas ficciones que nos permiten imaginar lo imposible? ¿Cómo acercarse entonces a lo improbable pero posible?
Feliz final no reniega del amor apasionado, incluso encontramos en sus páginas una defensa del tan desprestigiado amor romántico. “Tu recuerdo sesgado por el final de la historia te nubla los momentos hermosos. Y fueron muchos”, dice Ángela. Un presente traumático no significa necesariamente que nuestras decisiones hayan sido erróneas: a veces luchamos contra gigantes. Además, dolernos por el final de las cosas no debe llevarnos a despegarnos de ellas, a no intentar vivir de la forma más apasionada, más tierna, más generosa posible, aunque sepamos que nuestros afectos probablemente se transformarán, incluso se revertirán: quizá engañaremos y seremos engañados, nos desengañaremos y el otro se desengañará de nosotros.
La revisión que los dos personajes hacen de su historia es una forma de asumir con realismo la propia vida, y al hacerlo se vuelven otra vez, aunque de manera distinta a sus inicios, amantes, “esa necesidad de los amantes de nombrarlo todo para conservarlo”. Y ellos lo nombran todo de nuevo, recuperando con narraciones divergentes pero complementarias parte de sus vidas, y una parte importante de ellas, como de la de todos nosotros, es el dolor: “Escribir me ayudaba a manejar el dolor, lo codificaba con metáforas”, por mucho que el lenguaje sea siempre insuficiente y que el recuerdo modifique el pasado: “Excavar es también falsear, una ilusión de reconstrucción…”.
Pero no podemos hacer otra cosa. Ser conscientes de nuestras limitaciones, de nuestros engaños, de nuestra soledad, es también una forma de estar vivos, y no la peor. Isaac Rosa nos da con Feliz final la posibilidad de recuperar esa conciencia, de reflexionar con sus personajes sobre las heridas, las decepciones y los fracasos que genera todo amor, sin renegar de la pasión ni de las ficciones necesarias para construir nuestras vidas. Qué gran novela Feliz final, capaz de dejar en los lectores un poso de dolor y a la vez de esperanza.
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