Qué bien se siente cuando llueve, allá afuera. La fortuna del endometrio doméstico y la Callas cantando Lucia Di Lammermoor. La lluvia es analgésica, cuando estás a cubierto. Cuando la intemperie es sólo un dato. Sólo eso. Cuando nada tuyo ha muerto aún —un hijo, un padre, una madre—. Cuando vas tirando de la correa de tus propios pajaritos preñados. Cuando nada ni nadie ha venido a matarte. Y yo nací en un lugar donde eso ocurre, a diario. La muerte, quiero decir. Nuestra única y verdadera democracia.
Acabo de apagar la televisión. Alcaldesas y mujeres con cargos públicos hablaban de la huelga del ocho de marzo, la huelga feminista. Una sobre la que ni sé… ni quiero pensar. No soy madre de nadie. No me significo en ninguna aportación de placenta y dolor. No alimento a nadie descubriéndome el pecho. En esa épica no tengo valor. Sólo me tengo a mí y a mis palabras. No cuido de nadie y nadie cuida de mí. Razones de sobra para callarse en este asunto. Las mujeres que me antecedieron barrían patios en silencio, sostenían sus casas en el foso de piedra de sus corazones… que ardían como brasas, aunque nadie los viera incendiarse.
Mi feminismo era ése, el de quien recoge sus pedazos y vuelve a casa sola. Que los infiernos, como la procesión, van por dentro y en tacones… o descalzas. Que llover y llorar suelen ser la excepción, un día festivo, una cosa que no se hace siempre. A mí, que como en aquel poema de Borges —Me legaron valor. No fui valiente—, ansié el orden y la disciplina, la que tienen aquellos a los que no se les ve el pellejo. Vamos, esos que saben lucir. Los que presumen de barco y tormenta. Aquello de los ovarios bien plantados… en mi caso, en la tierra yerma de la duda.
La disciplina. El saber hacer. El saber estar. Eso que nunca he sido capaz de ejercer (el mal humor me domestica, esa furia de perro viejo que no sé de dónde viene). A pesar de eso aprendí que, así como a la pastora Marcela, los deseos han de tener por término las montañas. El tamaño de tus ganas. Que los pajaritos preñados no admiten otro alpiste que el de las propias razones y que si estamos aquí, es para pelear. ¿Contra qué? No sé. Pelear. Es un verbo que se basta a sí mismo. Combatir es una forma de permanecer vivo.
Pienso estas cosas mientras escucho a María Callas perder la voz y yo pierdo comas. Me voy quedando de pie, en silencio, ante la plaza sola en la que una pareja se besa —se olvidarán o se condenarán a tenerse el uno al otro— y la lluvia cae un domingo por la noche. Y me pregunto qué importa, qué es cierto en esta calma, cuánto va a durar todo esto. La verdad es ésa, una sola. Nadie va a recoger tus pedazos. Y a casa siempre se vuelve solo.
Mi feminismo es esta fortaleza de 40 metros llenos de libros. Ese habitáculo que me gané a pulso, yendo contra todo. Pequeño, pero mío. Qué bien se siente cuando llueve, allá afuera. La fortuna del endometrio doméstico. Tiro de la correa de lo que soy. Alguien con defectos que recoge sus pedazos. Y ya está. Seguro me equivoco. Pero esos errores son míos. Me los gané a pulso. Como cada gota que lame las baldosas de esta calle desierta.
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