En estas páginas se juntan un hombre de pie ante su propia tumba. El que vuelve a mirar el mar desde el balcón de sus nueve años. El que ve llover dentro del salón de casa al recordar a su padre muerto. El que atardece con la bofetada que un cura le propinó en 1971 y que aún tañe en su mejilla cuando se queda a oscuras… Fernando Aramburu los ha elegido, uno a uno, y los reúne en Autorretrato sin mí (Tusquets), un volumen en prosa escrito por alguien que dice sentir de qué forma —allá, en sus tardes alemanas— se cae a trozos, como si estuviera hecho de ese hielo al que la memoria da lengüetazos de luz.
A Autorretrato sin mí lo separan de Patria (Tusquets) dos años y 700.000 ejemplares vendidos. Sí, eso: setecientos mil de la misma novela: aquella, la de ETA. La que recibió el Premio Nacional de Literatura y sentó a un país entero a leerla. El libro del año desde hace ya dos. Ese mismo. Fernando Aramburu insiste en que los escribió al mismo tiempo —Patria y este, claro—. A pesar de eso, quien lee estas páginas tiene la sensación de que se trata de un libro posterior, acaso porque parece un ejercicio de vuelta hacia sí mismo. Hacia el lugar breve y conciso de la poesía, la baldosa con la que Aramburu construyó el camino de su obra. Un libro que ni busca ni pretende revalidar nada, sólo retratar al que se pone por escrito mientras sostiene sobre sus hombros el cesto de la memoria.
«Habito desde que nací en un hombre llamado Fernando Aramburu. No voy a quejarme. Hay desiertos peores», escribe el poeta que se “ha ido metiendo en años”, alguien que tiene presente su memoria de la infancia, que prácticamente vive en ella, recreándola en el viejo piso familiar desde donde contempla el mundo… con siete, ocho o nueve años. Alguien que todavía revisa las esquelas del periódico de la ciudad donde nació y se llena la boca de pasado para armar el relato de sí mismo. La vocación es el punto de partida de estos textos: los dicta alguien, desde quién sabe dónde.»Este hombre me hace madrugar para cumplir a diario el sueño lejano de un adolescente que quería ser escritor. Llevamos tanto tiempo juntos que ya no sé si él es yo o yo soy él. Hemos acumulado otoños, libros y una muchedumbre de hojas caídas que forman un suelo de serenidad”, escribe Aramburu en las páginas de Autorretrato sin mí.
No es el cansancio. Tampoco las demasiadas entrevistas. Ni siquiera los restos del día apilándose en la lista de una agenda de promoción. Es la timidez lo que impide a Fernando Aramburu mirar a quien conversa con él. El donostiarra tiene un aspecto rotundo, casi tanto como su marcado acento o esos modales severos de las esculturas que se oxidan frente al mar. Aramburu viste americana y zapatillas. Las lleva casi siempre —unas Hamburg, se las ha regalado su hija, dice—. Y aunque el estilismo no emborrona su edad, lleva ramalazo del poeta melenudo que junto a Álvaro Bermejo y José Félix del Hoyo fundó el grupo literario Cloc. Así bautizaron su revolución surrealista de 1978, con esa palabra que definía “el ruido que hacen los garbanzos cuando caen desde un octavo piso sobre las cabezas huecas de los transeúntes”.
Son los trozos de ese Aramburu los que vuelven a la orilla empujados por la marea de estas páginas. Todo en Autorretrato sin mí está tamizado por la literatura. Lo que el lector sujeta entre las manos son los trozos limpios, las pepitas de oro de un escritor que emprende un ejercicio de estilo hacia sí mismo. Están aquí los temas esenciales de su obra y su biografía: la identidad, la vocación —y la evocación—, el tiempo, las lecturas, los paisajes más fríos y agrestes, los reencuentros, la memoria… Un dietario personal, escrito con una prosa breve, llena de resortes poéticos. Un ejercicio vital y de estilo. Una manera de poner Patria en remojo, o acaso de plantarse ante el oleaje de vivir escribiéndose.
Fernando Aramburu nació en San Sebastián, en 1959, el mismo año en que se fundó ETA. Llegó al mundo en una familia donde había amor, humor y generosidad, pero no libros. Se marchó a estudiar Filología a Zaragoza y al poco tiempo a Alemania, donde desde 1985 permanece mientras escribe e imparte clases de español. Tras varios poemarios, publicó su primera novela Fuegos con limón en 1996. A ésa siguieron Los ojos vacíos (2000), El trompetista del Utopía (2003), que fue adaptada al cine por Félix Viscarret con el título Bajo las estrellas; Bami sin sombra (2005), Viaje con Clara por Alemania (2010), Años lentos (2012), por el que obtuvo el Premio Tusquets, La Gran Marivián (2013), Ávidas pretensiones (2014), ganadora del Premio Biblioteca Breve; Las letras entornadas (2015) y Patria (2016). Ahora toca hablar del libro que contiene a todos los hombres que Aramburu ha sido mientras escribía las páginas anteriores de Autorretrato sin mí.
—Después de Patria, ciclópea a su manera, vuelve con esta entrega de prosa poética. ¿Es un ejercicio de estilo hacia sí mismo?
—Patria y este libro son parcialmente simultáneos. De hecho, este libro me ha tenido ocupado más tiempo que Patria, es decir, lo empecé antes. Seguí escribiéndolo durante la época en que escribí Patria y lo continué. Casi todos los textos de Autorretrato sin mí están escritos lejos del escritorio, en una situación física y psicológica especial y con una determinada intensidad. Recuerdo escribiéndolo en aviones, en salas de espera de aeropuertos, en habitaciones de hotel, en trenes…
—Lugares de paso. Es decir, ¿un libro de tránsito ante algo más?
—No lo sé, porque no escribo interpretándome. El libro no obedece a un plan previo. Es el fruto de la acumulación de textos escritos aquí o allá, todos lejos de casa, y en el mismo tiempo en que escribía otros. Son como un ejercicio de introspección, pero no con el deseo convencional de contar mi vida, que no me parece lo suficientemente interesante para sacarle provecho literario. Lo que yo quería era mirar dentro de mí, en cuanto miembro de la especie humana y porque no dispongo de otra perspectiva. Todo con el deseo de verbalizar esos paisajes que llevo por dentro y que pienso que el lector puede compartir, o de alguna manera puede apropiarse de ellos.
—Aeropuertos, trenes, salas de espera. Este libro lo escribió solo y rodeado…
—Sí, con mucha gente alrededor, pero envuelto en una especie de membrana, como de caracol en su concha.
—¿Es Autorretrato sin mí un poemario en prosa?
—Tampoco me importa cómo definan el libro. De hecho, me parece razonable la idea de los poemas. Y en el fondo esto, que puede parecer una determinada forma literaria de modular el lenguaje, ha sido para mí como un reencuentro con el joven escritor que fui y que dedicaba la mayor parte de su tiempo, y de su mucho o poco talento, al ejercicio poético. Por eso me complace escuchar que los textos tienen cierta densidad poética.
—Cuando habla del joven escritor, alude a la vocación. Esa que se manifiesta en el libro como el hombre que lo obliga a madrugar, ¿no?
—Sí… es cierto. Es un reencuentro con todos los que creo que he sido, empezando por el niño, el joven, el adolescente, el loco que se largó a Alemania con lo puesto.
—Y que en este libro se desdobla y se ve partir en el tren, como si asistiera a sí mismo desde otro lugar.
—Temía que no se notase esto. A menudo hago un ejercicio de objetivación: me coloco a mí mismo encima de la mesa como si fuera algo ajeno. Y me observo, a veces con cierta ternura. Lo que no he querido en esta ocasión, y ese es el pacto que yo hice con la poesía: incurrir en la parodia, la sátira, la broma, a todo lo cual suelo ser bastante propenso.
—Hay temas que atraviesan todo el libro: la pérdida; el pasado; la memoria; la vocación. Todos convergen en la evocación de un mundo que se ha ido.
—Me siento reflejado en esa interpretación. Yo quise que este libro, como creo que he querido con todos los demás, fuese un espacio de mi modesta verdad personal. En este libro no hay ninguna línea que no salga de mi deseo de comunicar al posible lector lo que realmente me refleja o me constituye. No he recurrido a la ficción. Si he vertido una afirmación es porque realmente la siento, la profeso y creo en ella. Eso también lo aprecio en otros escritores. Alguien nos ofrece una ventana que nos permite mirar dentro de su núcleo humano. A mí me parece que es el tipo de comunicación más profunda que se puede establecer entre los seres humanos.
—Autorretrato sin mí, ¿retratarse sin estar o retratarse junto a los otros?
—Es difícil, porque además no soy el único que está, y además no sé hasta qué punto es lícito que yo haga literatura a partir del dolor ajeno, de determinadas circunstancias e intimidades. Yo he tenido que luchar continuamente frente a un pudor que forma parte de mi manera de ser. Por otro lado, me sentía un tanto incómodo por el hecho de haber estado utilizando durante décadas artimañas literarias para transmitir vivencias propias, pero delegadas en personajes de ficción. Al tener contacto con los lectores, a veces por redes sociales o en otras circunstancias, me daba cierto remordimiento comprobar que numerosas personas se habían sentido emocionadas por algo que yo había escrito. Tendría que dirigirme a esos posibles lectores de una manera directa, y confesional incluso, pero sin incurrir en lo anecdótico, y mucho menos presentarme con un brillo que no tengo.
—¿A qué se refiere, exactamente?
—A dar una imagen positiva de mí, de hombre que tiene algún mérito. Para mí eso sería absolutamente repelente. Aspiro a una comunicación con los lectores que no conozco. No estoy en sus casas, pero buscando la comunicación más honesta posible y siempre jugando la baza que para mí es fundamental: la baza literaria. Si no, no me dedicaría a eso.
—En el libro encontramos esta mujer que aparece en la firma de un libro, la imagen de su padre, la suya de niño. Casi todas transmiten una sensación de fantasmagoría.
—Sí, puede ser. No me he sentado a escribir un texto fantasmagórico, pero sí tengo en cuenta… —Aramburu hace una pausa muy breve—. Tengo el convencimiento de que lo que escribo es un suscitador, que es la palabra que viene a mi mente ahora. Yo lo que doy es un texto, que la editorial coloca en un artefacto de papel llamado libro, que es activado de una manera distinta por los lectores. Ya que hablábamos de lo fantasmagórico, al escribir suelo tener en cuenta al lector sin rostro, sin nombre. El que está al otro lado del escritorio con el que, a veces, de broma, converso: voy a usar frases cortas, frases largas, voy a emplear una palabra desconocida o anticuada, voy a utilizar determinados recursos…
—De esa colección de estampas vitales, quiero preguntar por dos. La primera es la bofetada del cura de 1971.
—Sí, es una bofetada que recibo continuamente y que agradezco. Me he dedicado durante 24 años a la docencia con niños. No puedo justificar pedagógicamente la bofetada, pero a mí me vino bien. Yo me estaba saliendo del camino y esa bofetada me puso dentro del camino y contribuyó a hacerme lector.
—La segunda es la descripción de su biblioteca. Los libros no formaban parte de su entorno, dice.
—No. En mi casa había afecto, había humor, pero no había libros. Yo procedo de una familia humilde. Ahora tengo una biblioteca, que ha ido creciendo conmigo. Ahí no hay libros heredados y de alguna manera puedo encontrar mi autobiografía en ella. Puedo sacar un libro y recordar cuándo lo leí, dónde lo compré, si me lo regaló alguien, qué edad tenía cuando lo leí. Mi vida está reflejada en mi biblioteca. No tengo empacho en decir que me hecho a mí mismo, también con ayuda de otros, lógicamente, pero a fuerza de leer libros. Mi destino previsible habría sido otro. Considerando las condiciones sociales del lugar en que nací, lo más fácil de profetizar es que yo hubiese terminado en un taller mecánico arreglando automóviles. Eso habría sido el destino más o menos esperable, pero los libros me sacaron del camino de repetir el destino de mi padre, un hombre generoso, maravilloso, con humor, pero claro, un hombre que dedicó buena parte de su vida a trabajar en una fábrica de obreros rasos y a mí esto no me apetecía repetirlo de jovencito.
—La voz de este libro siempre desea regresar. Busca el mar, el piso de pequeño de la infancia, la edad más joven. ¿Quiere volver? ¿No ha parado de hacerlo? ¿Después de tantos años, aún se siente lejos?
—Póngase en mi piel, a la edad de veinte pocos años —Aramburu mira al techo, no a los ojos—. Alrededor de 24, que era la edad que tenía cuando me desplacé por primera vez a la República Federal de Alemania, donde he residido desde entonces: el año 1985. Llevo más de 30 años viviendo en la condición de extranjero. En un lugar donde no transcurrió mi infancia. Donde se habla un idioma que yo he aprendido con posterioridad, pero con el que no tengo una vinculación instintiva y que sigo hablando como al principio con acento, y de vez en cuando me falta alguna palabra. Es otro idioma. Tengo un círculo de amigos, pero con los que comparto un tramo de vida de persona adulta… Es razonable que yo viva con una sensación de pérdida, de haber dejado algo, como de que existe un hueco allá de donde yo procedo —Aramburu habla sin interrumpirse, lentamente, sin atropellarse—. Una de las costumbres que tengo y creo que es una señal de haberse metido en años, es mirar todas las mañanas las esquelas necrológicas del periódico de mi ciudad, El Diario Vasco, y a veces encuentro un nombre o una foto, porque suelen publicarlas con fotos, lo que me permite reconocer a veces a algunos, y a veces me ocurre. Reconozco a una persona con la que compartí una época en el colegio o con la que viví en el mismo barrio. En ese momento siento que se me cae otra pieza, que me voy quedando cada vez… como si fuera una persona de hielo que se va derritiendo, que va perdiendo una plenitud. Sí. Una plenitud que tiendo a situar en la juventud. Pues sí, siento trozos de persona. De todo esto, que no es precisamente alegre, aunque yo no doy la espalda a los placeres de la vida, procuro sacarle provecho literario.
—Quizá como lectores estamos todavía demasiado cerca del fenómeno Patria…
—Patria —Aramburu no espera siquiera hasta el final de la frase— ha abierto una sombra muy potente, pero tengo que decir que Patria, que ha tenido una enorme repercusión y la sigue teniendo, es anterior a su repercusión. Permanecí ajeno en el momento en el que la escribía, pero a mí tampoco me influyó la promoción monstruosa que después tuve que hacer o las opiniones, buenas y malas, sobre la novela. Cuando se publicó Patria ya yo estaba delante de otro universo creativo. Estaba ocupado con otras cuestiones, hasta el punto de que cuando empecé a conceder entrevistas tuve que repasar mis papeles porque tenía en el cerebro otro chip, con otros objetivos literarios. Y bueno, es cierto, no hay entrevista en la que no se me confronte con Patria. Yo veo esa novela como un elefante que se me ha metido en la sala de estar. Bueno, tampoco me preocupa demasiado.
—¿Se aburre Aramburu de Patria?
—Yo me tengo prohibida la queja y más en público. A mí me parece que ha sido un hecho afortunado. Para muchas personas ha sido un libro significativo, para otras importante, a otras no les gustó. Nunca me había ocurrido nada semejante. Yo no era un autor que frecuentase las listas de los libros más vendidos, pero bueno, tengo otros intereses, otros proyectos y por otro lado, entiendo que los periodistas cuando vienen a mí, están trabajando y merecen un respeto mínimo. Ahora, si no se aburren de que yo os tenga que repetir lo mismo, allá ellos. En mi escritorio, actualmente, Patria no existe. Ya es un proyecto terminado, realizado. Y vienen otros, en los que trabajo con igual esmero. De hecho, podría haber hecho caja y sacar otra novela rápidamente, aunque hubiera sido una porquería de libro. Solamente por el rebufo de Patria, habría merecido atención. Pero es que mi finalidad es saber transmitir al posible lector lo que transmito siempre: un poco de arte literario y un buen par de emociones. Y compartir con otros mis posibles experiencias y mis errores, y nada más.
—¿Tiene previsto algún proyecto de novela?
—Ahora no puedo, porque estoy absorbido totalmente por la promoción de Patria en el extranjero y ahora de Autorretrato sin mí. Para no frustrarme, porque no tengo tiempo ni espacio mental para dedicarme a un proyecto literario, he decidido por vez primera desde que empecé a escribir, no abordar un proyecto de esos que lo tiene a uno ocupado durante todos los días. A cambio, he decidido poner un límite a los viajes y charlas, que me permite lleva la promoción con tranquilidad. Y me entretengo, porque si no me caería como un muñeco de trapo, con colaboraciones de prensa, que como son obligatorias las llevo a cabo aunque llueva, o esté cansado o me encuentre en el último pueblo del Planeta.
—¿Ha obtenido alguna lectura o interpretación de Patria que le sorprendiese en alguno de los países donde se ha leído?
—Lo que ha ocurrido hasta ahora en los países en que se ha publicado, que son Italia y Alemania, he percibido que el libro ha sido juzgado sin prejuicios. No se me conocía. Mi nombre no inspira entre reseñistas ni simpatía ni antipatía. Es un libro de un desconocido del que no tienen más que la sinopsis, la reseña biográfica y la foto de la solapa. Estoy gratamente sorprendido porque entre las numerosas reseñas que se han publicado, todavía no se me ha hecho reproche ninguno. Claro, podría ocurrir. Un escritor tiene que asumirlo. Esto no supone ningún problema salvo que todo el mundo dijera que es un libro muy flojo. Tengo una relación muy fluida con la crítica. También la ejerzo. No soy de los que se pica por algo negativo, disfruto con el debate, siempre que esté argumentado… ¡No pasa nada! —las palabras quedan en el aire, percutidas por el mazo del acentazo vasco. Lo conserva, intacto, perpetuo, como el recuerdo de aquella bofetada que un cura le dio en 1971—.
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