Foto de portada: María Garrido de Vega
Fernando Cortizo (Santiago de Compostela, 1973) es un hombre grande, de verbo sencillo y mirada profunda. Te cuenta las cosas tal cual las siente, tal cual las piensa. Se anda con pocos rodeos, y lo que dice siempre suena natural. Quizás porque fue veterinario antes que cineasta. Quizás porque el tiempo le ha demostrado que eso de dirigir películas debería tener más que ver con lo artesanal, con las personas, que con la fama o el dinero.
Quien escribe ha tenido la suerte de charlar con este director incombustible un rato antes del estreno oficial en salas de Buscando a la Santa Compaña (2024), un documental serio y riguroso sobre esta procesión de ánimas, uno de esos temas íntimamente unidos a la idiosincrasia y la geografía gallegas, y uno de esos fenómenos de los que todos creemos saber, pero que todavía representa una incógnita permanente. Por cierto: la conversación tuvo lugar casi doce años después de aquella fatídica noche de difuntos, a escasos metros de la misma sala donde también se presentó O Apóstolo, y en un local llamado La Corazonada. Para que no se diga que los gallegos tememos al mal de ojo.
*****
—Durante la poco menos de hora y media de documental intervienen todo tipo de expertos, estudiosos del folclore e incluso testigos, pero solo hay una voz que no llegamos a escuchar: la del propio Fernando Cortizo. ¿Cuál es tu historia personal con la Santa Compaña? Un recuerdo, una anécdota. Porque en Galicia todos la tenemos.
—En Galicia todos nacemos sabiendo qué es la Santa Compaña, al menos mi generación, que es la posterior a la generación que la «veía». La vivimos como parte de nuestro imaginario. Las abuelas te hablaban de ella, y aunque tú no supieras qué era exactamente, porque eras un niño, crecías escuchando esa historia un poco terrorífica. Por eso, mi relación con este fenómeno siempre fue muy personal, y a raíz de O Apóstolo quise documentarme para ver cómo la representaba en la película. Empecé a entrevistar a gente que la hubiera visto o supiera algo sobre el tema, y ahí fue cuando empecé a darme cuenta de que muchos la describían de una forma totalmente verídica, con detalles, momentos, situaciones, etc… tanta gente que no toda podía estar loca. Es verdad que la mayoría rondan los noventa años, y que gente directa no queda tanta (aunque para el documental conseguí unas quince o veinte personas), pero tengo cientos de testimonios del tipo «fue mi madre quien la vio».
—O sea que, como se cuenta en el documental, la tradición subsiste solo en ciertos núcleos muy reducidos.
—Sí, llegar a esa gente que la ha visto solo es posible a través de hijos, sobrinos, etc… vamos, de personas muy concretas. Porque de manera directa nadie te dice nada. De hecho, cuando alguien me lo contaba muy alegremente, yo no lo creía y lo descartaba. Pero hay otros casos a los que les cuesta hablar, porque en la Compaña veían a familiares suyos, a sus propios hijos. Así que para ellos es algo muy potente. Y, a priori, no tienes por qué no creer en lo que ellos dicen que han visto. Otra cosa, claro, es que todos sepamos que si a la oscuridad de la noche, en torno a los años treinta o cuarenta, que no había farolas, y tras algún tipo de trauma, le sumas los curas de la época hablando de ánimas, se dan las condiciones perfectas para que veas este tipo de cosas.
—La teoría religiosa, la teoría fantasmagórica, la teoría alucinógena, la teoría psiquiátrica y hasta la de la distorsión; como apuntas, todas ellas, solas o en conjunto, podrían valer para explicar la creencia en esta procesión de muertos que vaga por los caminos de cada parroquia en la noche oscura. ¿Cómo de complejo ha sido armar el rompecabezas sin privilegiar ninguna de esas visiones y, a la vez, sin caer en el sensacionalismo ni justificar el fenómeno tirando de sugestión o ignorancia?
—Fue complejo, porque, en un principio, esbocé varias teorías más, y fui profundizando en cada una con expertos y personas que pudieran contarme cosas al respecto. Muchas de esas teorías fueron muriendo, bien porque no tenían recorrido, bien porque simplemente justificaban la posibilidad de que viesen a la Santa Compaña solo en cierta zona de Galicia, pero no en toda, y yo buscaba algo…
—…menos endémico, menos de nicho.
—Claro, porque estamos hablando de algo que se cuenta tanto en las islas como en las montañas. Por eso no me valía una teoría que solo demostrase por qué en la zona de Ribadeo, en el año tal, se vieron unas luces… Yo tengo una pared con todas las entrevistas que he ido haciendo, y empecé a montar un esquema por temática, a partir del que fue cogiendo forma el documental. La edición me llevó mucho, pese a que en el vídeo, de algunos entrevistados solo aparezcan dos minutos o minuto y pico, correspondientes con la frase que mejor me cuadraba, pero tengo grabada, a lo mejor, una hora con esa persona. Y desde luego, nunca se me ocurrió relacionar el fenómeno con la ignorancia. Es más, yo creo que forma parte de un modo de vivir de antes, de quien estaba más cerca de la naturaleza, en contacto con los bosques, con la noche, las nieblas, los fríos…
—…el miedo al lobo…
—Exacto, los miedos… las almas del purgatorio por las que había que rezar… todo ese imaginario representaba una forma de vivir, pero no creo que por ese motivo esas personas fuesen más incultas de lo que somos ahora. También nosotros creemos ahora en muchas cosas que dentro de un tiempo provocarán risa… y quizá también era una época más «limpia», porque ellos no tenían influencias de revistas temáticas ni nada similar. Lo describían tal y como creían estar viéndolo. Tenían otros influjos, claro, como el religioso, pero no estaban tan influenciados por un ideario globalizado, como sucede con el tema de los ovnis y el platillo volante, que fue mencionado en una revista en un momento dado, y a partir de ahí todo el mundo los veía. Esta gente de los años veinte o treinta, en cambio, no compartía esas ideas. Entonces, los suyos me parecen relatos muy puros, muy sinceros y, en muchos casos, muy íntimos, porque les afectan. Desde luego, no se ríen de este tema ni te lo cuentan como un fenómeno de Cuarto Milenio. Era gracioso porque alguno te decía: «Sí, hay gente que cuenta cosas por ahí, pero esas son mentira; yo sí que la vi».
—Otra posibilidad, claro, sería la de la «realidad daimónica» o no literal, donde lo fantástico convive con lo tangible como si tal cosa; vamos, que no hay realidades paralelas que se influyan mutuamente —permíteme la licencia: como en un Stranger Things y su «Mundo del Revés»—, sino que ambos planos, el de los vivos y el de los muertos están inextricablemente unidos. ¿Por qué nos da tanta vergüenza abrir la puerta a lo paranormal? ¿Por qué no admitimos que podría haber algo más allá de lo que vemos con nuestros propios ojos?
—Vivimos en una sociedad dominada por la razón, por lo demostrable científicamente, y digamos que todo lo que escape de nuestro conocimiento actual es ridiculizable.
—Aunque sean experiencias «reales», es decir, experiencias que ellos han vivido, ¿no?
—Pues sí, lo curioso es que en el documental, ya ves, sale un juez, un comisario, psiquiatras, sacerdotes… y cuando charlas con ellos, te das cuenta de que todos han tenido relación con este fenómeno, si no directamente, sí de forma paralela, pero no lo niegan. No se trata de ponerse esotérico ni nada similar: somos muy burros ahora mismo, y dentro de cien años se pensará que somos analfabetos. Si la ciencia misma no se niega a aceptar el desarrollo, ¿porque nosotros sí negamos que puedan existir fenómenos que ahora mismo no entendemos? Precisamente, creo que lo analfabeto es lo contrario, cerrarse a la existencia de cosas que alguna explicación tendrán, pero que ahora no se puede negar. Lo que hay que hacer es estudiarlas, que es un poco lo que he intentado en el documental. Acercarse con respeto.
—Y ya que hablamos de lo no tangible, de lo que apenas se puede explicar con palabras, cercado en todo el mundo por el avance imparable del materialismo más literal, por un culto cuasipornográfico a la imagen, a lo visual, al color… ¿piensas que caminamos hacia un escenario donde todo lo que no se pueda delimitar, empaquetar, y, en suma, consumir con facilidad, está condenado a extinguirse? ¿O, por el contrario, siempre habrá espacio en la experiencia humana para lo inasible, para lo misterioso?
—La sociedad actual es muy consumista, y lo que se valora es lo que tienes, lo que palpas, lo que coges, pero también estamos viendo que estamos llegando a un límite de saturación. Hay gente que busca la respuesta en lugares equivocados, como sectas, etc… pero porque, al fin y al cabo, el ser humano necesita responderse preguntas que la ciencia no puede contestar. Por eso creo que en el futuro nos abriremos de nuevo a intentar entender esto. Aunque también es cierto que en este mundillo caben una gran cantidad de farsantes. Lo que está claro es que, en cierto modo, se quiere que se crea que no te vas a morir nunca, para que consumas, pagues un piso, un coche, una hipoteca… y si pensásemos más en que la vida es un instante, como menciona uno de los curas que entrevisto, que puedes morir mañana de un accidente, viviríamos de otra forma… y eso al capitalismo no le interesa. En resumen, por eso se ridiculizan todos estos temas como si fueran «frikadas» graciosas que no son reales. Y creo que es un error negarnos a investigarlo; ya digo, que no tiene por qué ser demoníaco ni fantasmal, sino solo que la ciencia todavía no tiene explicación. En el documental me ceñí a escuchar a gente normal y corriente que me cuenta fenómenos, y que quizá no habla más porque no quieren que se rían de ellos.
—En conexión con lo anterior, tecnologías como la inteligencia artificial generativa ¿pueden llegar a afectar al pensamiento simbólico, a la capacidad de abstracción precisa para «ver más allá»?
—Es un tema del que no controlo mucho, pero no deja de ser algo creado por el hombre para su uso: la inteligencia artificial está diseñada para el concepto que tenemos hoy de ser humano, así que está dirigida a lo que se le indique, no piensa por sí misma. Y evidentemente, no se orienta a la comprensión o investigación de fenómenos que no puede controlar. Es matemática, es física, por lo que, si no tiene datos no puede resolver nada. Nunca va a dar respuesta a todo lo relacionado con el alma, el espíritu o aquellos fenómenos que no entendamos, porque no tiene manera de abordarlos. No es más que una prolongación de nuestro ego.
—Como sucede con ciertas corrientes ufológicas, podría argumentarse que los creepypastas, esa suerte de leyendas urbanas surgidas al calor de internet y propias de una sociedad mucho más atomizada, no son sino nuevas respuestas para las mismas viejas preguntas, sean las Backrooms, el Slender Man o el Ayuwoki. ¿Crees que, en efecto, el imaginario colectivo va actualizándose según el contexto cultural?
—Sí, sí, lo tengo clarísimo. Para la gente de los pueblos en su momento, la Santa Compaña era tan natural como para muchos son los ovnis hoy en día. Muchos creen ciegamente en ellos, los hay que incluso piensan que hay alienígenas viviendo entre nosotros. Cada época ha ido dando forma a sus dudas sobre esos fenómenos inexplicables; antes serían los dioses quienes nos castigaban con lluvias y eclipses, luego serían los espíritus benignos o malignos… Durante la investigación, por ejemplo, descubrí que antes de los años cuarenta no existía el fenómeno ovni, que hoy damos tan por hecho. Y es que, hasta que nos dimos cuenta de que podíamos viajar al espacio, no empezamos a pensar que otros podían venir a nuestro planeta. Porque de esto ya se hablaba unas décadas antes de que llegásemos a la luna. Aquí tengo que darle la razón a José Antonio Caravaca y su teoría de la distorsión: cada cultura nombra de una forma distinta lo que no entiende, incluso si son fenómenos similares… puede que nuestra Santa Compaña para otros sea el yeti, o vete tú a saber.
—Alfonso Zarauza menciona que a la Santa Compaña le ocurre como a las luciérnagas o a la religión: necesita de oscuridad para brillar. Y, aunque más relacionada con la estética, me recuerda a la reflexión de Junichiro Tanizaki en Elogio de la sombra acerca de la obsesión de Occidente con la luz y la blancura, que impide la belleza del claroscuro, de lo velado. ¿Por qué cerramos los ojos a cuanto de grotesco, negativo o inexplicable nos plantea la vida? ¿Preferimos vivir en la ignorancia?
—El mismo hecho de darle un enfoque negativo, oculto o de terror a un fenómeno que podría ser totalmente natural puede que se deba a que no se quiere que la gente profundice en ello: meter miedo con la muerte, que era un poco lo que hacían los sacerdotes de los años cuarenta y cincuenta, asustarte para que no hagas lo que no debes. Como dice Zarauza, las religiones o la Santa Compaña necesitan de oscuridad, pero porque en la oscuridad nos perdemos todos, y cualquier luz vale como referencia. Una noche, cuando grababa el documental, dejé el coche aparcado, mi mujer se quedó esperando dentro, y yo me metí en el bosque (un bosque sin farolas ni casas), a caminar, con la cámara encendida para generar recursos, y cuando te encuentras solo frente a la naturaleza notas que los estímulos se multiplican por diez: los sonidos, los olores, la vista… De repente vives en una realidad que parece paralela, alejado de coches, neones y edificios. Ahí te das cuenta de que el ser humano, en ese proceso de domesticación, ha perdido el contacto con la naturaleza, y quizás estos fenómenos tienen mucho que ver con esto. ¿Cómo es la percepción de alguien que ve las estrellas todas las noches y de alguien que no las ve nunca? Porque en la ciudad no se ven, y eso determina tu perspectiva.
—Incluso tu lugar en el mundo; la ciudad está diseñada específicamente para el ser humano, a su medida, pero fuera de ella…
—Exacto, dentro de lo urbano vives en una suerte de cúpula donde eres tú quien manda. Y nosotros podemos razonarlo porque tenemos un bagaje intelectual, pero un niño crece en una ciudad y no sabe lo que es una gallina, para él las estrellas son algo que sale en los documentales… Así que tú, gañán que ni siquiera ve las estrellas, ¿por qué niegas que alguien en el campo diga que ha visto unas entidades? ¿Y qué sé yo? Pues a lo mejor sí…
—Si hablamos de «cultura de la muerte», puede que lo primero que se nos venga a la cabeza sea México y sus festividades de difuntos, pero pasamos por alto que incluso George A. Romero, de orígenes gallegos, se inspiró en la Compaña para dirigir su legendaria Noche de los muertos vivientes. Y así, en una carambola del destino, un fenómeno tan de aquí, tan nuestro, ha terminado ejerciendo influencia sobre franquicias de éxito internacional como The Walking Dead. ¿Qué tiene Galicia como caldo de cultivo para lo extraño que no puede hallarse en otros lugares?
—Así es, Romero tenía ese runrún de los muertos que caminan por el hecho de tener orígenes gallegos, y es que Galicia cuenta con unas características sociológicas muy especiales: estuvo aislada durante muchos siglos, separada por las montañas; que ya con autopistas cuesta llegar hoy, pues imagínate antes… Por sus características geográficas, Galicia desarrolló una entidad, una lengua y una forma de ser propias. Además, los pueblos allí están muy dispersos, muy separados unos de otros, y eso genera mitos que perduran mucho tiempo; más que no haber una evolución, no hay una colonización por parte de otras culturas. Claro que leyendas parecidas a la Santa Compaña se han registrado en Castilla y León, en Asturias, etc, porque es un fenómeno germánico, que vino con los suevos, y que se desarrolló para dar una explicación a algo. Pero en Galicia ha resistido más que en otros lugares por eso, porque siempre ha sido un lugar muy aislado. Y tú te vas a ciertos pueblos de Lugo, por los que anduve para grabar el documental, pistas por las que no hay una farola, y llegas a un pueblo donde, claro, hoy sí, hay televisión y móviles, pero hace cuarenta años… Así que uno de los motivos por los que hice el documental es porque percibo que esa gente se está muriendo. Dentro de diez años no quedará nadie que haya visto a la Santa Compaña. Por eso me lo he tomado también como un homenaje a una cultura que va a desaparecer.
—La pandemia puso sobre la mesa una vuelta «ecobeatífica» a lo rural que, siendo sinceros, no se ha producido. De hacerlo, ¿qué papel crees que jugarían fenómenos como la Santa Compaña?
—Quién ahora se va desde la ciudad al campo lo hace llevándose la ciudad consigo, no va a convivir con lo rural como tal. Se construyen su finca muy iluminada (que, de nuevo, no les deja ver las estrellas), instalan su televisión, su internet… y su vida es del chalet al coche para ir a la ciudad. Respirarán el aire libre del campo, pero poco más. No se trata tampoco de demonizar a nadie; la sociedad evoluciona, a veces mejor, a veces peor, y en esa evolución hay cosas que desaparecen. Claro que me da pena que los jóvenes de hoy sepan quién es el payaso de Terrifier o Freddy Krueger, pero no sepan lo que es la Santa Compaña. En el fondo, la colonización cultural nos hace menos especiales y arrasa con todo. Hace unos años, cuando fui a Corea del Sur durante la promoción de O Apóstolo, me sorprendió y me dio muchísima pena encontrarme con que parecía un escaparate, con reconstrucciones de palacios coreanos, y la cultura de la gente joven era totalmente yanqui: gorras de béisbol, McDonald’s, Burger King…
—Por cierto, ¿qué podemos aprender del muerto viviente, si es que hay algo? ¿Por qué esa fijación de la ficción de las últimas décadas con el arquetipo del zombi? ¿Es un mero antagonista o simboliza algo más profundo?
—Personalmente, y eso que soy un gran fan del cine de terror, es decir, que lo veo y lo consumo, creo que tiene que ver con ese… no sé si llamarlo «plan estructural» de tomarnos la muerte como una farsa. Vamos a reírnos de ella, a ridiculizarla… pero luego sucede que muere tu madre, la llevan a un tanatorio, la tapan, tú no la ves… y sin embargo, en el cine, ahí están los muertos que caminan. No te ves representado en el zombi, sino en el héroe con la escopeta… y eso que algún día tú serás el zombi, porque morirás; lo segundo, en cambio, lo más seguro es que no lo seas nunca. En mi casa, por ejemplo, había tradición de velar a los muertos, y recuerdo que cuando mi abuela falleció, yo la tuve en la habitación de al lado durante dos días. Muerta. Pero no me dio mal rollo ni nada similar. La veía y me daba pena, tristeza… pero no miedo, porque ella me quería, no me habría hecho nada. Así que vivo la muerte con cierta cercanía. Me gusta tener esa sensación, me tranquiliza.
—¿Cuál ha sido la mayor dificultad a la que te has enfrentado en estos diez años tras los pasos de algo tan conocido —y a la vez tan escurridizo— como la Santa Compaña?
—Dificultades como tal, ninguna. Para mí ha sido una diversión, lo he pasado de miedo: caminar por los pueblos, conocer gente… y como lo he rodado sin prisa, porque no había una productora detrás pidiéndomelo para el día siguiente, el documental fue cogiendo forma a su ritmo. Lo único, quizás, el hecho de que hay mucha gente a la que entrevisté que no quiso salir, o que ni siquiera me dejaba grabar audio. De hecho, yo grababa con una cámara pequeñita, con sus limitaciones técnicas, porque había personas que si veían una cámara grande se acabó, se quedaban callados, paralizados. Y es una pena. Porque uno de mis planes principales era recopilar todos los testimonios posibles y juntarlos en un solo archivo, porque sé que dentro de unos años será algo muy valioso. Una de las colaboradoras del documental, Ana Isabel Filgueiras, que es antropóloga y arqueóloga, cuenta con más de doscientos testimonios, y tengo la ilusión de que, si algún día hay permiso de los familiares, podamos acceder a ellos, puedan verse, siempre que se trate con respeto. Fue ella también quien me contó que el hecho de caminar junto a estas personas mayores, por los bosques, mientras te cuentan su experiencia… te abre a otro tipo de percepciones, más relacionadas con esa conexión con la naturaleza de la que hablábamos.
—En el documental te vemos mochila a la espalda, haciendo camino y hablando con los vecinos de aquí y de allá; y quien también haya visto O Apóstolo confirmará tu querencia por el cine artesanal, construido con mimo, ensuciándose las manos. ¿Sigue mereciendo la pena esta forma de enfocar el trabajo creativo?
—Totalmente. Claro que me hubiera gustado que O Apóstolo hubiera sido un éxito en su día… pero para poder seguir rodando películas a mi gusto, y con los medios que yo quisiera. Pero vamos, que igual que si tienes una bicicleta y no es la de Miguel Indurain no dejas de montar en bicicleta por eso, yo sigo grabando con los medios que puedo. Gasto todo lo que está en mi mano para tener los mejores medios, pero lo que yo disfruto es con el contacto con la gente. Hago proyectos más pequeños porque no tengo otra posibilidad, pero siempre con mucho cariño, poniendo lo mejor, porque lo paso bien, y por respeto a la gente que sale o participa en el documental. En O Apostolo, por ejemplo, podríamos haber hecho algo mucho más rápido y pequeño… pero cada piedra de cada casa está hecha manualmente, y sí, es un trabajo tremendo. Pero es que lo pasamos pipa.
—Decía Wittgenstein —o, si nos ponemos menos finos, Carmiña Vacaloura— que «de lo que no se puede hablar, lo mejor es siempre callar», pero hasta donde quieras contar, y si te apetece hacerlo, claro, ¿qué diferencia hay entre el Fernando de hace doce años y el de ahora? ¿Conservas las mismas ganas de hacer cine?
—De hecho, tengo más ganas que antes. Uso mis propios recursos, paso el fin de semana rodando fuera… He ganado en valorar lo esencial y desechar el resto. O Apóstolo me brindó la posibilidad de ir a Moscú, a Corea, a Japón… es decir, recorrí medio mundo. Ahí cubrí mi momento de ego, de ir a festivales y demás; fuera, sobre todo, más que en España. Luego pasó lo que pasó con la película, y sí, me jodió personalmente. Pero gracias a eso he ganado en madurez. Me gusta estar en contacto con las personas, lo artesanal, el cariño, el cine… y ya no me importan tanto los premios, que si vienen, genial. Pero ya no me quitan el sueño.
—¿Puedo preguntarte con qué estás ahora mismo? ¿Algún proyecto en marcha del que puedas adelantarnos un titular?
—Siempre estoy metido en proyectos, escribo mucho. Por ejemplo, estoy escribiendo una película de ficción, también sobre la Santa Compaña, para completar la trilogía sobre el tema: película de animación, documental y película de imagen real (en la que también saldrá Carlos Blanco). Y con ese guion estoy ahora, aunque es un proyecto a medio plazo. Aparte, estamos también con SHKID, que será una coproducción entre varios países, y donde el desarrollo de personajes, el storyboard y parte de la animática están ya hechos, y solo falta cerrar la financiación, así que en cuanto la logremos saldrá adelante. Y, por otro lado, estoy con un nuevo documental, que ando rodando ahora y que surgió a partir de este; se llamará Memento mori, tratará sobre lo que ocurre tras la muerte, y contará con la colaboración de especialistas como el doctor Segarra Sans, Anabela Cardoso… Me interesa reunir todos los puntos posibles sobre el tema. Escuchar y grabar, aunque sin dar mi opinión personal.
—De las maldiciones… ¿también se sale?
—Bueno, no creo en las maldiciones. Sí es verdad que O Apóstolo se vio afectado por una serie de… sucesos negativos, pero creo que más relacionados con que éramos gente joven, que veníamos del audiovisual con ilusión… y nos metimos en un mundo de tiburones, de cabrones, y nos jodieron vivos, básicamente. La maldición es la excusa que uso en el documental, pero todo lo malo que nos ocurrió tiene su origen en alguien. Entonces: ¿se sale de las maldiciones? Sí, supongo que sí.
¿A dónde va la mente de la gente cuando duerme? ¿Y cuándo sueña? ¿Y cuándo sueña con la muerte? ¿Y si se juntan, de todo el mundo, soñando lo mismo?
Pero hay una forma de enlazar con ellos sin ser brujería y, en determinadas condiciones de la noche, verlos. Lo primero el laurel: al anochecer hay que meterse en el bolsillo derecho del pantalón una hoja de laurel, mejor fresca y olorosa que seca, y Galicia es rica en él. Después la miel, algo tan naturalmente dulce -la miel no artesanal conquista fracasos- atrapa (no me pregunten por qué) la mente de los soñadores obituarios, aquellos que desean morir por algún motivo (apatía, insatisfacción vital, muerte de alguien esencial en su vida, etc) pero aún no lo saben en el plano consciente; todos ellos al juntarse y soñarse acompañados forman la comitiva. También son esenciales las lágrimas sinceras y emocionadas, tal vez por una katarsis reciente al presenciar a alguien o algo o vivir una situación emocionante y, tal vez, dolorosa. Y el aparente silencio: a la comitiva tal vez la veas, pero seguramente la oirás y ello es condición imprescindible y previa para verla. Empieza con un murmullo, como un rumor de grillos, como un pasar las uñas por un papel de lija de medio grano. Luego un ruido como un flameo de una bandera en un día viento; y por fin un zumbido -zum, zum, zum, zum…- inquitietante, progresivo y opresivo, parecido al latido de un corazón acelerado y aceleràndose poco a poco. Y después, de repente, el silencio, profundo, duradero, dramático por su persistencia absoluta; hasta que una melodía queda, como un canto lejano y difuso, gutural y desordenado nos envuelve e impregna. Y luego, por fin, aparecen las luces, como las «mariposas» en aceite del día de los difuntos, móviles, titilantes, a lo lejos. Con una luz gélida de algo que tal vez ya no desea despertar ni seguir en este mundo, unida al horizonte infinito donde la ves desapareciendo poco a poco.
Y ahí acabó mi experiencia. No sentí miedo, pero si un frío enorme, doloroso, en pies y manos. ¿Lo vi, lo soñé? Ni idea, pero cada vez que escucho la expresión «la vida es sueño» rememoro la experiencia como si acabase de ocurrir. Hace diecisiete años. En un pazo aislado rodeado de bosque en Pontevedra. Al año siguiente mi querida primera esposa falleció, casi de un día para otro. En su tumba mande que esculpieran un verso adaptado de García Lorca (del libro poeta en Nueva York): «Porque duermes en mi estás dormida».