El telespañolito medio supo de la existencia de Fernando Costilla (Madrid, 1971) en la infancia del siglo XXI, cuando éste narraba las leches que se pegaba el Chino Cudeiro en Humor amarillo o las “bombas” de Dave Batista en el WWE. Su palabra, tanto escrita como locutada, germinó en el Pecado original de Telecinco, se consagró en los formatos ya mencionados y continuó su curso en El Mundo Today y en diferentes programas de Disney Channel. Se acaba de convertir en novelista publicando Eliminados (Alianza Editorial, 2021), una obra en la que cuenta las vidas entrelazadas de Javi, Rocío, Charli y Toño, cuatro amigos que, pese al paso del tiempo, a los distanciamientos y, en definitiva, a los diferentes cambios de sus respectivas vidas, mantienen la promesa de ver juntos los partidos de España durante los Mundiales de Fútbol.
—Señor Costilla, ¿cómo se pasa de estudiar el Artículo 20 de la Constitución a comentar combates del Rey Misterio o del Enterrador?
—Es un gran misterio, incluso para mí mismo. Cuando escuchas a alguien decir en una entrevista “nunca pensé”, yo decía: “No, o sea: todos, más o menos, nos encaminamos hacia un sitio. Y luego puedes caer a un lado o a otro”. Pues yo, de verdad, jamás pensé que iba a terminar retransmitiendo la lucha libre. Fue por un montón de azares y casualidades. Yo soy guionista. Es, digamos, mi primera profesión. Fui a un programa que se llamaba Pecado original, que emitía Telecinco y no tenía locutores. Entonces, a los guionistas nos dijeron: “¿Por qué no locutáis vuestras piezas?”. Al principio me negué; luego, un día, vi a Paco Bravo, el que después fue mi compañero en Humor amarillo, locutando y dije: “Ah, pues voy a locutar yo también”. Un par de años después, salió la oportunidad de hacer Humor amarillo para Cuatro. Y por otro rebote: Cuatro quería emitir el original de Telecinco y no pudo porque los derechos, por un lado, los había recuperado Takeshi Kitano, y por otro, Telecinco no quería vender en ese momento derechos de un programa suyo a otra cadena. Por eso decidieron volver a comprar el programa y volverlo a hacer. Buscaron a gente que hiciera el guion y locutara, y ahí nos pillaron a Paco y a mí. Como el programa tuvo éxito, dijeron: “Pues vamos a hacer lo mismo con la lucha libre”. Entonces llamaron a Héctor del Mar. Héctor del Mar dijo: “¿Cuándo voy?” (risas). Llamaron a otro compañero, a José Luis Ibáñez, pero en ese momento estaba trabajando en Barcelona, escribiendo novelas. Entonces dijeron: “Pues que lo haga uno de Humor amarillo”. Y de repente, me encontré en una reunión con la gente de Cuatro diciéndome: “Vas a hacer el Pressing Catch con Héctor del Mar”.
—Haciendo honor al nombre de su libro, ¿esos formatos televisivos han quedado hoy “eliminados”, o, al menos, relegados?
—Es verdad que responden a una época muy concreta y a un momento muy concreto de la tele y de la cultura en general. El Pressing Catch de los noventa, el primero que vimos aquí en España, que era de muchos más disfraces, no se ha vuelto a repetir. Es muy distinto al que se hace ahora. Y Humor amarillo… (Piensa) Vamos, yo creo que ahora no se puede hacer porque te hunden a demandas (risas): en uno de los programas, pusimos al final unos títulos de crédito diciendo: “Al final de la primera temporada, esta es la lista de accidentes que hubo: 56 abrasiones, no sé cuántas fracturas, 200 contusiones, desmayos…”. La gente decía: “¡Qué graciosos!”. Y nosotros: “No, no, era auténtico”. Eso, ahora, en la televisión es implanteable, totalmente implanteable. Un programa tan al límite como aquel.
—¿Cómo de diferente escribe el Fernando Costilla guionista del Fernando Costilla novelista?
—En ambos casos parto de imágenes y de palabras. Necesito visualizar mucho la escena, tanto cuando escribo el guion como cuando escribo narrativa. En la narrativa me dejo llevar mucho por la palabra. Empiezo a poner palabras y miro a ver hacia dónde me conducen. En ambos casos necesito mucho visualizar, estar en la escena. Es en el humor donde el Fernando escritor y el Fernando guionista se encuentran. Casi todo el guion que he escrito en televisión es para programa, no es ficción, y siempre he tirado mucho de humor.
—Eliminados tiene su origen en una reflexión más o menos trascendental que usted hizo cuando Tassoti le dio el codazo a nuestro actual seleccionador nacional.
—Sentí rabia y frustración no sólo porque nos habían eliminado: también por la forma en que nos habían eliminado, totalmente injusta, en el Mundial de EEUU. De repente dije: “Ahora tenemos que esperar cuatro años para volver a cero, al mismo punto donde estábamos”. Y pensé: “Aquí hay una historia magnífica”. Me encantan las historias que tienen saltos de tiempo, que no son lineales. Entonces dije: “Qué historia tan chula sería la de contar la vida de una serie de personajes a lo largo del tiempo, con saltos cada cuatro años”. Al final no tenía claro que fuera el tema de la eliminación de España, pero ahí está el germen de la novela. En ese momento estaba con la carrera a rastras, no tenía pareja… Era un momento de mi vida en el que no sabía adónde iba, y me preguntaba: “Dentro de cuatro años, cuando juegue España en otro Mundial, ¿dónde estaré? ¿Tendré novia? ¿Me habré ido de casa de mis padres? ¿Habré terminado la carrera?”. Me pareció muy interesante la idea. Cuatro años es mucho tiempo pero, a la vez, es un soplo. Pestañeas y han pasado cuatro años.
—Eliminados no es una novela sobre fútbol. El fútbol es una mera percha.
—El fútbol es el McGuffin. Una de las cuestiones que hace que la lectura del libro, de los primeros capítulos, requiera participación del lector, y una participación bastante activa… (Piensa) En cada año del Mundial el protagonista es un personaje. Al principio, hasta que salen los cuatro personajes, la narración requiere mucho del lector, que vaya rellenando huecos, colocando piezas en su sitio. En cada año, cada protagonista cuenta su vida en ese momento, pero los otros son personajes secundarios de esa historia. Fui personaje a personaje porque creo que nosotros fabricamos nuestra propia historia, pero también fabricamos las de los personajes de alrededor.
—El tiempo es un órgano vital de la novela. En una narración de diez días transcurren, ni más ni menos, que 32 años de la historia reciente de España. Por otro lado, las historias arrancan a una hora concreta, con un minuto concreto y un segundo concreto.
—Fíjate, hasta el último momento tuve dudas en si mantener ese reloj que está en cada capítulo, que va marcando hora, minuto y segundo. A lo mejor ralentiza la lectura, pero yo creo que asumes que está ahí, que lo absorbes. Me llegaron a decir: “Piensa en quitarlo. No te está añadiendo un gran valor”. Pero a mí me gustaba esa idea continua de “aparece el reloj, aparece el presente”. Esa forma de marcar que estos personajes viven en el presente. De hecho, la novela está escrita en presente todo el rato. Somos tiempo puro, estamos flotando en el reloj. Y quería reflejar ese instante en el que eres tú y tus circunstancias. Al principio se nota más: las preocupaciones de un niño de ocho años, cuando pasa a ser un preadolescente de doce, no tienen nada que ver, ¿no? Pero, de alguna manera, esa dinámica se mantiene con el paso de los años. Por eso esa presencia del reloj.
—Y cómo han cambiado las cosas. Por poner dos ejemplos: en 1978 el hermano de Javi, Julio, pregunta si son chinos o negros dos niños españoles… por no estar bautizados; en 1982 el padre de Rocío lee El País “sentado en el sillón, su sillón, los ojos se mueven por el periódico…”. Claro, eran los tiempos en que portar un periódico bajo el brazo era como lucir una seña de identidad…
—Mira: yo pensaba, cuando me puse a escribir, que en un año me iba a ventilar la novela. Y estuve cuatro años largos, casi cinco. Entre otros motivos, por este: lo que ha cambiado el mundo desde el año 78 al 2010 es impresionante. Y España en concreto. En el año 78 Franco sólo llevaba muerto tres años. En la televisión ves imágenes y programas del año 78, y te explota la cabeza. Pero es que ves los del año 82-83, cuando ganó el PSOE y TVE cambió totalmente, y dices: “¿Qué ha pasado para que esto cambie de una manera tan radical?”. Intenté que en la novela siempre hubiera esos detalles. Al principio de cada capítulo hay un pequeño prólogo que yo intentaba que tuviera que ver con el personaje, con el mundo del personaje. Lo que dices del periódico es verdad: antes te comprabas el periódico y era una declaración. El que leía El País era raro que leyera el ABC. Y recuerdo ver a mi padre y a mi abuelo estudiándose el periódico. A veces lo echo de menos. Me acuerdo mucho de lo que dice Millás, que es imposible leer el periódico en internet porque nunca tiene fin. Puedes acabar en La broma infinita de Foster Wallace, y dices: “Joder, empecé a leer el periódico a las diez de la mañana, y son las tres de la tarde”.
—La evolución de sus personajes, por cierto, no se puede entender sin la evolución de Madrid.
—Yo soy de Madrid y, claro, es lo que tengo más a mano. Era inevitable hablar de la ciudad: empezamos con los protagonistas siendo niños, y el punto de encuentro de los niños es la calle, el barrio, el colegio. Luego están los billares, el instituto, las tiendas de discos… La historia me llevaba a la calle. Me acuerdo, sobre todo, de que en el capítulo del Mundial de Italia, hay una escena en la que Toño va desde la Prosperidad hasta Carabanchel y claro, dije: “Toda esa zona es nueva relativamente”. Donde estaba la fábrica de Mahou, el Vicente Calderón… toda esa zona cambió mogollón. Además, cambió en ese momento, en esos años. Esa mutación de la ciudad me resultaba superinteresante para contar el propio deambular de los personajes.
—Otra ruta que se podría trazar en su novela es la sonora. Hay mucho pop, mucho rock&roll…
—Recuerdo tener siempre la radio puesta. Antes siempre estaba la radio puesta. Eso tenía una parte mala, que escuchabas cosas terribles, pero, de repente, también escuchabas cosas que no habrías escuchado nunca. Ahora, como vivimos en el mundo del logaritmo que te guía, ese picoteo ha desaparecido. Generacionalmente viene de los sesenta, pero las siguientes generaciones lo recogieron también: la música como forma de expresarte, de ver el mundo. La fuerza que tenían Bowie, Bruce Springsteen… son figuras que tienen muchísimo peso.
—Son seres casi legendarios.
—Son leyendas que te marcan un montón. Ahora eso está más diluido. Es curioso: ahora, que hay más posibilidades de escuchar más música, creo que escucho menos música que antes. Antes te comprabas un disco, te gastabas 2.000 pesetas, y tenías que escuchar ese disco hasta la muerte, aunque fuera horrible (risas). La primera vez que escuché el London Calling de The Clash dije: “Esto no es para tanto”. Lo que pasa es que hay que escucharlo más (risas) y, al final, dije: “Esto es la leche, es buenísimo”.
—Bowie aparece de forma intermitente en Eliminados. “Ashes to Ashes” no calza mal con el espíritu de su novela.
—Con “Ashes to Ashes” descubrí realmente a Bowie. Es una canción que me fascina. Bowie me venía muy bien para la novela, aparte de que me encanta, porque es muy mutante. Hay mil Bowies. Eso me venía muy bien para reflejar cómo han cambiado la vida, los tiempos y, sobre todo, los personajes. Luego, hay una canción que no sale en el libro, que sólo se menciona en un cartel, y es el tema de “Heroes”, esa estrofa de “podemos ser héroes, aunque sea sólo por un día”. Es la tesis de todo el libro: seamos héroes, aunque sea sólo por un día.
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