El manuscrito de aire es la cuarta entrega de las aventuras del pesquisidor Fernando de Rojas. Con ella se cierra la tetralogía de “los cuatro elementos”. Cronológicamente se ubica entre las dos primeras, El manuscrito de piedra y El manuscrito de nieve, y la publicada el pasado año, El manuscrito de fuego, si bien todas ellas pueden leerse de forma autónoma y sin importar el orden. A diferencia de las anteriores, que se situaban en Salamanca, esta tiene lugar en la isla de La Española, donde se encuentran actualmente la República Dominicana y Haití. La idea de enviar a Rojas al Nuevo Mundo surgió mientras escribía El manuscrito de piedra; de ahí que en su epílogo ya se anunciara que, en el futuro, su ayudante y mentor fray Antonio de Zamora recalaría en Santo Domingo en el tercer viaje de Colón. Una vez allí, era cuestión de tiempo que el dominico acabara reclamando la presencia de su amigo para hacer las pesquisas, en nombre del rey, de alguna matanza.
A través del caso que Rojas tiene que investigar, he intentado mostrar los primeros años de la conquista y colonización del Nuevo Mundo tras la llegada del almirante a la isla, la explotación y el maltrato al que fueron sometidos los taínos por parte de los españoles merced a las llamadas encomiendas, la labor de los frailes dominicos en defensa de estos y en contra de los encomenderos, la responsabilidad del rey y sus allegados en lo que allí sucedía, el encuentro o el encontronazo de dos culturas muy diferentes, la fascinación que debieron de sentir los recién llegados por una naturaleza tan extraña y exuberante y, por último, el nacimiento y desarrollo de la primera ciudad fundada por los españoles que llegaría hasta nuestros días. Y, entre los personajes históricos, cabe destacar al gobernador Diego de Colón y su esposa María Álvarez de Toledo, los dominicos fray Antón de Montesinos y fray Pedro de Córdoba, el entonces clérigo y antiguo encomendero Bartolomé de las Casas y los taínos Higuemota, la hija de Anacaona, y Enriquillo, el futuro impulsor de una revuelta contra los españoles.
Para escribir la novela, viajé dos veces a Santo Domingo durante el año 2018, con el fin de conocer los escenarios de primera mano, o lo que quedaba de ellos, así como recabar información sobre la isla y sus pobladores a comienzos del siglo XVI. La primera vez fui en pleno verano, invitado por la Fundación cultural del conocido empresario dominicano de origen español Pepín Corripio. Gracias a ello, pude recorrer varias veces la Ciudad Colonial, acompañado por el historiador Jorge Tena. Con él estuve también en la Academia de la Historia, consultando libros, documentos y mapas. Asimismo, visité a los escritores Marcio Veloz Maggiolo y Carlos Esteban Deive, que me acogieron en su casa y conversaron conmigo durante horas, a pesar de sus achaques.
La isla me cautivó de tal manera que volví a ella en otoño, acompañando al rector de la Universidad de Salamanca, Ricardo Rivero, para impartir una conferencia en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, con motivo de la firma de un convenio de doctorado entre las dos universidades. Gracias a la generosidad de la periodista de viajes Yaniris López, a la que conocí a través de Andrés Neuman, pude visitar algunos manglares, que tomé luego como referencia para mi novela. Mangle en taíno significa “árbol retorcido”. Los mangles crecen, por lo general, al borde del agua salobre, con la mitad sumergida y la otra mitad alzada en el aire, hasta alcanzar cierta altura, lo que explica que adopten formas extrañas.
Ese día Yaniris me presentó a la folclorista Xiomarita Pérez, que me abrió las puertas de su biblioteca y me invitó a degustar la comida criolla, en la que no faltaron las tortas de pan de yuca, que era el alimento básico del pueblo taíno, y alguna que otra bebida embriagante de origen ancestral. También de la mano de Yaniris visité el taller del artista Thimo Pimentel, gran conocedor de la cerámica y la cultura de los taínos, a los que él prefiere llamar arahuacos. Para poder seguir charlando, al día siguiente me invitó a desayunar con él, con su esposa y con Christian Martínez, director del Museo del Hombre Dominicano, que no pude ver por llevar tiempo cerrado. Fue un desayuno largo, divertido, copioso y, desde luego, muy productivo.
Antes de volver a España, el escritor José Alcántara me llevó a ver el Faro a Colón, un inmenso mausoleo dedicado al navegante con el que, para bien o para mal, empezó todo. También hicimos un recorrido por el caudaloso río Ozama, el inquietante escenario de una parte importante de mi novela, en la que he querido rendir homenaje a El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, y a la adaptación que de ella hizo Francis Ford Coppola en Apocalypse Now.
De Santo Domingo me vine en ambas ocasiones cargado de recuerdos, imágenes y libros, muchos libros; la mayoría eran regalos, el resto los compré en la librería Cuesta, donde pasé muchas horas de cacería bibliográfica. Mientras los leía en mi casa, durante las largas noches del invierno salmantino, o repasaba las crónicas, cartas y relaciones de fray Ramón Pané, Bartolomé de las Casas, Gonzalo Fernández de Oviedo y tantos otros; o consultaba algunas dudas por teléfono o e-mail con Frank Moya Pons, Manuel García Arévalo o Rafael García Bidó, no podía dejar de evocar las gentes y lugares de Quisqueya, que es como al parecer llamaban los taínos a la isla, esto es, «la madre de todas las tierras», el paraíso antes de convertirse en infierno. Así que no es de extrañar que Fernando de Rojas también se prendara de ella.
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Autor: Luis García Jambrina. Título: El manuscrito de aire. Editorial: Espasa. Venta: Amazon, Fnac y Casa del Libro
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