El mundillo literario español ha sido siempre muy aficionado a confundir la anécdota con la categoría. Ha ocurrido en todas las épocas de nuestra historia, y sigue ocurriendo en nuestros días. La estrategia del reduccionismo sigue siendo lo habitual en los parámetros de nuestros cráneos privilegiados, instalados hoy en la práctica del hojeo (u ojeo) y no en la de la lectura silenciosa y concienzuda. «Aquí pasó lo de siempre», dice Federico García Lorca en uno de sus muchos poemas memorables. Pasó lo de siempre una vez más a la hora de calibrar y poner en su justo sitio la dimensión intelectual y moral de una obra como la de Fernando Fernán- Gómez.
Su conocimiento de las leyes de la frontera lo tuvo ya en su infancia, tan dura como difícil. Y esto trae mucho trajín al pensamiento. En su autobiografía El tiempo amarillo, una de las mejores del siglo XX, nos cuenta cómo vivió mucho tiempo con su abuela en una habitación sin ventanas, a la luz de la bombilla. Y sobre esas condiciones materiales, y sobre otras peores, levantó un mundo donde el poder de las ideas lo alzó a su mejor triunfo. Ideas que lo hicieron transitar siempre por dimensiones universales, en cualquier escenario del mundo.
Fernando Fernán-Gómez pensó siempre en las ideas como hermanas de la libertad, y en las ideologías como madres de la esclavitud. Como director, como escritor, como actor, como guionista y como ciudadano ejerció siempre la libertad de conciencia, viniera luego el éxito o el fracaso. Quizá por eso manejó también la parresía, la griega y la judía, esa actitud que el sujeto adopta diciendo lo que piensa o siente (o las dos cosas), aunque sufra por ello un perjuicio.
Su independencia de criterio lo llevó a expresar en algunas de sus obras la podredumbre moral de las derechas y, en otras, la podredumbre moral de las izquierdas. En otras juntó también la podredumbre de los unos y la de los otros, la de los de arriba y la de los de abajo. En una ocasión le oí quejarse de cómo los ideales de la izquierda habían sido derrotados por el sentimiento práctico, sentimiento que no todas las personas tienen, decía él.
Muchas veces, cuando daba una opinión, remataba con la duda. Y citaba a Borges, cuando decía que esta era una de las formas de la inteligencia. Yo creo que pertenecía al mismo partido de Albert Camus. O sea: a los que no están seguros de tener razón.
Hay muchos Fernandos y, en todos ellos, hay uno de partida y otro de llegada. Algunos piensan que el Fernando que se afeitaba era distinto al que se dejaba barba. Algo de verdad hay en esto, pero no toda. Ya en Manicomio, su primera película como director, hay mucha metralla. Y no digamos en El mundo sigue, y en tantas de sus obras. Las hormas de la tradición, y las de la ruptura, le acompañaron de por vida, pero nunca fue tradicionalista. No creía en la tradición, sino en las tradiciones, y él escogió las suyas y las trajo a nuestro tiempo. Por poner un ejemplo: la picaresca moderna le pareció siempre mucho más miserable que la clásica.
Siempre se enfrentó a eso que se conoce como la hegemonía discursiva del poder. Le oí decir una vez una frase atribuida a Galileo y a otros muchos: «La verdad viene del tiempo, nunca de las autoridades». Como buen francotirador, como trapecista sin red, amó mucho todas esas grandes obras de la literatura española que se salen del tiesto, que rompen las costuras de lo establecido y cultivan la lógica de la subversión y hasta la lucidez de la locura, esas grandes creaciones alrededor del poder de las ideas, de lo popular y de lo culto: El Romancero, El Libro de Buen Amor, La Celestina, el Lazarillo, El Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz, el Quijote, y muchas, muchas más, a lo largo ya de más de mil años desde el nacimiento de nuestra lengua.
De Fernando Fernán-Gómez se ha dicho que tuvo, y tiene, difícil encaje en el mundo de la cultura y la intelectualidad de este país. Para los escritores era un cómico y para los cómicos era un intelectual. Era las dos cosas y era más, mucho más. Su mundo habitaba “en la ciudad sin límites”. Era una cosa y su contraria. Su obra tiene mucho de realidad y bastante de símbolo. Amaba las tertulias y amaba la soledad. Disfrutaba con los amigos y disfrutaba con la vida. Le molestaba la muerte porque ya no podría seguir aprendiendo. Ajeno a la moda, él también creía, como los antiguos, y como los modernos, que la vida de los hombres gira alrededor de unas cuantas ideas y de unas cuantas metáforas.
Reflexionó sobre la cultura y sobre la barbarie y, con frecuencia, las encontró abrazadas. En tiempos de espectáculo y postureo, Fernando optó siempre por la responsabilidad ante las palabras como la mejor manera de indagar en el misterio del mundo y de los individuos. Del laberinto de las palabras a veces nos sacan los diccionarios, pero del de las leyes, ¿quién nos saca del laberinto de las leyes?, se preguntó una vez en uno de sus artículos. Para definir a Fernando vienen muy bien aquellas palabras del poeta Joseph Brodsky referidas a otro poeta ruso: “Cuanto más clara es una voz, más disonante suena. No hay coro a quien le guste y su aislamiento estético adquiere dimensiones físicas”. O sea: al margen del escalafón.
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