Al novelista Fernando J. Múñez (Madrid, 1972) lo conocí en el mejor de los marcos imaginables: un palacio dieciochesco lleno de historias de amor, celos, amistad, superación y recetas inolvidables. Ese palacio se llamaba Castamar, y la protagonista de la historia, una inolvidable cocinera con una vida de novela, quedaron reflejados en un best seller que leí con pasión.
Ahora acaba de publicar su tercera novela, Antes se secará la tierra, en la que Fernando J. Múñez nos habla de cómo los lazos familiares pueden ser condena o bendición y nos sumerge en traiciones ancestrales, amores desgarrados y secretos inconfesables, todo ello en torno a un tema universal, la familia, pero sobre todo la tierra a la que pertenece la memoria de cada cual. Porque como dice el propio autor: “Cuando el corazón de la tierra late es imposible no escucharlo”.
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—¿Qué te ha llevado en el mundo digital a escribir una novela de heredad y tierras y familias al estilo inglés?
—Pues en esta novela me han influido muchas cosas. Primero, mi familia; la figura de mi abuela materna y todo ese ambiente de mi infancia que transcurrió en las tierras gallegas de Orense, que es donde está ambientada la novela; de hecho, el pueblo de la novela, Castro Navea, es un guiño a Navea, el pueblecito familiar de mi infancia enclavado en lo alto de un monte con una estrechísima carretera de acceso, de esas que cuando subías con el coche nadie podía bajar.
—El libro está dedicado a la Yeya, que es también un personaje.
—Efectivamente. El personaje ficticio de la Yeya se basa precisamente en esa mujer, en mi abuela, a cuya memoria dedico el libro y que ha sido una referencia en mi vida hasta el punto de sentir la necesidad, tras el vacío de su muerte, de transformarla en literatura. Ella venía del mundo rural, apenas sabía leer y escribir, pero te tendría que contar cómo era para que pudieras entenderlo.
—¿Cómo era tu abuela?
—Mira, aunque me brillen los ojos —Dios mío, todavía me emociono con su recuerdo— te lo cuento: ella se moriría si supiera que estoy hablando así en una entrevista pública —no soportaba ser el centro de atención— pero lo que más me gustaba era que jamás se podía discutir con ella, pues tenía una mezcla de bondad y cabezonería gallega tierna y comprensiva, con una sabiduría innata que hacía que en su presencia no se podía discutir. Era como un enorme estanque en calma.
—¿Qué te enseñó ella?
—Muchas cosas, pero destacaría por encima de todo una cierta forma de hacer las cosas: que la amabilidad abre muchas puertas; que el respeto a los demás es la forma más elegante de respetarse uno mismo; que la calma es contagiosa, y que el amor se transmite como una energía, no necesariamente con besos o expresiones externas.
—¿Tú crees que a ella le habría gustado esta novela?
—Le habría encantado porque hablo de su tierra, de Fitorio, Castro Navea, de su paisaje, de sus olores y sus sonidos. El que mis personajes estén tan atados a la tierra, a la heredad, eso a ella la conformaba, lo habría entendido. Y por supuesto, se habría reconocido en la Yeya, aunque creo que no lo habría llegado a reconocer en voz alta.
—Te vas al siglo XVIII en Castamar, a la Edad Media en 24 escalones, y ahora al siglo XIX. ¿Cómo lo decides?
—Pues no lo decido. Yo soy un escritor de brújula y a mí realmente me capturan los personajes antes que la historia y que cualquier otra cosa. Y luego está lo seductor del XIX, que es el gran siglo literario de las familias.
—¿Qué tiene de novelable la familia?
—¡Todo! La familia es un universo completo y complejo. Lo que ocurre dentro de una familia y entre los individuos que la componen hace que ni siquiera los que nos dedicamos a escribir seamos conscientes del peso literario de nuestra familia hasta que llegamos a cierta edad. Se necesita madurez y alcanzar la distancia idónea para poder reconstruir una memoria familiar.
—¿Cómo surge tu pasión por la literatura?
—Pues precisamente yo vengo de una familia sin libros; de hecho, el único que estudió una carrera universitaria fui yo. Tenía, eso sí, una imaginación tremenda y me gustaba mucho escribir. Era curioso e inquieto, y desfogaba todo eso escribiendo relatos para mis padres y mis hermanas. Era como un juego. Pero los libros vendrán relativamente tarde: en el colegio un profesor de literatura me dio un libro de Barco de Vapor, El rey de Katorén, un libro desconocido, no un gran libro en absoluto, pero este libro me volvió loco. Y abrió, inevitablemente la puerta a otros libros, a leer sin parar, empezando, como muchos de nuestra generación, por El Señor de los Anillos, claro. Desde entonces no he dejado de leer ni de jugar.
—¿Es escribir para ti todavía un juego?
—Absolutamente. Para mí la literatura es un juego. Homo ludens ludenti. Pero a eso únele la influencia que el cine ha tenido en mi vida, porque mi padre era ayudante de producción, sobre todo de spots publicitarios, y yo lo acompañaba innumerables veces en sus viajes de trabajo por el mundo, porque me fascinaba. Con el tiempo las lecturas, mi imaginación y ese mundo de la puesta en escena, de la construcción artificial de mundos, determinaron mi mirada e, inevitablemente, mi forma de escribir.
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