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Fernando Sánchez Dragó, en vida

Me levanto temprano con la idea, con la necesidad, de escribir un artículo sobre Fernando Sánchez Dragó. Ayer conocimos la noticia de su muerte y aunque este texto se publicará dentro de unos días, he preferido escribirlo enseguida, por esa necesidad de la que hablo.

Se me agolpan los recuerdos que tengo de él. Son muchos y muchos años, y bastante contacto que tuve con él. En mi experiencia fue un hombre afable, cercano, cariñoso y generoso. Fue muy polémico y como otros grandes famosos que conozco, escritores o no, muy amado por unos, adorado diría yo, y no tanto por otros. Quizá ése sea resultado de que te conozca mucha gente, muchísima gente, que todos tienen una opinión, un sentimiento de ti, y que no todos, ni mucho menos, pueden ser buenos.

El primer libro que compré y leí suyo fue La prueba del laberinto, con el que ganó el Premio Planeta en 1992. Él no lo valoraba demasiado, o eso decía, pero a mí siempre me gustó este libro, sin considerarlo entre sus mejores obras, como Gárgoris y Habidis y Muertes paralelas. Me acuerdo que por esas fechas yo lo veía en el programa de televisión de Jesús Hermida, y admiraba como tantos su elocuencia, su forma de argumentar, su verbo ágil, rico, culto. Me acuerdo que un día, una tarde, yo debía de tener 17 o 18 años, estaba con mi novia tomando algo en un bar de Plaza de España y lo vi pasar por la puerta. Salí corriendo y lo paré, lo saludé, le dije que había comprado su libro de La prueba del laberinto. Él me dijo que vivía cerca de allí. Luego supe que no le gustaban esos encuentros en que lo paraba la gente por la calle, que lo llevaba muy mal.

"A Fernando yo creo que le ocurrían cosas dignas de él, sucesos novelescos"

Tengo muchas anécdotas porque le hice muchas entrevistas y escribí muchos artículos sobre él. Recientemente lo llamaba por teléfono y hablábamos, yo le preguntaba por algún tema que me interesaba, algún tema que me daba pie para escribir un artículo y en el que lo citaba. Luego él tenía la generosidad de tuitearlo en su Twitter, con lo que el artículo tenía mucha difusión y lo leía mucha más gente. Me acuerdo en este sentido los artículos que escribí sobre Baroja, sobre el don de la escritura o, el último, hace unos días, sobre los libros subrayados.

Teníamos amigos comunes, como Javier Redondo Jordán o Alberto Vázquez-Figueroa, pero sobre todo mi coach Carmen Giménez-Cuenca, con el que a menudo hablaba sobre él. Ambos lo queríamos mucho y le teníamos una gran admiración.

Recuerdo que me lo encontré en un viaje que hice a Egipto, a El Cairo, un viaje en el que él se perdió una noche, porque a Fernando yo creo que le ocurrían cosas dignas de él, sucesos novelescos. Él mismo era su propio personaje, él mismo era su propia novela, y por eso tal vez le interesaba tanto el género de la egografía, el que más le gustaba y practicaba.

Cuando publiqué mi biografía sobre Pedro J. Ramírez, Pedro J. Tinta en las venas, me  llevó a su programa de Telemadrid Las noches blancas, y para mí fue un sueño participar en él, ser entrevistado por Fernando Sánchez Dragó, del que tantos programas de Negro sobre blanco, tantísimos, yo había visto, en noches de literatura y pasión.

"Un gran vocacional de la escritura que siempre que podía tenía un libro entre las manos, para leerlo, para comentarlo, para escribirlo"

Hace unos días me decía que para él todo lo que había hecho, salvo los libros, era anecdótico, que lo que realmente valoraba era los libros. Y me contaba que quería escribir un libro sobre el Apocalipsis, un libro relacionado con la Pandemia del que tenía muchísima documentación y para el que había hecho viajes, como a la isla de Padmos, la isla de San Juan… si no me equivoco. Yo lo animaba a escribirlo, y él me decía que tenía demasiados años: “Son demasiados años, Eduardo…. demasiados años.”

Ese libro no lo pudo escribir, pero escribió muchos otros. Nos los ha dejado para que los disfrutemos una y otra vez, como pasa con los clásicos. Últimamente se me quejaba de que no se le leía. Me preguntaba por sus columnas, por sus textos actuales, y me decía: “No me lees, Eduardo, no me lees. Ahora pregunto y me doy cuenta de que no me leen”. “Leo tus clásicos —le respondía—”. Y era verdad. Leía y leo Gárgoris y Habidis y Muertes paralelas, sobre todo. “Haces bien”, me decía.

No fue un hombre normal, pero sí un escritor auténtico. Y mi recuerdo de él, alimentado por ejemplo por tertulias en el Café Gijón con Juancho Armas Marcelo, Pepe Esteban, Juan Carlos Chirinos, Pedro Crenes Castro, Ignacio del Valle… es el de un hombre bueno, afable y cercano. Un gran vocacional de la escritura que siempre que podía tenía un libro entre las manos, para leerlo, para comentarlo, para escribirlo.

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