Fernando Vicente es un veterano de la ilustración; con amplia experiencia en el mundo editorial y de la publicidad, se mueve como un profesional por entre la multitud solícita de curiosos, compromisos, allegados, periodistas, políticos y público en general que se agolpa, devoto, para ver su última exposición. Se trata de una muestra en la que el artista reúne más de 200 originales realizados para la ilustración de relatos clásicos de la literatura universal publicados en los últimos 10 años.
Por entre las gentes que inundan la sala del hermoso complejo “El Águila” observo al ilustrador: se desenvuelve con soltura atendiendo amablemente a sus invitados mientras sus ojos claros, vivísimos, colonizan inteligentes el territorio. Resulta interesante y muy útil para esta historiadora del arte dejarse llevar por su deformación profesional y observar a cierta anónima distancia cómo mira el artista.
“Nunca habría que conocer a los autores” —dicen incansables los autores—, pero no estoy de acuerdo. Todo creador de raza es un ser especial que ha nacido con el don de traducir la realidad anodina de lo cotidiano al lenguaje de lo singular. Y se aprende muchísimo del mundo y de la vida recorriendo con respeto (si uno tiene la oportunidad de hacerlo) el camino del artista a su obra y viceversa. Fernando Vicente es uno de esos creadores de raza y sus ilustraciones componen un elenco particular y bellísimo de imágenes que se mueven entre lo anatómico y lo cartográfico. Descubrir o regresar a los clásicos iluminados con ellas supone una experiencia nueva, contemporánea, porque es un lenguaje que, partiendo de un conocimiento lúcido de la obra, no se contenta con reflejarse en las iconografías existentes. Y en el proceso de búsqueda de la personalidad, el ilustrador encuentra una manera renovada de interpretación visual. Sus ilustraciones respetan la lectura pausada e inteligente pero a la vez aportan una manera moderna de mirar que otorga, desde la belleza y el talento, vida nueva a lo pasado.
La mirada glauca y serena de Fernando Vicente a veces recuerda a la de un cirujano obstinado que a diferencia de sus colegas, se niega a permanecer en la superficie de lo visible, abriéndose paso a través del difícil mundo de lo ya establecido para extraer de él lo esencial; para extirpar el origen.
Con su pincel-bisturí, este artista levanta la corteza de lo literario demostrando que por debajo late con viveza el símbolo de lo misterioso; de lo sugerido; de lo inagotable. Por eso las historias se vuelven nuevas entre sus manos y al espectador fascinado no le queda más remedio que leer y releer sus imágenes sin casi necesidad de literatura: Drácula siniestro; melancólico, enamorado; símbolo de lo oscuro, de la sexualidad vivida como una enfermedad contagiosa imposible de sanar. Julio Verne revisitado; científico; anacrónico; con los retratos del Capitán Nemo y su tripulación como elementos condensadores de una época de estupor ante la ciencia y la fe inocente en el progreso. Kipling aventurero con escenas en movimiento extraídas de la experiencia visual del niño que en las salas de cine esperaba encontrar en El hombre que pudo reinar la ventana abierta a una vida exótica, peligrosa, aventurera. Alicia a través del espejo explosiva; Alicia caprichosa; Alicia capaz de enamorar a un pobre loco matemático con su mirada azul de niña-mujer sabia y malvada. También Sherlock; nuestro Sherlock estudiado en escarlata; escarlata como la sangre del muerto; como las sombras del salón al atardecer; como el terciopelo del diván donde Holmes se acaba de inyectar heroína.
Y en un lugar especial, las grandes obras románticas de la literatura inglesa que en los dedos de Fernando Vicente se deshacen misteriosas como ladridos en el Páramo para volver a conformarse convertidas en símbolos enigmáticos a modo de retratos victorianos cuyos rostros han sido sustituidos por las obsesiones que los definen; o bien reconstruirse en forma de paisajes vaporosos donde el ilustrador recrea como nunca aquel amor borrascoso entre fantasmas enamorados de su propia desgracia.
También visitamos de su mano a los clásicos infantiles y entre estos dibujos todo vuelve a empezar: la adorada Momo concebida por el ilustrador como una niña que nunca enseña el rostro porque lleva el rostro de todas las niñas que un día —lejanísimo— fuimos Momo y las que amamos a Peter Pan eterno el cual terminó abandonándonos para regresar a Nunca Jamás, claro, permitiendo que nos hiciéramos mujeres y conociéramos por fin al Héroe con el que concebimos un Pequeño Hoplita que sería el descanso; el cumplimiento; la salvación ; porque estaría destinado a contar( y así nunca se perderían) las grandes batallas impresas en su memoria genética.
Se acaba la magia porque se acaban los dibujos y salimos de nuevo a la intemperie de la realidad. El consuelo es que todas estas ilustraciones forman parte indisoluble ya de la literatura; que nos esperan de nuevo intactas en los libros y éstos en nuestras bibliotecas.
Mientras abandono, remolona, la sala de exposiciones me pregunto, ¿cómo verán el mundo los que no leen?
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Exposición Clásicos ilustrados de Fernando Vicente. Complejo El Águila. Calle de Ramírez de Prado, 3, Madrid. Del 2 de marzo hasta el 20 de abril.
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