[Foto: Inés Valencia]
LOS TRECE ESCALONES, II: FEROZ
El bosque dormía. Literalmente. En casa de las Rojo el ambiente resultaba un tanto irrespirable. La madre preparaba la cena mientras el Cazador, su último ligue, veía el partido repantigado en el sofá y con su quinta lata de cerveza en la mano. El cenicero rebosaba de colillas aplastadas, una nube de humo se extendía por la habitación y el volumen del televisor hacía temblar los cristales. Caperucita, sentada en un rincón, tecleaba a toda velocidad en su móvil.
−Mierda −exclamó de pronto la madre, haciendo una mueca de fastidio−. No le he llevado la merienda a la abuelita.
−Pues se te ha hecho un poco tarde −observó el Cazador, con su perspicacia habitual.
−Alguien tiene que ir enseguida −decretó la madre, ignorando el comentario−. Está demasiado enferma como para levantarse.
Tal y como esperaba, nadie se ofreció voluntario para la tarea. El Cazador clavó la vista en la pantalla, haciéndose el sordo. Algo que se le daba especialmente bien si la ocasión lo requería. Caperucita se puso en pie, suspirando.
−Gracias, nena −canturreó la madre−. La cesta está en el recibidor.
−Muy bien −respondió Caperucita, anudándose la capa.
−Menuda ocurrencia la tuya −dijo el Cazador, abriendo su sexta cerveza del día−. ¿De dónde sacaste la idea de comprarte ese trapo? Llamas la atención como una antorcha cada vez que cruzas el bosque. Deberías habértela comprado verde.
−Me gusta el rojo −respondió Caperucita, lacónica.
−Y encima hace una noche de perros −murmuró la madre, atisbando por la ventana.
−De lobos. Hace una noche de lobos.
−No hables con extraños −aconsejó la madre en tono reprobador.
Caperucita puso los ojos en blanco y cerró la puerta.
Al menos allí fuera se podía respirar. Cruzó el bosque a buen paso, sujetando la cesta bajo el brazo y ciñéndose la capa. Hacía frío. Por suerte había dejado de llover, pero sus botas se hundían en el suelo enfangado. No se oía el menor ruido, lo cual no dejaba de ser curioso. Ni búhos, ni ardillas, ni siquiera las eternas discusiones de las hadas. Raro. Mala señal. Caperucita confiaba en su instinto, y sus temores se vieron confirmados cuando, a no más de un kilómetro de casa, distinguió el brillo de unos ojos verdes entre los árboles. Se detuvo de inmediato, pero sabía que no serviría de nada. Estaba completamente expuesta, en medio de un claro, bajo una luna inmensa que parecía empeñada en ganar su particular batalla contra las nubes. Correr no era una opción. Él siempre corría más.
Contuvo la respiración, rezando para que la bestia hubiera cenado ya. De lo contrario, aquel sería su último paseo nocturno. Casi se le paró el corazón cuando escuchó el gruñido y vio la sombra proyectándose junto a sus pies, cada vez más grande. No hables con extraños. Qué ironía. Aunque hablen y caminen sobre dos patas, son extraños. Y son lobos.
−¿No es un poco tarde para salir a dar una vuelta?
La voz, burlona, le hizo dar un respingo. No sintió miedo, y eso fue lo más divertido.
−¿No es un poco temprano para ti? −respondió sin pensar.
La criatura se encogió de hombros.
−¿A dónde vas a estas horas?
−A casa de mi abuelita. Está enferma. Le llevo provisiones.
−Ya veo. Una niña buena.
−Casi siempre, sí.
Se hizo un silencio. De pronto pareció como si el bosque entero los observara.
−¿La niña buena tiene nombre?
−Caperucita.
La bestia asintió.
−¿Y tú? ¿Tienes nombre?
No hables con extraños. ¿Por qué hablas con extraños?
−Soy un lobo −repuso la criatura encogiéndose de hombros.
−¿Los lobos no tienen nombre? −insistió ella.
−Lupus Albus Solitarius −recitó el lobo−. Puedes llamarme Las.
−Las, entonces. ¿Vas a dejarme pasar?
El lobo aspiró el aire con fuerza.
−Huele muy bien… −comentó.
−Deben ser los pasteles de la cesta −dedujo Caperucita.
−No hablaba de los pasteles.
Caperucita frunció el ceño.
−Tengo que irme. Si tardo demasiado en volver a casa mi madre se preocupará y enviará al Cazador a buscarme −aseguró, desafiante.
−Vaya, eso me da mucho miedo −sonrió el lobo mostrando sus colmillos−. Hagamos una cosa. Veamos quién llega antes a casa de la abuelita. Si llegas tú, te daré lo que quieras. Y si llego yo…
−¿Qué?
−Me das lo que quiera. Cualquier cosa en ambos casos.
−Parece una apuesta muy seria…
−No tiene sentido apostar en broma.
−Pero no es justo −argumentó Caperucita−. Tú eres más rápido que yo.
−Iré por el camino del lago −respondió el lobo−. Ese es mucho más largo.
−Y peligroso. Hay náyades en el lago.
−Correré el riesgo.
Caperucita meditó un momento. Conocía un buen atajo para llegar a casa de la abuelita. Y el camino del lago era realmente una ruta muy poco segura… Sabía bien que el lobo estaba jugando con ella, pero, ¿qué opciones tenía? Al menos le estaba dando la oportunidad de ponerse a salvo. No podía dejar de aprovecharla.
−Está bien −accedió al fin−. Trato hecho. ¿Sin trampas?
−Sin trampas −prometió el lobo−. Piensa en lo que me vas a pedir si ganas.
−Ya lo he pensado −dijo ella, desafiante.
La bestia le sonrió otra vez y, dando media vuelta, desapareció en la oscuridad. Caperucita echó a correr. Corrió con todas sus fuerzas. Por alguna razón no tenía miedo a que el lobo la devorara, aunque eso habría sido lo lógico, lo que cualquiera hubiera esperado de un lobo. Algo le decía que la bestia podría pedirle incluso algo peor. Y ni siquiera estaba segura de que, llegado el caso, quisiera negárselo.
Corrió hasta quedarse sin aliento, maldiciendo entre dientes a su abuela por empeñarse en vivir tan alejada de todo. Aquella condenada mujer nunca atendía a razones. Nada ni nadie habían logrado convencerla de que dejara su casita del bosque. Era más terca que una mula.
Le llevó más de media hora alcanzar a distinguir las luces de la cabaña. Jamás en toda su vida había corrido tanto. El corazón le bombeaba fuera de sí, amenazando con romperle las costillas. Se detuvo un momento, exhausta. Estaba segura de haberlo conseguido. Era sencillamente imposible que el lobo hubiera llegado antes. No por el camino del lago.
Subió los escalones del porche y alargó el brazo para abrir la puerta. El gesto se le congeló en el aire. La puerta ya estaba abierta. Sintiendo un nudo en el estómago, entró en la casa de puntillas. Todo estaba en penumbra, salvo por una luz tenue al final del pasillo. La habitación de la abuelita. Se oía el sonido de la lucha. Jadeos, gemidos, gruñidos incluso. Todas las alarmas se dispararon en su cabeza. Sal de aquí, huye, no te acerques más. Sálvate. Las ignoró y avanzó a tientas, como si una fuerza insuperable la arrastrara.
La escena le puso la carne de gallina. Al parecer, el lobo había llegado antes. Y en ese momento estaba tumbado sobre la cama, con las patas atadas a los barrotes y el cuerpo aprisionado bajo el de la abuelita. Luna llena. Ni siquiera lo había recordado. En noches como aquella, la abuelita volvía a ser joven y su hambre se volvía peligrosa. Voraz.
No dudó ni un momento. Dejó la cesta en el suelo, sin hacer ruido, y sacó el cuchillo de su bota. Se acercó muy despacio, procurando que las tablas del suelo no la delataran. Los gemidos de la abuelita resultaban aterradores. Pero, ¿qué lobo habría podido resistirse a una belleza como aquella? Estaba perdido. Como todos los demás.
Caperucita llegó junto a la cama. Sus ojos se encontraron por un momento con los de la bestia. No hables con extraños. Bueno… no hacía falta que hablaran. Asió a la abuelita por el pelo y dio un tirón, dejando expuesta la garganta. La carne suave y blanca cedió sin resistencia bajo la hoja en un estallido rojo que ahogó el último gemido. Me gusta el rojo.
Empujó el cuerpo inerte a un lado. La abuelita cayó con estruendo al suelo entre convulsiones. No quiso mirarla. Se sentó a horcajadas sobre el lobo y cortó sus ataduras. La bestia se incorporó. Aún estaba sin aliento, como ella después de la carrera.
−Llegas tarde.
−Me pasa a menudo.
Le sonrió, mostrando sus colmillos otra vez.
−No esperaba encontrarme algo así.
−Es una náyade −le explicó ella−. Y le gustan los lobos.
−¿Y a ti?
−Me gustan algunos lobos.
−¿De dónde sacaste el cuchillo?
−Se lo quité al Cazador mientras estaba distraído.
−Bien hecho. Nunca confíes en que un Cazador vendrá a salvarte.
−Creo que no era yo la que necesitaba que la salvaran esta noche.
−A lo mejor ahora sí.
Le gustaba su voz. No sabía muy bien por qué.
−Qué ojos tan grandes tienes…
−Son para verte mejor.
Después de aquello, alguien decidió cambiar el cuento. Pero así fue como pasaron las cosas. Mientras el bosque dormía. Literalmente.
(Gracias a Morán y Laurielle por prestarme El Vosque. Sí, con uve.)
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