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Feroz

La obra de Ingmar Bergman podríamos decir que gira en torno a gente que tuvo algún tipo de poder y lo perdió. El joven un día se convierte en viejo, el asesino es asesinado, la belleza es pisoteada, la flores se marchitan, el mago pierde su magia, la actriz enmudece y su palabra es usurpada por su asistenta, el sacerdote pierde progresivamente la fe… Nada permanece, todo se transforma, nosotros mismos nos transformamos, y al final la vida parece un proceso crepuscular. E insisto en el verbo «parece» porque con Bergman es difícil dar nada por sentado. Sus personajes suelen vivir sus vidas en apenas unas horas o unos días, a merced de relojes y calendarios defectuosos, como la memoria, que siempre parece extraviada en el laberinto del tiempo; rara vez las viven de manera cronológica, de atrás hacia adelante. A veces en sus películas y novelas los tiempos colisionan, otras se retraen en lugar de progresar. Algo así, por lo menos, es lo que le sucede a Anna en Confesiones privadas, a quien primero escuchamos en julio de 1925 y luego, progresivamente, en agosto del mismo año, en marzo de 1927, en mayo de 1925, en octubre de 1934 y en mayo de 1907. Esa cronología en principio absurda creo que solo pretende recordarnos que a ella no debemos juzgarla por su confesión inicial; quizás debamos observarla y escucharla como a alguien demasiado complejo para ser juzgado, condenado o absuelto por una sola falta y menos de una forma lineal, que es como suele funcionar nuestro cerebro.

Quien lea Confesiones privadas tendrá la sensación, si previamente ha visto películas de Ingmar Bergman, de estar escuchando una música que le resultará familiar. En las páginas del libro se mencionan los lieder de Robert Schumann, porque a uno de los personajes le gusta cantarlos en las misas que él mismo oficia, y una sonata de Ludwig van Beethoven «interpretada con brío salvaje». La música a la que me refiero yo es a la de Schumann y a la de Beethoven, pero también a la que uno asocia con los rostros de Harriet Andersson, Liv Ullmann, Ingrid Thulin o Bibi Andersson. Es una música que funciona en el terreno melódico y en el terreno visual, una música parca en instrumentación y breve, poco generosa con la historia y desconcertante dramáticamente. No proporciona, en ningún caso, maquillaje a los rostros ni una puerta de acceso a los sentimientos de los personajes, en especial a los femeninos, a quienes Bergman casi siempre determina que se salten las normas, para observarlos a continuación en soledad, como si ese fuera el único desenlace posible a la libertad. En ese sentido, Anna en Confesiones privadas no le sorprenderá a quien haya visto otras películas de Bergman interpretadas por alguna de sus musas o las de Antonioni con Monica Vitti y las de John Cassavetes con Gena Rowlands. La protagonista de esta novela actúa predestinada por su propia vida y por sus dudas teológicas desde la infancia, además de hacerlo porque asume una tradición que comienza con el dramaturgo Henrik Ibsen y luego continúa con August Strindberg y Bertolt Brecht, que es la tradición de las mujeres que hacen sus propias elecciones y asumen los riesgos que eso conlleva. Es obvio, no obstante, que Bergman no tuvo que haber leído Pepita Jiménez, La Regenta o Fortunata y Jacinta para que esas novelas le hayan influido de manera indirecta, porque los trabajos de renovación en el mundo del cine y del arte en general nunca son solamente fruto de una sola tradición y una sola cultura, son fruto del algo que tiene que ver con el clima o zeitgeist de una o varias épocas, a menudo en todo un continente.

"A lo largo de su carrera, trabajó con exesposas a las que, en algunos casos, traicionó y actrices que nunca consiguieron tener una carrera propia alejadas de su tutela"

En agosto de 2022 visité Fårö, la isla adonde Bergman se fue a vivir de manera regular y donde rodó buena parte de su obra desde principios de los sesenta en adelante. Ese mismo año, de enero a junio, había programado un ciclo de la obra de Ingmar Bergman en casa, con la mayoría de sus películas en formato VHS y la ayuda de algunos buenos amigos, dueños de videoclubs, programadores de festivales y filmotecas o simplemente grandes cinéfilos que me proporcionaron copias de los largos o cortos más inaccesibles de su filmografía. De esa manera, lo que antes había visto disperso a lo largo de mi vida, fui viéndolo de manera sistemática, para reconciliarme con un cineasta hacia el que no había mostrado muchas simpatías desde su muerte. Algunas de sus obras maestras las vi por enésima vez, aunque lo hice más consciente de su importancia, sobre todo cuando se convertían en rupturas con respecto a la filmografía precedente. Recuerdo que antes unas y otras me parecían similares, como me sucedía con las películas de Yasujiro Ozu o con las de Alfred Hitchcock; pero ahora, al verlas siguiendo un orden cronológico, me di cuenta de sus enormes diferencias, de sus ajustes a los cambios producidos en el ámbito cinematográfico en cada momento y también a los cambios producidos en el mundo. El maestro a quien siempre había considerado más allá del bien y del mal, ajeno a la actualidad, se convirtió en una especie de cronista, además de un gran creador de ficciones. Fue ese descubrimiento: el de haber hallado a un documentalista en el centro de la obra de un gran retratista del alma humana, lo que me determinó a viajar a Fårö al finalizar mi particular retrospectiva. Menos sus montajes teatrales, de los cuales solo pude ver varios fragmentos, de sus trabajos para el cine y la televisión lo vi todo, en algún caso en versión original sin subtítulos. Vi por primera vez los dos documentales sobre la isla adonde se fue a vivir desde los años sesenta en adelante, tan parecidos como diferentes. Y me sorprendió que en los setenta, cuando su obra llegó a más espectadores, él intentase con más ahínco que nunca establecer rupturas, como si estuviese intentado huir de sí mismo o de la comodidad en la que los aplausos a nivel internacional querían instalarlo.

Ahora mismo, al recordar aquel viaje y mi actual relectura de Confesiones privadas (que acaba de reeditar con primor la editorial Fulgencio Pimentel), tengo la misma sensación que tuve entonces: Bergman no fue un simple cineasta, tampoco un simple escritor; fue quien ayudó a liberar a «la mujer» del juicio del «hombre». Eso es lo que a Anna le permite hablar a lo largo de esta novela con tres hombres y con su propia madre, sin que nadie le imponga las reglas del juego en su vida. Ella actúa y habla guiada por «algo» que todavía no parece formar parte del mundo y que, sin embargo, ya está en él. No permite que la conviertan en esclava de la moral de los patriarcas. Sobre eso supo algo el mismísimo Ingmar Bergman, que fue un gran cineasta y un gran amante. Tuvo innumerables affairs y se casó cinco veces, pero sus matrimonios duraban tanto como sus noviazgos. En su libro Imágenes, reconoció que «tengo muchos hijos a los que conozco superficialmente o nada, mis fracasos humanos son notables, por eso me esfuerzo en ser un buen entertainer». A lo largo de su carrera, trabajó con exesposas a las que, en algunos casos, traicionó y actrices que nunca consiguieron tener una carrera propia alejadas de su tutela. Jamás dejó que el amor o el deseo se interpusiesen en su trabajo. Así como a sus esposas no pudo serles fiel, a «sus actrices» solía mimarlas, anteponerlas a su propia familia, transformadas en realidad en su «única familia». En general, admiraba la entrega de sus repartos, su obediencia. Gracias a lo anterior, pudo trabajar incansablemente hasta la década de los ochenta, escribiendo diarios, novelas, libros autobiográficos y guiones, y dirigiendo películas, series de televisión, obras de teatro y óperas, como si nada pudiera interponerse en su camino. Su capacidad creativa rivalizaba con su capacidad seductora, como si amar y crear fuesen en paralelo y se alimentasen. Todo esto lo ha convertido últimamente en un artista bajo observación, no demasiado admirado o al menos no tanto como en los años sesenta, setenta y ochenta, sospechoso ahora de machismo y misoginia, capaz de la violencia psicológica que siembra Anna a su alrededor en Confesiones privadas, al no doblegarse ante las órdenes y las súplicas del resto de los personajes de la novela.

"Con los mapas elaborados por las películas, el mundo deja de ser un asunto de valles, cordilleras, ríos y planicies, para convertirse en territorios cuyos habitantes se comportan de manera imprevisible y a veces contradictoria"

A Fårö, en 2022, no llegué con tanta facilidad como creí al principio. Tuve que coger un tren de Estocolmo a Nynäshamn, y de allí un ferry hasta Gotland, donde tuve que tomar otro a la isla de Bergman. Al pisar tierra, ya de noche, tuve suerte porque una pareja de mediana edad se mostró comprensiva cuando les pregunté a qué distancia estaba el albergue donde había reservado una cama y se ofrecieron a llevarme en un anticuado coche amarillo. Recuerdo que durante mi estancia en la isla, fuera a donde fuese los días posteriores a mi llegada, siempre tenía la sensación de estar siguiendo los pasos de Bergman. Entonces me dio por comparar el cine con una nueva forma de cartografía, capaz de darle al mundo una nueva forma al hacer que nuestro modo de recorrerlo se haya ido volviendo distinto. Vi, en efecto, que los cineastas son cartógrafos y sus películas, mapas. No son mapas como los que utilizamos hoy en día sino como los que había en la Edad Media, cuando la mitad del mundo estaba inexplorada y eso empujaba a los cartógrafos a dibujar seres mitológicos y amenazadores cuando llegaban a los bordes del mundo conocido o cuando tenían que describir el interior de países o continentes donde aún no se habían atrevido a internarse. Con los mapas elaborados por las películas, el mundo deja de ser un asunto de valles, cordilleras, ríos y planicies, para convertirse en territorios cuyos habitantes se comportan de manera imprevisible y a veces contradictoria, y cuyos paisajes son más mentales que otra cosa. Quizás por eso en aquel momento el paisaje de Fårö, entre bosques de árboles deformes a causa del viento y playas desiertas donde se alzaban rocas que parecían estatuas cinceladas por Alberto Giacometti, me pareció más un paisaje mental que un paisaje terrestre. De hecho, aquellos días comencé a identificar la obra de Ingmar Bergman con la de un director de películas de ciencia ficción, en las que la lógica del espacio y el tiempo es otro.

Bergman pareció encarnar en vida al pésimo esposo y padre pero al perfecto cineasta, del mismo modo que el «turbulento» personaje de Anna en Confesiones privadas personifica a la mujer moderna, alejada de nuestra capacidad para juzgarla si de verdad queremos que nos lleve a un territorio nuevo. Ella es la persona fallida sin la que luego no habría personas perfectas, del mismo modo que Bergman fue el ser imperfecto sin el que no existirían sus obras maestras en el mundo del cine y la literatura.

"Al pensar ahora en aquel verano de 2022 y en Confesiones privadas, me vienen a la memoria las palabras de aquel guía que me enseño los distintos edificios de la Fundación Bergman"

En una visita que hice a la casa donde el cineasta sueco tenía su sala de cine, un guía me contó que solía ver dos películas al día. Al parecer, era una persona de costumbres muy estrictas, de ese modo se defendía de sí mismo, de su carácter caótico y compulsivo, de sus accesos incontrolables de amor e ira; y, por encima de todo, así era como se protegía posiblemente de sus remordimientos. Para él, pasear y escribir eran necesidades vitales. Al referirse a la escritura, aquel guía me dijo que Bergman tampoco había dejado un solo lugar en el que no hubiese escrito o inscrito algo. Siempre llevaba un cuaderno pero aun así le gustaba escribir nombres o frases cortas sobre la corteza de los árboles o sobre el tablero de las mesas, como pude comprobar en muchas paredes de su fundación, donde había escritos pequeños poemas o citas de grandes maestros. Todavía en estos momentos recuerdo de manera nítida mi sorpresa cuando el guía me llevó al dormitorio, donde dejó de hablarme como si reconociese una presencia que yo no podía ver ni intuir. No me sorprendió la desnudez de las paredes ni el estilo austero de la cama y el resto de los muebles, me llamaron la atención los tableros de las mesillas de noche, escritos casi por completo. El guía me explicó que se trataba de frases escritas en mitad de la noche, que era cuando a Bergman lo visitaban sus demonios, con quienes mantenía largas conversaciones.

Al pensar ahora en aquel verano de 2022 y en Confesiones privadas, me vienen a la memoria las palabras de aquel guía que me enseño los distintos edificios de la Fundación Bergman, cuando en la sala de proyección me recordó cómo el cineasta sueco se había recluido en Fårö casi toda su vida para estar solo y cómo a finales de los años ochenta y principios de los noventa comenzó a invitar a sus hijos a ir allí, la mayoría ya convertidos en adultos. Inseguro sobre la mejor manera de intentar hacer las paces con ellos (y seguramente también consigo mismo), los llevó en sus paseos por la isla y se los presentó a sus habitantes, pero lo que de verdad consiguió hacer que de nuevo fueran padre e hijos y se reconciliasen de una vez y para siempre fueron las películas que veían juntos y los libros que él les leía en voz alta, casi siempre escritos por él mismo, libros y películas por los que obtuvo los más altos galardones y bien pudo haber obtenido también el Premio Nobel de literatura.

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Autor: Ingmar Bergman. TraducciónMarina Torres. Título: Confesiones privadas. Editorial: Fulgencio Pimentel. Venta: Todos tus libros.

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