El lago Sinizzo, no muy lejos de los Apeninos, tendrá «una cintura» de kilómetro y medio. Vencida la tarde del 15 de agosto, Ferragosto para toda Italia, vecinos de San Demetrio, Succiano y Azzano se reúnen en torno a esa Laguna de aguas sosegadas que se mueven por un sol débil y radiante, cansado pero aún digno. La algarabía de familias inacabables, el chapoteo de los niños tirándose al agua desde cuerdas sujetas a ramas como si fueran Tarzán, los altavoces lanzando al Valle tarantelas y canciones de Francesco de Gregori inundan un lunes espejeante y repleto de sandías, bañadores y vino Chianti refrescado en las tripas del lago que un muchacho sube recogiendo un cable.
Es un paisaje del primer Cesare Pavese cuando salía con desgana los domingos por los arrabales de la ciudad o se distraía contemplando a distancia los paseos de los enamorados y luego lo escribía en los poemas de Trabajar cansa o Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.
No me siento ajeno en la tarde festiva pero sí alguien que viene de lejos y mira con cierta impertinencia una fiesta a la que no ha sido invitado. Así que me dejo caer donde unos críos se hacen aguadillas. Empiezo a nadar para quitarme el calor de encima, sin prisa, con cierta indolencia, a dos metros de la orilla, entre juncos, bajo las ramas de unos árboles que parecen sauces llorones, junto a un camino de tierra y piedras que bordea este lago apacible.
El cuerpo se va haciendo a la tarde de ocio, se me mete el agua en los ojos pese a llevar unas gafas enormes, como de buceo, que me han prestado. Me las ajusto frente a unas zarzas que ofrecen moras rojas y negras. Como tres de ellas y sigo camino de una plataforma de plástico donde algunos jóvenes se besuquean. Sigo y sigo a lo mío, intentando no golpearme con algunas rocas que rodaron hasta aquí hace siglos, en un deshielo tras noches gėlidas en las que la nieve hizo cuña en la montaña y fueron rodando con estrépito en el silencio.
No me demoro, voy logrando un braceo lento pero constante. Me olvido que debo mover los pies, sentir ese aleteo que admiro en las competiciones de Río por la televisión. No es fácil compaginado con unas miradas furtivas hacia las parejas que se arruinan entre toallas, las madres que alzan a niños por los brazos y les dejan caer poco a poco sobre la superficie del agua para que se les vaya quitando el miedo.
—Vicenzo, Vicenzo vieni qui!!!
Evito una colchoneta de plástico con forma de canoa que soporta a duras penas a cuatro o cinco adolescentes de pie, luego sentados, luego peleándose, hasta que vuelcan. Soy un flaneur del lago. Voy dejando atrás paseantes aburridos, madres en bikini con helados de dos sabores y abuelos que leen La Gazzetta dello Sport.
Llego donde partí sin cansarme demasiado. Los críos de antes siguen con sus aguadillas. Ha sido un cuarto de hora mal contado. Descanso un poco y me dejo caer de nuevo sobre las aguas ya más oscuras del Sinizzo para encontrar el sosiego de hace unos minutos. Para no ser nada. Para recordar un cuadro de Alice Gombacci que he visto en el aparador de un hotelito de Roma esta mañana y que no me atreví a robar: una mujer oronda, como las de Botero, en bañador, fumando y con aletas contempla desde su bañera una pecera con un pez tan grande como el recipiente, que a su vez mira a la mujer con ojos de búho. Nada más. Se miran, sin más. Pero la escena me hizo gracia. Bueno, me quedé perplejo. Y mientras sigo nadando me pregunto si la propia Alice estuvo una mañana en la bañera de su casa en bañador y con un cigarrillo con la ceniza a punto de caer, observando la mirada femenina y naif de un pez tan grande como su pecera. Y si pintó el cuadro para evitar la mirada agobiante del maldito pez que le fue acompañando durante una pesadilla y otra también. O si lo soñó. O si lo dijo una amiga.
O lo vio en una película. Nunca lo sabré. Pero me vino bien para completar una segunda vuelta al lago Sinizzo un tarde festiva de lunes no muy lejos de los Apeninos.
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