Andrés de Islas, “Sor Juana Inés de la Cruz”, Museo de América, Madrid
La madre Teresa de Ávila, el Greco y sor Juana Inés de la Cruz son algunos de los personajes de esta tercera entrega de la Historia Sagrada hecha microrrelatos. Desde el Génesis hasta el Apocalipsis, y fijándose solo en las sombras de los personajes citados, Óscar Esquivias ha escrito cuarenta textos, divididos en cuatro decálogos, que Zenda ofrece en exclusiva.
Tercer decálogo
I
Francisco consideraba que Dios había puesto el mismo amor en dar forma a todo lo existente, ya fuera un grillo, el albarraz, los relámpagos de agosto, las abubillas o él mismo, el humilde Francisco, y por eso llamaba «hermana» hasta a la propia muerte. Sin embargo, siempre desconfió de su sombra, no se sabe por qué.
II
El monasterio de las Huelgas consiguió, tras arduos pleitos, que el papa Juan XXII confirmara sus privilegios y determinara que, en caso de superponerse las sombras de la abadesa y del obispo de Burgos, se entendiera que la sombra de este quedaba siempre por debajo y sometida a la de aquella.
III
«A veces concedemos al alma el mismo trato indigno que a nuestra sombra. La arrastramos por el barro e incluso llegamos a olvidar su propia existencia y que rendiremos cuentas de ella» (San Vicente Ferrer).
IV
San Pedro Regalado amansó a un toro enfurecido que le salió al paso en el camino que va del monasterio del Abrojo a Valladolid. A falta de capa, tuvo que torearlo con su propia sombra, hasta que, tras varias chicuelinas, el fiero animal se volvió inofensivo como un gorrioncillo.
V
«Nadie puede liberarse del dogal con el nos saca a pasear nuestra sombra, prieto hasta cortarnos el aliento para que no escapemos de su poder». Con esa imagen explicaba Savonarola cómo los hombres son esclavos de sus pecados. No sé con qué elocuencia pronunció tales palabras, pero dejó aterrados a los novicios, por más que estuvieran ya habituados a sus tremendas predicaciones.
VI
Sor Ana de San Bartolomé sabía que la madre Teresa de Ávila iba para santa porque veía en su sombra unas grandes alas angelicales. A su confesor tales visiones le parecían fruto de una mente enferma, pero empezó a fijarse en la sombra de la madre Teresa y, verdaderamente, a veces parecía tener alas, y muy bellas, como de gran cisne, y ya entonces no supo qué pensar.
VII
Tras su fuga, los inquisidores toledanos encontraron en la celda de fray Juan de Yepes una sombra medrosa escondida en un rincón y la sometieron a tormento para que les indicara dónde se escondía su amo. Bien pronto se dieron cuenta de que esa sombra no era la del frailecico, sino que la había dejado abandonada un desgraciado, procesado por bigamia, que no sabía leer ni escribir pero que improvisaba unas rimas obscenas que daba pavor oírlas.
VIII
El Greco pintaba a todo el mundo flaco y espigado, quizá porque él era rechoncho y tenía una sombra ridícula. Los niños le seguían por la calle para burlarse de él, hasta el extremo de que el cardenal Alberto de Austria tuvo que prohibir, so pena de excomunión, que le pisaran la sombra, juego afrentoso que divertía mucho a los rapazuelos.
IX
Mientras sor Juana Inés de la Cruz bajaba al coro para unirse a sus hermanas en las oraciones comunitarias, su sombra se quedaba en la celda escribiendo poemas. El soneto «Detente, sombra de mi bien esquivo», por ejemplo, lo compuso una mañana luminosa, mientras sor Juana Inés rezaba en la capilla, un día que la sombra se sentía especialmente inspirada.
X
Cuando François Couperin recibió de su editor, el señor Du Plessy, su Quatrième livre de pièces de clavecin, descubrió que la titulada Les hommes errants aparecía como Les ombres errantes. ¡Qué gran malastrugo este Du Plessy! Sin embargo, luego se encariñó con el nuevo título y lo tomó como un regalo inesperado del Buen Dios.
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