Foto: Tumba de Oskar Schindler, de Juan Eslava Galán
«El pasado en un país extranjero: allí las cosas se hacen de otra manera». —L. P. Hartley
Fue el año siguiente de las olimpiadas de Barcelona y la Expo de Sevilla. Aquel verano mi ciudad olivarera era un secarral durante el día y un horno durante la noche. Fui al cine a ver La lista de Schindler y me encontré con que la entrada costaba la mitad porque se había estropeado uno de los aparatos de aire acondicionado. En la sala estábamos cuatro gatos. Como buen sureño de interior, soy friolero y aguanto el calor casi como un tuareg, así que durante la larga proyección me dieron igual los chorreones de sudor que me resbalaban en aquella sauna cinematográfica. Estaba embebido por la historia y profundamente conmovido. Salí del cine con chirimiri en los ojos, el corazón centrifugado y la mente conmocionada. No creo que exista mejor forma de entender en qué consistió el holocausto que ver esa película. La clave está en las emociones que despierta la ficción histórica, constructora de un imaginario popular perdurable.
Nadie en sus cabales discute la eficacia del cine para trasladarnos al pasado y contarnos una historia con verosimilitud. El Séptimo Arte concilia belleza, tensión dramática y una montaña rusa emocional en sus ambientaciones: la fidelidad a una causa en contraposición a la obediencia debida en La misión; la visión distorsionada que un envidioso y mediocre tiene de un genio en Amadeus; el colonialismo y una refinada historia de amor en Memorias de África; la revolución bolchevique y la pasión amorosa efervescente en Doctor Zhivago; el fascismo italiano y su violencia en Novecento; el germen del nazismo en El huevo de la serpiente; el sentido del deber y la amistad sin barreras sociales en El discurso del rey; el fracaso y la gloria de la carrera espacial en Apollo 13; el implacable comunismo de la RDA en La vida de los otros, y varias ráfagas de etcéteras.
Las series televisivas han alcanzado tal virtuosismo técnico, dramático y artístico que son asimismo cine aunque no se exhiban en la gran pantalla. En los últimos años se han emitido series históricas (o con una excelente ambientación histórica) que reflejan las mentalidades de una época con precisión de cirujano: Yo, Claudio (un clásico de los años setenta inmarchitable), Los Tudor, Mad Men, Peaky Blinders, Downton Abbey, Isabel, Hijos del Tercer Reich, Babylon Berlin, Chernobyl… Y The Crown, cuya cuarta temporada ha generado una ridícula polémica protagonizada por los catones, los cancerberos de la ortodoxia histórica (suelen ser pelotones de políticos e historiadores), que no entienden las licencias que puede permitirse la ficción histórica, en este caso en relación a los personajes del príncipe Carlos, Camilla Parker y Diana de Gales, pues su imagen ficcional no se corresponde con la imagen oficial o autorizada.
Con diecitantos años me resultaba muy atrayente la figura de Juan Antonio Vallejo-Nágera. Cuando aquel elocuente psiquiatra y escritor hablaba en la radio o salía en la tele me quedaba hechizado, y lo leía con placer. Su novela Yo, el Rey logró algo insólito en España: alcanzar cotas elevadísimas de ventas y conseguir una revisión historiográfica de José I, dejando de ser exclusivamente Pepe Botella entre la masa lectora. Los historiadores celebraron la novela con fuegos artificiales.
Vallejo-Nágera trasvasó a su novela sus conocimientos profesionales y su experiencia vital en el manejo de las emociones, algo que le interesaba mucho, como dejó entrever en el prólogo de Locos egregios (Dossat, 1977), donde evoca a un profesor que tuvo en el bachillerato, un jesuita enamorado de la Antigüedad que conseguía que sus alumnos viviesen tanto la Historia que se enamoraban de Cleopatra como si fuese Elizabeth Taylor. Aquel profesor estaba tan fascinado con Germánico (el padre de Calígula) que, al relatar su muerte, le entraba la pena honda y se echaba a llorar como si hubiese sucedido el día anterior, y los chavales, formando una algarabía, se levantaban de los pupitres para consolarlo. En pleno proceso creativo de Yo, el Rey, Vallejo-Nágera le daba la matraca a su familia: durante las comidas hablaba con pasión de lo que escribía, y arrancaba de la máquina las cuartillas mecanografiadas para leérselas a sus hijos.
El neurocientífico Joaquín Fuster, en El telar mágico de la mente (Ariel, 2020), asegura que el ciclo emocional y el cognitivo se nutren recíprocamente durante el proceso educativo, de forma que las emociones influyen en el aprendizaje, y éste en la autoestima. De ahí lo trascendental que resulta para el desarrollo de una persona un profesor que enseñe con pasión, precisión y creatividad. No sé si somos lo que comemos, pero sí sé que somos lo que leemos, lo que vivimos y lo que aprendemos. Aún más: cómo lo aprendemos. Por todo ello, la novela y el cine históricos tienen un enorme calado en nuestras mentes y corazones: nos entretienen y enseñan haciéndonos vibrar de emoción.
No digas que fue un sueño no es un péplum novelado, sino una cautivadora novela de Marco Antonio y Cleopatra en la que su autor traslada —camuflada— su propia historia de amor de desgraciado final. Terenci Moix, que escribía aún mejor que Truman Capote y era tan personaje público como el epatante y fiestero norteamericano, cicatrizó sus heridas íntimas gracias a ese libro de lirismo visual y exacerbada sensualidad que siempre han mirado con desdén los exégetas del Antiguo Egipto. Pocas novelas históricas han fascinado tanto a una generación lectora.
Aunque puede parecer una obviedad definir qué es la ficción histórica, en España subsiste una discusión bizantina al respecto. Para mí, sencillamente se trata de una historia ambientada en el pasado. ¿Pero qué pasado? ¿Dónde situamos los mojones cronológicos? Podría decir que el pasado empezó ayer, pero prefiero alejarme algo, mirar por unos prismáticos y colocar el límite en el denominado pasado reciente. Ficción histórica, por consiguiente, es toda narración visual o escrita en la que el autor tiene la deliberada intención de recrear una época pasada, de reconstruir unos ambientes y unas mentalidades específicos donde encuadrar el argumento, la historia que pretende contar.
Me acuerdo de Cecilia cuando cantaba Mi querida España, esta España mía, esta España nuestra, / de tu santa siesta ahora te despiertan versos de poetas. En nuestro país hay agrimensores que delimitan con rigor la extensión temporal de la ficción histórica y pontifican acerca de los elementos que pueden incluirse y los que han de excluirse. Unos, obsesionados con las fechas, dicen que la Gran Guerra es el tope cronológico, otros estiran la temporalidad como un chicle hasta la Segunda Guerra Mundial, y no faltan quienes proponen diversas fórmulas: que no existan personas vivas del acontecimiento relatado, que los sucesos sean historiables en los archivos tradicionales, que casi todos los personajes sean históricos (es decir, reales), no introducir escenas sin constatación histórica, e incluso negar la capacidad fabuladora del autor y constreñirlo a recrear los sucesos previamente estudiados por la historiografía.
En el mundillo de la ficción histórica hay un reducto que se ha quedado anclado en Trento e ignora el Concilio Vaticano II. Hay quienes rechazan el aggiornamento, la actualización de los tiempos (abrir las ventanas para airear), y pretenden ser más papistas que el papa. En este caso, más rigoristas que los historiadores profesionales.
Cuando estudié Humanidades ya existía como disciplina la Historia del Mundo Actual, o Historia del Tiempo Presente, que arrancaba en 1945 y finalizaba en 1989, el año de la caída del Muro de Berlín. Esa especialidad historiográfica lleva tres décadas asentada en las universidades y existen multitud de trabajos académicos que analizan ese periodo a través de numerosas fuentes documentales, tradicionales y novedosas: legajos, prensa, fotografías, imágenes televisivas, entrevistas, testimonios orales, memorias, dietarios, etc. Es curioso y contradictorio que los historiadores puedan trabajar ese campo pero se niegue que el cine o la novela insertados en esa etapa tengan la cualidad de históricos.
Dicho en román paladino: todo quisque acepta que la Transición sea objeto de estudio histórico, pero una novela histórica ambientada en esa etapa no se consideraría como tal por mucha gente.
Esa inquina contra la ficción histórica del pasado reciente proviene de un sector ultraortodoxo erigido en defensor de la verdad, que considera como ilegítimas (bastardas, palabra rotunda), entrometidas y falsarias dichas películas y novelas.
A ver, un poco de orden en este guirigay. En primer lugar, nadie tiene el carnet de guardián de la Historia, pues no sólo cada generación de historiadores reescribe la que hizo su predecesora, sino que un mismo acontecimiento o etapa son historiados de manera diferente —e incluso opuesta— según la ideología, visión personal o corriente historiográfica del historiador.
Y en segundo lugar, la ficción histórica —filmada o escrita— es un género distinto de la Historia académica, a la que no pretende descabalgar ni mucho menos suprimir, puesto que se basa en ella. No compiten entre sí. ¿A qué viene entonces tamaña tirria, tanta manía persecutoria?
La australiana Colleen McCullough (1937-2015), además de neuróloga y catedrática de Medicina en Yale, como escritora alcanzó fama internacional por la adaptación televisiva de su novela El pájaro espino y por su saga de novelas históricas sobre la Antigua Roma, que le valieron recibir en 1993 un doctorado honoris causa en Historia. Este reconocimiento de la universidad de Oxford a la autora de El primer hombre de Roma significó considerar a la novela histórica como una fiel aliada. Ahora pongo en YouTube Pompa y circunstancia, de Elgar, me pongo en pie y lanzo tres hurras.
Una cosa importante para mí es distinguir entre novela histórica, recreación histórica e historia novelada. Las dos últimas modalidades literarias las respeto, claro está, pero no me interesan. Resulta convencional la reconstrucción sin más de un acontecimiento histórico por medio de una narrativa achatarrada, plúmbea, o la mera divulgación narrativa de un suceso del pasado siguiendo de pe a pa un manual histórico, como alumnos bien aplicados pero sin cuarto y mitad de chispa creativa. Estas dos modalidades ponen en segundo plano el factor literario y se obsesionan con la documentación exhaustiva, con el detallismo hiperrealista propio de quien, cámara en ristre, enfoca de cerca las vitrinas de un museo y transcribe lo que ve.
La novela histórica, por el contrario, prioriza la voz narrativa, la estructura y el argumento, construye personajes interesantes enfrentados a un conflicto, evoca ambientes, nos transmite el espíritu de una época, genera una sólida sensación de verosimilitud y nos hace vivir de manera apasionada una historia por medio del manejo de las emociones. Dichos novelistas se documentan con profusión antes de teclear el primer párrafo, pero son seguidores de la teoría del iceberg que formuló Hemingway: en una novela sólo debe emerger la punta de la información: la mayor parte no se ve pero se intuye, sumergida.
Julian Barnes se llenó los bolsillos y mereció salvas de aplausos de la crítica con El loro de Flaubert (Anagrama, 1986), una novela histórica que juguetea con la metaliteratura. Este frecuentador de la narrativa exquisita declaró hace veinte años que una cosa era la vieja novela histórica que «intentaba recrear de forma mimética la vida y época de un personaje», y otra cosa (de más categoría y mayor sutileza intelectual) «la nueva novela histórica que acude al pasado con una conciencia deliberada de lo que ha ocurrido desde entonces y trata de establecer una conexión más obvia con el lector de hoy en día».
Umberto Eco, en una entrevista concedida en 2008 a The Paris Review (utilizo la reciente antología en libro de Acantilado), respondió ante la pregunta de qué le llevó a escribir novelas basadas en hechos históricos: «Para mí, la novela histórica no es tanto una versión novelada de hechos reales como ficción que nos permite comprender mejor la auténtica historia». Genial. A ver quién es el guapo que le lleva la contraria al creador de El nombre de la rosa, obra que riza el rizo de la novelística histórica, pues ni existieron sus protagonistas ni esa abadía benedictina. ¿Y qué, si es un libro que nos transporta al espíritu medieval a la velocidad de la luz? Además, Umberto Eco era un excelente teórico de la literatura histórica, como demostró en su ensayo Apostillas a El nombre de la rosa (Lumen, 1988).
Otro titán del gremio, Robert Graves, en manifestaciones hechas en 1969 a la misma revista estadounidense, afirmó haber escrito Yo, Claudio porque los historiadores romanos se habían equivocado mucho con ese emperador. Trató de «averiguar la verdad sobre Claudio», reconstruyendo su personalidad, y aseguró que con un poco de empatía hacia él llegó a tener la impresión de conocerlo personalmente. Es decir, las emociones fueron claves para meterse en la mente de Claudio el tartamudo y concebir la novela.
Marguerite Yourcenar, la tercera mosquetera, aseveró —poco antes de morir en 1987— que ella nunca había escrito una novela histórica: «Lo que yo escribí es un monólogo sobre la vida de Adriano, tal y como podría haberla visto él mismo». Planteó Memorias de Adriano como un diálogo del emperador con su propia conciencia, usó la técnica del abrelatas para asomarse a la mente del hispano que gobernó el imperio, y la escritura en primera persona le dio una dimensión atemporal a una narración enraizada en los sentimientos.
En la botica hispánica hay de todo, pero abundan los buenos narradores y no falta un puñado de admirables, entre ellos Juan Eslava Galán y Arturo Pérez-Reverte. Al jiennense lo considero el padre de la nueva novela histórica española contemporánea, pues En busca del unicornio es el molde narrativo que sienta el canon del género. El cartagenero es su mayor prestigiador y difusor internacional, por los quilates de su obra, su hegemonía en la lista de ventas y los elogios de la crítica. Resulta abrumadora la cantidad de estudios académicos (artículos, tesis doctorales, trabajos de grado o de máster, congresos, etc.) que la literatura revertiana suscita en universidades de todo el mundo.
Me gusta darme garbeos extramuros para saber qué se cuece en el extranjero. Existe una hornada de escritores que se sienten tan libérrimos en la estructura, la temática, la concepción del tiempo y el estilo que han renovado la novela histórica. Me encanta leerlos. Disfruto a raudales y aprendo más del oficio.
En lo alto del Olimpo sitúo a la inglesa Hilary Mantel, que con su trilogía sobre Enrique VIII y Thomas Cromwell ha cosechado los más prestigiosos premios británicos y vendido cantidades industriales de libros que habrán hecho cocerse de envidia a los salieris escribidores. Su voz narrativa es una especie de James Joyce yendo al grano, y consigue que lo acontecido hace casi quinientos años sea más actual que el mundo presente. El trueno en el reino (Destino, 2020) es la culminación de su magno empeño. Leerla, para mí, es sumergirme en un mundo de tiempo cancelado, como cuando escucho a Bach.
El francés Éric Vuillard, con sus cuatro breves novelas, ha descosido las costuras del género para hacer un nuevo y vistoso traje narrativo. Desde su atelier de alta costura literaria escribe como si los hechos históricos aconteciesen ante nuestras narices, y su estilo de telegráfica belleza hace reflexionar al lector acerca de las lecciones de la Historia, la condición humana y las tensiones permanentes entre la élite y la gente corriente. Para él, el pasado sirve para hacernos pensar el presente. El orden del día (Tusquets, 2018) y La guerra de los pobres (Tusquets, 2020) son un buen ejemplo para abrir boca.
Los estadounidenses tienen una flexible y moderna concepción de la novela histórica, con la que me identifico. Philipp Meyer, en El hijo (Random House, 2015), enhebró la historia de una familia a lo largo de tres generaciones con un dominio de la estructura, de las tramas y de la tensión narrativa propios de un prestidigitador de la palabra escrita. Colson Whitehead, en El ferrocarril subterráneo (Random House, 2016), aborda la esclavitud en el siglo XIX con una lírica violenta, un clasicismo al que le da la vuelta como a un calcetín y unos personajes femeninos de poderosa carnalidad. Los puristas se irritarán porque considere a Amor Towles novelista histórico, pero lo es, como ha demostrado en sus dos únicas novelas hasta el momento: Normas de cortesía (Salamandra, 2012) y Un caballero en Moscú (Salamandra, 2016), libros superlativos por el tratamiento psicológico de los personajes, la escritura clásica reseteada, la ambientación y la sensación de que ninguna escena sobra ni falta, al igual que en el montaje de las obras maestras de Hitchcock.
El sueco Niklas Natt och Dag deslumbró con 1793 (Salamandra, 2020). El tipo se sabe un escritor de aúpa y posa en las fotos como una atildada estrella artística. El libro, con aromas de Mary Shelley y Stanley Kubrick, juega con una estructura y un reloj que funcionan al revés, de adelante hacia atrás. Es adictivo, y ya estoy deseando meterme entre pecho y espalda 1794, de próxima aparición.
Elijo como última tesela de este mosaico al millennial Tarik Würger, un periodista alemán que también estudió Historia en Cambridge. Stella (Salamandra, 2020) es una breve e intensa obra ambientada en la Segunda Guerra Mundial sobre una joven judía de turbadora belleza conocida en los anales históricos como «la rubia venenosa». Su lectura no sólo resulta cautivadora por su rara alquimia de tradición y modernidad, sino que promueve debates éticos y atiza polémicas, como sucedió en Alemania tras su publicación.
En definitiva, la ficción histórica continúa demostrando que, si lidera los gustos del público, es por su formidable capacidad para remover emociones incardinadas en el pasado y teletransportarlas al presente, ya sea a través de una pantalla o de un libro. Nuestra propia memoria es un depósito de experiencias, recuerdos y sentimientos que emergen al ver una película o leer algo con lo que empatizamos.
Vivo en la linde del campo y la ciudad, y al igual que desde las ventanas de mi salón oigo el repique de las campanas de las iglesias, el cine y la literatura que amo repiquetean en mí con emoción.
La Anábasis no suena a mundo antiguo sino a mundo actual cuando Jenofonte, dirigiéndose a sus hombres en tierra extraña, dice: «Será grato tener una hazaña valiente y hermosa que narrar sobre los hechos que hoy acaezcan y poder dejar memoria de uno mismo entre aquellos que queremos que nos recuerden». En el epílogo de Corsarios de Levante, el capitán Alatriste, bajo el crepúsculo y junto al mar, da sepultura a unos compañeros y recita un responso (utiliza unos versos como efímero epitafio), y entonces, el narrador de la historia, Íñigo de Balboa, tiñe sus palabras de esperanzada melancolía al decir que los muertos esperan allí la resurrección: «Cuando quizá les corresponda levantarse de la tierra revestidos de sus armas, con el orgullo y la gloria de quienes tan fieles soldados fueron». Cada vez que veo el final de La lista de Schindler la congoja me trepa por la garganta como una enredadera: el discurso en su fábrica del empresario alemán ante sus judíos supervivientes, el anillo de oro que éstos le regalan con una frase del Talmud grabada, y la larga fila de los verdaderos judíos de Schindler que aún vivían durante el rodaje de la película y que, agradecidos, depositan piedrecitas en la tumba del carismático Oskar.
Esa secuencia del cementerio, filmada en color, en contraste con el blanco y negro del resto de la película, me parece la síntesis de lo que representa la mejor ficción histórica: la aleación entre imaginación, memoria y realidad. El pasado dentro del presente. El relato que todos construimos de nuestra vida y de la vida de los demás.
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