Ante la pregunta usual de cuál es el impulso, la razón o el sentido de escribir unas memorias, la respuesta más inmediata que se me presenta es la de reconstruir la identidad.
Sin memoria no hay identidad. A lo largo de nuestra vida experimentamos un cambio de casi todas las células de nuestro cuerpo. Nadie es el que fue. Lo único que permite que podamos seguir reconociéndonos es la memoria. Pero la identidad no es un estado fijo y definido, sino una sucesión de acontecimientos. Somos lo que nos ha ocurrido y también lo que hemos elegido y, sobre todo, somos lo que hemos aprendido de lo que hemos vivido. Ese es el verdadero sentido de unas memorias. En el fondo lo que nos ha ocurrido no suele ser tan importante como para contarlo, pero sí la consecuencia que hayamos sabido sacar para hacerlas asequible a los demás; y para ello, es importante la forma de contarlo, la advocación literaria. Todo buen libro de memorias debe estar escrito como una novela; casi debe ser una novela, porque el recuerdo, cuando se cuenta, se transforma en narración. Sin memoria no hay literatura.
He dicho antes “reconstruir la identidad”. ¿Acaso estaba destruida o deconstruida? Todos sabemos, porque lo experimentamos en el transcurrir del mundo, que existen varias clases de identidades en uno mismo. Está la identidad social, la del papel social que ejercemos y sin la cual nuestro ser se resquebraja. Hay una escena magnífica en la tragedia de Shakespeare Ricardo II que es un gran ejemplo de la pérdida de ese rol social. Se trata de la deposición de la corona de Ricardo obligado a abdicar en su primo Bolingbroke. Cuando ya ha cedido la corona y le preguntan si quiere cumplir algún deseo, el rey pide un espejo y al contemplar su rostro, ya desposeído de su identidad como rey, exclama: “¡Que haya soportado tantos inviernos y no saber ahora cuál es mi nombre!”.
Hay un recuerdo de esta escena en Fiebre alta al referir la expulsión de mi padre del ejército al terminar la guerra civil con la acusación de auxilio a la rebelión, inculpación perversa de un delito no cometido. Al verse arrojado a la vida social privado de su identidad como militar, su identidad se tambalea hasta encontrar una sustitución que tendrá siempre un carácter provisional.
En mi caso, mi identidad se ha construido a través de diferentes identidades sociales. Por mi tendencia a la dispersión, a “no poner la mente en un solo lugar”, como aconsejaba el Dante, me he sometido a la experiencia de diversos oficios y menesteres. De eso trata también el libro, de la posibilidad de ser otros. ¿De qué hablamos cuando decimos que podíamos haber sido otra cosa, y por lo tanto otro? No es lo mismo un panadero que un pescador, pongo por ejemplo. Si uno se dedica a ser pintor, su identidad es diferente a si se dedica a ser actor. Sin embargo, la sociedad no está cómoda y admite mal ese tránsito, ese ambular de una a otra identidad.
Hesiodo nos avisa de que rehusemos beber del agua del Leteo (cuando lleguemos a su ribera); por el contrario, que sigamos adelante y encontraremos la fuente de Mnemosine (la Memoria, la madre de las musas) y pidamos al guardián un vaso de su agua. Al beberla, entenderemos no sólo el sentido del pasado, sino que se nos desvelará el del presente. Sin memoria no hay presente.
Pero no.
También trata el libro de la posibilidad de ser otros. ¿Por qué tenemos esa posibilidad?
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Autor: Eusebio Lázaro. Título: Fiebre alta. Editorial: La Discreta. Venta: Amazon
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