“Si lo construyes, él vendrá”. Una granja perdida en la inmensidad del Medio Oeste norteamericano, en pleno corn belt, un lugar en el que puede que nunca pase nada destacado, pero que conserva en tradiciones, usos y religión, no muy lejos también del controvertido bible belt, el cinturón de la Biblia, terrenos en los que la presencia diaria de Dios y de las Escrituras vertebra la vida. Por eso esa llamada que escucha y él, un granjero al que no le van bien las cosas, con asuntos pendientes, un padre lejano y ausente y un pasado juvenil tumultuoso que le llevó a retirarse al campo, lejos de todo, centrado en su granja, los maizales y su familia, resuenan como esas misteriosas llamadas con inspiración divina que pueblan las páginas del Antiguo Testamento. ¿O son meras proyecciones de profundos y no olvidados sueños nuestros, que guardamos como incumplidos y nuestra conciencia deja escapar con secreta deliberación? ¿O, como gustaba a Henry James, Edith Wharton, M. R. James y Javier Marías, son fantasmas solo mensurables en oscuras intimidades que nos asaltan inesperadamente?
Kinsella descubrirá que lo que le manda o sugiere esa misteriosa voz es que construya, en medio de un hermoso y prometedor maizal, ahora justo que su granja parece irse al garete, un campo de béisbol, pero de verdad, reglamentario, para que alguien venga a jugar. Una locura, un nonsense, un desafío literalmente bíblico o de manicomio.
Probablemente no hay un deporte más norteamericano que el béisbol. Durante años, pasaba algo similar con el fútbol en todos los países del mundo, se jugaba de manera incesante en las calles de las ciudades y en descampados. El béisbol ha dejado, como el boxeo, y a diferencia del fútbol, un puñado de grandes novelas y cuentos, y el cine no ha sido ajeno a esa tendencia. Enseguida les cuento por qué me gusta mucho Campo de sueños, una película muy olvidada y por lo general infravalorada, pero entre tanto basta con mencionar películas como El orgullo de los yanquis, dirigida por Michael Curtiz, con Gary Cooper; El mejor, dirigida por Barry Levinson, con Robert Redford; y Por amor al juego, dirigida por Sam Raimi, con Kevin Costner, y una deliciosa comedia juvenil; Los Picarones, dirigida por Michael Ritchie, con Walter Matthau. Lo mejor, y lo más incomprensible de todas esas películas que me gustan mucho, y que en algún caso han constituido éxitos, relativos, internacionales, es que tratan de un juego, de un deporte, que me resulta un arcano, por completo indescifrable, pero que pese a todo captura mi atención y me emocionan.
Campo de sueños es algo más, claro, que una película sobre béisbol —que lo es—, sobre todo por lo que significa ese juego en el imaginario colectivo y en el de la infancia y juventud, que parecen ya difuntas, en la vida de Ray Kinsella. De repente, todo lo que significó el juego, el deporte, el béisbol, reaparece en esa granja, en se campo de maíz. Campo de sueños es, como buena película americana, una película sobre los sueños, de esos sueños tan frágiles, tan manipulables, tan terrenos cuando se ejecutan en la vida, y es una película sobre la redención, sobre las segundas oportunidades, sobre la esperanza. Kinsella debe construir un campo para que acudan, surgiendo misteriosamente del maizal que lo rodea, míticos, legendarios jugadores de béisbol. No son simples jugadores, son jugadores manchados por el pecado, por incumplir las reglas del juego, por la sospecha de haber amañado, por dinero, un campeonato no menos legendario, un escándalo conocido como el de las medias Negras, en el año 1919. Convocados por ese campo de juego que les construye Kinsella regresan de donde sea, el limbo, el purgatorio, el reservorio fantasmal para gente con cuentas pendientes en la eternidad, liderados por Shoeless Joe Jackson (Ray Liotta), el ídolo del padre de Kinsella. Fantasmas o no, regresan para jugar, para ser felices haciendo lo que hicieron, sin apuestas, dinero o corrupción.
Pero hay más necesidades que explora el muy rico guión de Phil Alden Robinson. La de los sueños incumplidos, como el del activista político Terence Mann (James Earl Jones), cuyos libros quieren prohibir en la escuela del condado, que nunca pudo jugar con los Brooklyn Dodgers, o el de Archibald “Moonlight” Graham (Frank Whalley-Burt Lancaster), en plantilla con los legendarios New York Giants pero que nunca pudo batear en un partido. Graham se hizo médico y nunca lo lamentó.
Kinsella regresa también a la esperanza, a la felicidad de hacer algo para si mismo y para los demás, a su padre lejano y herido como el mismo. Siempre que se construye algo se empieza algo, y eso es el campo que esa imperativa voz que oye Kinsella le demanda construir. Lo necesitan los jugadores, lo necesita Kinsella, su familia, su padre, lo necesitamos todos.
Phil Alden Robinson escribió un hermoso, emocional, sentimental guión lleno de pathos, modulando el suspense, dibujando de manera impresionista los personajes y sus sentimientos. Sabiamente, no desvela el misterio, porque un misterio desvelado no provoca sino decepción, frustración. No es una película sobre un milagro, sino sobre una apuesta moral existencial y por eso, si aceptas el reto, te llega al alma y al corazón. Costner, esa magnífica y poco estimada actriz que es Amy Madigan, el gran Ray Liotta, por no hablar de James Earl Jones y un inesperado Burt Lancaster.
“¿Esto es el cielo?”, pregunta uno de los desconcertados jugadores. Pero no, solo es Iowa, aunque el tiempo y el espacio se hayan detenido para que los jugadores, Kinsella y su familia, y nosotros los espectadores, seamos felices durante un rato, inmersos en una película. Just a movie.
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Campo de sueños (Field of Dreams, 1989). Producida por Lawrence Gordon y Charles Gordon para Universal Pictures. Dirigida y escrita, adaptando la novela Shoeless Joe, de W. P. Kinsella, por Phil Alden Robinson. Fotografía de John Lindsey. Montaje, de Ian Crawford. Diseño de producción, Dennis Gassner. Dirección de arte, Leslie McDonald. Vestuario, Linda Bass. Música de James Horner. Interpretada por Kevin Costner, Amy Madigan, James Earl Jones, Ray Liotta, Burt Lancaster, Timothy Busfield, Frank Whalley, Gaby Hoffman, Dwier Brown, Fern Persons. Duración, 107 minutos.
Una pequeña rectificación: El orgullo de los Yanquis no la dirigió Michael Curtiz sino Sam Wood, que volvería a trabajar con Gary Cooper en Por quién doblan las campanas, Casanova Brown y la exótica.