La editorial Reino de Cordelia recupera uno de los títulos más apreciados por todos los amantes de los sanfermines: Fiesta, de Ernest Hemingway. Pero, además de la traducción de Susana Carral y del prólogo de Luis Enríquez, añaden unas ilustraciones de Carlos Fernández del Castillo que convierten el presente volumen en una edición de lujo.
En Zenda ofrecemos el primer capítulo de Fiesta (Reino de Cordelia).
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Robert Cohn había sido campeón de peso medio en Princeton. Que nadie crea que ese título de boxeo me impresiona en exceso, pero significaba mucho para Cohn. No le importaba el boxeo, de hecho le disgustaba, pero aprendió a boxear con mucho esfuerzo y a conciencia para contrarrestar la sensación de inferioridad y timidez que experimentaba cuandoen Princeton lo trataban como a un judío. Sentía cierto consuelo interior al saber que podría derribar a cualquiera que se mostrase presuntuoso con él, aunque, con lo tímido y buen chico que era, solo peleaba en el gimnasio. Era el alumno estrella de Spider Kelly. Spider Kelly enseñaba a todos sus jóvenes caballeros a boxear como pesos pluma, ya pesaran cuarenta y siete kilos o noventa y tres. Pero a Cohn parecía irle bien. Era muy rápido. Era tan bueno que Spider no tardó en empezar a enfrentarlo a contrincantes superiores y consiguió que tuviese la nariz permanentemente aplastada. Eso hizo aumentar la aversión que Cohn sentía por el boxeo, aunque le provocaba cierta extraña satisfacción y, sin duda, mejoró su nariz. Durante su último año en Princeton leía demasiado y empezó a usar gafas. Nunca he conocido nadie de su clase que se acordara de él. Ni siquiera recordaban que había sido campeón de peso medio.
Por parte de padre, Robert Cohn pertenecía a una de las familias judías más ricas de Nueva York y, por la de su madre, a una de las más antiguas. En la academia militar en la que se preparó para entrar en Princeton, y en la que había jugado un muy buen papel de extremo en fútbol, nadie lo había hecho pararse a pensar en su raza. Nadie le había hecho sentir que era judío y, por ello, distinto a los demás, hasta que llegó a Princeton. Era un chico agradable, simpático y muy tímido, y eso lo amargó. Se desahogó boxeando, salió de Princeton con un doloroso sentido del ridículo y la nariz aplastada y se casó con la primera chica que lo trató bien. Estuvo casado cinco años, tuvo tres hijos, perdió la mayoría de los cincuenta mil dólares que su padre le había dejado, porque el resto de la herencia había sido para su madre, la infelicidad doméstica con su esposa rica lo moldeó de una forma muy poco atractiva y, justo cuando había decidido dejar a su mujer, ella lo dejó a él y se fugó con un pintor de miniaturas. Como llevaba meses pensando en abandonar a su esposa y no lo había hecho porque sería demasiado cruel privarla de su persona, la marcha de ella supuso una conmoción de lo más saludable.
Se llegó a un acuerdo de divorcio y Robert Cohn se fue a la Costa Oeste. En California empezó a codearse con gentes del mundo literario y, como aún le quedaba algo de los cincuenta mil dólares, al poco tiempo financiaba una revista de arte. La revista comenzó a publicarse en Carmel, California, y terminó en Provincetown, Massachusetts. Para entonces Cohn, al que habían considerado un auténtico ángel y cuyo nombre aparecía en la página de créditos como un simple miembro del comité de asesores, se había convertido en el único editor. El dinero era suyo y descubrió que le gustaba la autoridad de la edición. Cuando la revista resultó demasiado cara y tuvo que dejarla, lo lamentó.
Pero entonces ya tenía otras cosas de las que preocuparse. Se ocupaba de él una señora que esperaba ascender gracias a la revista. Era muy enérgica y Cohn nunca tuvo la más mínima posibilidad de que no lo metiese en cintura. Además, estaba seguro de que la amaba. Cuando esa señora vio que la revista no iba a salir adelante, se enojó con Cohn y decidió que sería mejor aprovechar lo que pudiese mientras quedara algo que aprovechar e insistió para que fuesen a Europa, donde Cohn podría escribir. Llegaron a Europa, donde la señora se había educado, y se quedaron tres años. El primero lo pasaron viajando y los dos últimos en París, donde Robert Cohn tenía dos amigos, Braddocks y yo. Braddocks era su amigo literario. Yo era su amigo para jugar al tenis.
Frances, la señora que lo dominaba, a finales de esos dos años descubrió que estaba perdiendo su atractivo y su actitud hacia Robert cambió y pasó de una posesión y una explotación descuidadas al total empecinamiento por casarse con él. Durante ese tiempo la madre de Robert le había concedido una asignación que rondaba los trescientos dólares al mes. Creo que en dos años y medio Robert Cohn no se fijó en otras mujeres. Era bastante feliz, salvo porque, como muchas otras personas que vivían en Europa, él habría preferido estar en Estados Unidos, y había descubierto la escritura. Escribió una novela, que no era tan mala como luego dijo la crítica, aunque resultaba pobre. Leía mucho, jugaba al bridge y al tenis y boxeaba en un gimnasio del barrio.
Fui consciente por primera vez de la actitud de esa señora hacia él una noche, después de que los tres cenáramos juntos. Cenamos en L’Avenue y después fuimos al Café de Versailles. Tras el café tomamos varios aguardientes y yo dije que tenía que marcharme. Cohn había hablado de ir los dos de fin de semana a algún sitio. Quería salir de la ciudad y hacer una buena caminata. Yo sugerí que volásemos a Estrasburgo y subiésemos andando a Santa Odilia o algún otro lugar de Alsacia.
—Conozco a una chica que vive en Estrasburgo y que puede enseñarnos la ciudad —dije.
Alguien me dio una patada por debajo de la mesa. Creí que había sido casual y continué:
—Lleva allí dos años y lo sabe todo de la ciudad. Es una buena chica.
Recibí otra patada por debajo de la mesa y vi que Frances, la pareja de Robert, alzaba la barbilla y endurecía el gesto.
—Diablos —dije—, ¿y por qué ir a Estrasburgo? Podemos ir hasta Brujas o a las Ardenas.
Cohn pareció aliviado. No recibí más patadas. Les di las buenas noches y salí. Cohn dijo que quería comprar un periódico y que venía conmigo hasta la esquina.
—Por el amor de Dios, ¿por qué hablaste de esa chica de Estrasburgo? —preguntó—. ¿Es que no te fijaste en Frances?
—No, ¿por qué iba a hacerlo? ¿Qué demonios le importa a Frances que yo conozca a una chica estadounidense que vive en Estrasburgo?
—Eso da igual. Es cualquier chica. Ya no puedo ir y se acabó.
—No seas tonto.
—No conoces a Frances. Es por las chicas. ¿No has visto la cara que puso?
—Bueno, pues vamos a Senlis.
—No te enfades.
—No me enfado. Senlis está muy bien. Podemos alojarnos en el Grand Cerf, darnos una caminata por el bosque y volver a casa.
—Bien, de acuerdo.
—Pues nos vemos mañana en las pistas —le dije.
—Buenas noches, Jake.
Se dio la vuelta para regresar al café.
—Te olvidas del periódico —dije.
—Es verdad. —Vino conmigo hasta el quiosco de la esquina—. No estás enfadado, ¿verdad, Jake? —preguntó con el periódico en la mano.
—No, ¿por qué iba a estarlo?
—Nos vemos en el tenis —contestó.
Lo observé mientras regresaba hacia el café, sujetando el periódico. Me caía bien y, por lo visto, con ella no llevaba una buena vida.
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Autor: Ernest Hemingway. Ilustrador: Carlos Fernández del Castillo. Traductora: Susana Carral Martínez. Título: Fiesta. Editorial: Reino de Cordelia. Venta: Todos tus libros, Amazon, Fnac y Casa del Libro.
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