(apuntes de filosofía para jóvenes, segunda entrega)
La filosofía comienza cuando a un griego se le ocurre que para los sucesos de la naturaleza podía haber una explicación que no requiriera recurrir a causas sobrenaturales; un decir, los dioses. Que el rayo no tenía por qué salir de las manos de Zeus, ni Deméter ocuparse personalmente del crecimiento de las mieses. Esto, que parece trivial, no lo es tanto: hasta ayer sufríamos aquí a un ministro que se encomendaba a su ángel de la guardia para encontrar aparcamiento, y a nuestro alrededor no faltan quienes confían en la intervención de tal o cual santo para curar una enfermedad o ganar el premio de la lotería.
Ahí es nada, abrir para la Humanidad el camino hacia la razón y el conocimiento… eso es lo que debemos al genio griego. No fue, claro está, algo instantáneo; más bien un proceso, pero como gustamos tanto de símbolos y referencias, le hemos puesto nombre —Tales—; lugar —Mileto— y una fecha a caballo entre los siglos VII y VI a. C.
Tales, como el resto de filósofos que llamamos presocráticos —veremos en el capítulo siguiente por qué Sócrates es una bisagra entre dos líneas de pensamiento— se ocupaban, ya se ha dicho, de la naturaleza. Y no sólo tuvieron la inteligencia de desechar la visión religiosa del mundo; también intuyeron que, bajo la apariencia caótica de la realidad, debía existir una norma, unas reglas de funcionamiento. Algunas palabras que manejamos cotidianamente, puro griegas de origen, conservan a través del tiempo el perfume de aquellos momentos fundacionales de la razón: cosmos significaba ordenado; método, —conteniendo la raíz odos: vía, calle— se podría traducir en su literalidad por seguir el camino….
En el jardín de los presocráticos —o, más propiamente, filósofos de la naturaleza— otros nombres relevantes acompañan a Tales: Parménides, Anaximandro, Anaxímenes, Heráclito, Pitágoras, Empédocles, Leucipo, Demócrito, Anaxágoras, Jenófanes… Queriendo entender el porqué de las cosas, cada uno propuso su propia explicación, su teoría (palabra también griega que vendría a significar: resultado de mirar algo con detenimiento). Para Parménides, la realidad —el Ser— es único e invariable. Heráclito, al contrario, sólo percibía un continuo cambio: nadie se baña dos veces en el mismo río. El ápeiron, lo indeterminado, era el principio rector de Anaximandro como el aire para Anaxímenes, la tierra para Jenófanes y los cuatro elementos para Empédocles…
Contado esto así, parece una carrera de ocurrencias. Y es que los griegos tenían la magnífica y disculpable soberbia de creer que sólo con la fuerza del intelecto se podía penetrar en la esencia de las cosas. No se molestaban en hacer experimentos y comprobar si sus planteamientos teóricos coincidían con la realidad práctica. De ahí toda esa barahúnda de principios… alguno de los cuales ha llegado fresco hasta nuestros días: los átomos de Demócrito.
Demócrito de Abdera, de cuya ingente obra apenas quedan referencias indirectas, fue uno de los más grandes e influyentes sabios de la antigüedad. Su visión del mundo, radical y moderna, puede resumirse así: el universo es un gran e ilimitado vacío donde flotan libremente partículas elementales e indivisibles a las que llamó átomos. Los átomos se mueven, agrupan y separan, y de esta combinación surge toda la realidad. Y, quizá lo más importante, no hay un propósito tras esto. No hay objetivo que alcanzar. En la naturaleza no hay finalidad.
Tres milenios después, ajustando algunos matices, la ciencia confirma las intuiciones de Demócrito. Pero, como le ocurrirá luego a Darwin con la teoría de la evolución, lo que más rechazo ha venido suscitando desde antiguo es precisamente la pureza de su materialismo. Asumir que el azar guía el devenir de los acontecimientos es inaceptable para la pobre y triste vanidad de los seres humanos. Preferimos pensar que hay un dios gobernando las cosas, que la naturaleza se creó para nuestro disfrute, que somos la cúspide del proceso evolutivo…
Pues para curarnos de esas ensoñaciones, para saber vivir en esta finitud sin trascendencia, es precisamente para lo que sirve la filosofía.
Próximo capítulo: Sócrates, un friki en el ágora.
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