Don José Ayuso era un maestro viudo cuyo mayor orgullo consistía en mostrar a quien quisiera admirarlo su carné de socio del Atlético de Madrid con el lustre de dos dígitos. Lo que sin duda no podría esperar aquel maestro de escuela es que el hijo de la cocinera del restaurante donde comía (y a quien enseñó a leer con cuatro años tras descubrirle moviendo los labios frente a un periódico que el enano sostenía dado la vuelta) comenzaría cincuenta años después la memoria de su última novela hablando de él.
Fueran cualesquiera los propósitos de don José, lo cierto es que a ese alumno anexionado le fue mejor con las palabras que con el deporte, pues al rapazuelo empezó a interesarle más cambiar tebeos en el quiosco de la esquina que acercarse a un campo de fútbol y, con el paso del tiempo, llegaron las primeras novelas para hacer compañía a los tebeos. También empezó a escribir como un tonto el primer diario (en un dietario rojo de cervezas Mahou), los primeros poemas tontos, y después los primeros relatos más tontos aún.
Aquel muchacho, que seguía escribiendo sin desmayo y con más o menos tontuna, terminó un día sus estudios de secundaria. Se vio entonces obligado a elegir camino en la vida y, como tenía más vida que camino recorrido, eligió Derecho, que es lo que por norma elegían quienes habían estudiado letras. Mala idea. El propósito de escribir se hacía más fuerte en la misma proporción que la Lex Romana Visigotorum se volvía insoportable, de modo que el jovenzuelo resolvió más o menos a lo loco hacerse escritor y, por si eso fuera poco, se le ocurrió que para tal propósito ningún conocimiento podría serle más útil que la filosofía. Así que cambió sin más de carrera universitaria.
Advertido de que para ser escritor la norma de oro es encontrar otra fuente de ingresos, el tipo probó suerte como profesor de filosofía, ya que se había puesto al asunto. Y el caso es que le gustó. Le gustó mucho, joder. Respecto a escribir, enseñar tenía la ventaja de que los receptores del mensaje estaban ahí, parecían alertas (más o menos) y eran materiales (según el día). Reales, en suma. La desventaja era que el margen creativo era un poco más estrecho del que hubiera deseado.
El hombre a quien don José enseñó a leer enseñaba y escribía, escribía y enseñaba. Hasta que un día, ganado por la euforia de una explicación particularmente brillante (a veces se las gastaba así) el exniño pidió a su alumnado que imaginase a todos los filósofos metidos en un jardín.
—Pensad en Platón buscando la verdad en el cielo, Aristóteles en la hierba, Santo Tomás en quien ha diseñado el jardín, Descartes haciendo yoga, Hume dudando si en verdad existe un jardín, Kant sentenciando que lo que hubiese al otro lado de la valla era ya opinión de cada cual, Marx proponiendo cortar los cataplines del propietario para socializar las flores, Nietzsche bañándose en el estanque mientras dedicaba al resto una peineta, Ortega proponiendo cambiar los cultivos para que el ambiente oliese mejor y Sartre advirtiendo de que cada cual era responsable de lo que plantase, así que convenía tener cuidado.
Sin que pudiera prevenir los resultados, los alumnos se descompusieron de risa mientras lamentaban que las lecturas obligatorias de la materia no se pareciesen en absoluto a ese panorama tan divertido. El primer propósito literario del ya madurito profesor fue escribir una obra de teatro con aquel jardín como escenario, haciendo coincidir allí a todos los filósofos para que charlasen “de sus cosas”, esas que resultan a veces, sin que los mortales lo sepan, tan importantes para su existencia cotidiana. ¡Hacer filosofía riendo!
Otras urgencias, llámese vida, obligaciones, compromisos, hijos o hipotecas fueron postergando el propósito hasta que de repente un último verano iluminó aquel camino señalado y… Voilà, que diría el amigo Descartes. ¿Y si en lugar de un jardín los metía en mitad del mar, de la nada, obligados a ponerse de acuerdo en cuestiones como qué es el ser humano, cómo conocemos, qué es el bien, si Dios existe…? Una utopía, sí, pero ¿qué mejor tripulación para un yate que llevase tal nombre?
Necesitaba para ello un testigo ingenuo y de lujo, alguien inquieto pero no muy ducho en la materia para que un lector poco versado pudiese identificarse con el ambiente. Entonces se me apareció Jenny, una exprostituta de Carabanchel (por ejemplo) libre de prejuicios, contratada por el individuo que ha secuestrado a los filósofos para interpretar lo que hablan sobre esos grandes temas y transmitírselo al enigmático secuestrador. Ya solo quedaba hacerse con el plano de un yate de lujo, acotar espacios, crear las personalidades de los pensadores a partir de las palabras que escribieron y de los actos que dejaron como huella de su paso por la vida.
Después de dotarles de existencia en pantuflas, con piscina, salón recreativo y combinados alcohólicos, el viejo profesor solo ha pretendido vengarse con cariño de esa gente que ya es casi su familia porque lleva más de media vida hablando de ellos. También acercar a todo tipo de lectores unos sujetos tan estirados en apariencia y tan flexibles en realidad que una simple mujer sin pudor puede alterar sus principios (entre algunas otras cosas). Ah, y por allí ronda el perro de Sócrates, que como no podía ser de otro modo se llama Plutón.
La convicción que subyace en este divertimento es que la filosofía no puede ser aburrida porque trata de explicar la vida y si la vida es aburrida no merece la pena ser explicada.
Gracias por tanto, don José.
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Autor: Miguel Sandín. Título: La tripulación del Utopía. Editorial: Pez de Plata. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro
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