El sudor apenas le permite ver. El casco de colmillos de jabalí, coronado por una crin de caballo tintada, regalo de su amado Odiseo, le pesa, insufrible. Deja caer el enorme escudo. Está agotado. No se permite bajar la guardia ni para recobrar el resuello. Las recias placas de su armadura le parecen una carga de mil talentos.
Intenta llenar sus fatigados pulmones con avaricia. El Simoente y el Janto, aunque desde su posición actual no se ven, hacen que una humedad pastosa se pegue a sus miembros.
Se apoya en la baranda de su carro. Mira a su auriga. La ojizarca Atenea no hace mucho llevó esas mismas riendas. Vela siempre por él, aunque haya vuelto al Olimpo. El hijo de Tideo suspira: se sabe caro a la diosa de ojos glaucos, al igual que antes lo fuera su padre. El amor de la diosa no impidió que su progenitor cayera muerto ante la puerta de Preto en la infausta Tebas, cuando él aún era un niño. “Cree en los dioses pero no confíes siempre en ellos”, le decía su añorada aya en el palacio de su abuelo materno, rey de Argos. Así que, a pesar de que Atenea lo proteja, se mantiene atento como el lobo hambriento que otea el valle desde un risco en busca de alguna presa con la que saciar el hambre de su manada.
Se palpa la herida. El infame hijo de Licaón, cobarde cual liebre, pues combate con el femenil arco, atinó a herirlo con una flecha en el hombro derecho. Esténelo, su conductor, le extrajo el dardo y le hizo una somera cura. Cuando acabe la jornada, acudirá al divino Macaón para que le cosa la herida y le dé alguna poción con la que bajar la fiebre que lo abrasa y mitigar el dolor que lo exacerba.
Atenea le insufló fuerzas para dar rienda a su furia homicida. Se lanzó contra los troyanos al igual que un león se arroja sobre una manada de bueyes. Hizo viajar al lóbrego Hades a 8 mozos en plena lozanía antes de encontrarse frente a frente con Pándaro, el hijo de Licaón, quien tan cobardemente lo hiriera. El pusilánime le había rogado al bravo Eneas que lo dejara subir a su carro para no tener que combatir como un infante.
Pándaro arrojó primero su pica, le atravesó el escudo y llegó hasta la coraza, mas no la traspasó. Diomedes respondió a su ataque tirándole su lanza, que lo hirió junto al ojo y le barrenó la cara. Eneas se abalanzó del carro para proteger el cadáver y que los dánaos no lo despojaran de sus armas.
Eneas, hijo de Anquises y, decían, de la misma diosa Afrodita, se plantó semejante a un león profiriendo horrísonos rugidos, empuñando lanza y escudo, igual a un dios. Diomedes el Tidida, por su parte, levantó una enorme piedra, que dos hombres juntos hubieran sido incapaces de alzar, y se la arrojó a su enemigo alcanzándole en el cotilo que unía el muslo con la cadera.
El troyano cayó de rodillas apoyado con una mano en el suelo. El Tidida se abalanzó sobre él cual lobo presto a degollar a una oveja, mas un pliegue de una tela blanca, a todas luces no confeccionada por un mortal, cubrió al herido. Su madre Afrodita lo protegía.
Diomedes, transido de furia al verse privado del trofeo de la armadura de su rival, no dudó en acometer a la propia diosa, sabiéndola timorata. La hirió en la muñeca y de ella manó el icor, la sangre de los dioses, que el héroe intentó que no lo salpicara: para un humano el contacto con éste era mortal.
A la diosa la tuvo que salvar Iris, la de pies como el viento, mientras que Apolo amparaba a Eneas. Diomedes, cabalgando sin duda a una erinia, atacó al mismísimo dios flechador, que hubo de emplearse a fondo para repeler su ataque. El argivo, frenado a la cuarta acometida por las aterradoras palabras del dios, se replegó unos pasos. Un silencio preñado a la vez de terror ante la osadía del Tidida como de admiración por su coraje se cernió sobre el campo de batalla.
Hubo de ser el mismo Ares, divinidad de la guerra, transfigurado en el tracio Acamante, quien avivara el deseo de volver a la lucha entre los troyanos. Héctor, domador de caballos, príncipe de Ilión, tocado en su orgullo, lanzó un furibundo contraataque, auxiliado por el mismísimo Ares y sus horríferos vástagos Deimos y Fobos.
Por primera vez Diomedes sintió una sensación amarga que se negaba a llamar miedo e hizo retroceder a sus hombres. Hera y Atenea les hicieron recobrar el valor y que volvieran a ser leones o jabalíes, cada cual según su natural, en vez de los mansos corderos en los que se habían convertido.
Atenea arrebató las riendas a Esténelo y llevó al combate a Diomedes. Se encontraron con el carro donde iban Héctor y Ares. El dios arrojó el primero la terrible lanza, que Atenea consiguió desviar. Diomedes, en cambio, hirió al Enialio, al dios destructor de hombres, en el ijar. La divinidad profirió un alarido semejante al que profirieran 10 miríadas de hombres y ascendió al Olimpo a llorar ante su padre Zeus la herida que le había infligido el dánao.
Tras Ares se alzaron Hera y Atenea. Los dioses habían dejado de nuevo solos a los mortales. Había que seguir alimentando las voraces bocas de Hades con nuevas muertes. En ello se empeñaron con fruición Áyax Telamonio, Euríalo, Polipetes, Odiseo, Teucro y el mismo Agamenón, pastor de reyes, entre otros muchos. Diomedes, inasequible al cansancio, hizo morder el polvo a otra pareja de jóvenes más. Los troyanos comenzaron a recular buscando la salvaguarda de los muros de Ilión. Héctor hubo de emplearse a fondo para frenar su desbandada apelando a lo más sagrado para ellos.
Diomedes mira cómo los troyanos intentan reordenar sus tropas. Nadie osa ponerse en su camino: temen al insensato que ha sido capaz de herir a dos dioses. Se le acerca por detrás Elpénor, uno de los hombres de su amigo Odiseo. Le trae un odre con vino y un tasajo de carne de cabra. Ha de reponer fuerzas. Aún queda mucho para que el sol caiga por el occidente y lo que resta de combate promete ser arduo. Sus argivos lo rodean para que pueda comer tranquilo.
Ante él, a no mucha distancia, Ilión, cuyas murallas, erigidas al unísono por Zeus y Apolo, auxiliados por los cíclopes, la hacen inconquistable. A sus espaldas el mar y las negras naves en las que los aqueos acudieron a vengar la afrenta sufrida por Menelao, cuando el infame Paris raptó a su esposa Helena. Desde entonces, nueve años de combates tan sangrientos como los de esta mañana. Miles de jóvenes hechos descender en plena gallardía hasta los dominios de Caronte. Aquiles, el mejor de los dánaos, apartado de la lucha y recluido en su tienda por una disputa con Agamenón.
Un grito de uno de sus hombres interrumpe sus divagaciones: de entre los teucros se ha adelantado un guerrero, primorosamente armado. Le está retando a un combate singular. Se atreve a retarlo a él después de todo lo que le ha visto hacer esta mañana.
Diomedes no se fía. Teme que sea otro dios travestido en apariencia mortal. Aún se le erizan los vellos al recordar la ira de Ares y de Apolo. Antes de aceptar el reto necesita saber su filiación.
“¡Sobresaliente guerrero! ¿Quién eres tú de entre los mortales?
Nunca te he visto en la lucha, que otorga gloria a los hombres,
antes. Sin embargo, ahora estás muy por delante de todos
y tienes la osadía de aguardar mi pica, de luenga sombra.
¡Desdichados son los padres cuyos hijos se oponen a mi furia!
Pero si eres algún inmortal y has descendido del cielo,
desde luego yo no lucharía con los celestiales dioses.
(…)
Mas si eres un mortal de los que comen el fruto de la tierra
acércate más y así llegarás antes al cabo de tu ruina”.
Homero, Ilíada, VI, 123-143 (Traducción de E. Crespo, Editorial Gredos)
El troyano apoya su lanza en el suelo del carro, pero no deja de protegerse con el escudo. No se desguarnece, pese a que esté parlamentando. Es un guerrero curtido, aunque no lo haya visto antes en el campo de batalla. Le responde con aladas palabras:
“¡Magnánimo Tidida! ¿Por qué me preguntas mi linaje?
Como el linaje de las hojas, tal es también el de los hombres.
De las hojas, unas tira a tierra el viento, y otras el bosque
hace brotar cuando florece, al llegar la sazón de la primavera.
Así el linaje de los hombres, uno brota y otro se desvanece”.
Ilíada, 145-149.
El desconocido habla bien. Algún dios ha debido de verter miel en su lengua. Su parlamento es largo, de una elegancia que cautiva a sus oyentes. Teucros y dánaos ponen fin momentáneo a la contienda y se arremolinan en torno a los dos héroes.
El troyano desciende de Sísifo, legendario rey de Corinto, que expía sus pecados en el Tártaro arrastrando una enorme roca ladera arriba, la cual vuelve a caer cuando el condenado consigue subirla a la cumbre. Así por toda eternidad. Tal es el precio que han de pagar quienes se atreven a ofender a los dioses.
Nieto del mismo fue Belerofonte, cuyo nombre los aedos llevan por los vientos de todo el Egeo: tras domar al caballo alado Pegaso, acabó con la Quimera, un monstruo con cuerpo de cabra, cabeza de león y cola de serpiente, que sembró el terror en Asia Menor, adonde el héroe se había exiliado, concretamente al reino de Licia. Hijo de éste fue Hipóloco, quien engendró al que osaba hacer frente a Diomedes: Glauco.
El hijo de Tideo queda atónito cuando el otro concluye su parlamento. Belerofonte es conocido en toda la Hélade. Además en Argos fue huésped de Eneo, su abuelo, e intercambiaron regalos de hospitalidad que se exhiben en lugar de honor en los respectivos palacios familiares. No puede luchar contra él: sería una traición a sus ancestros y a los de sus contrincante. Sería, ante todo, una ofensa a Zeus Xenios, que toma bajo su égida la protección del sagrado derecho de asilo. Todos saben cómo castiga el dios del trueno a quien lo ofende.
Así se lo hace saber a Glauco: no va a cruzar sus lanzas con él. Hay muchos jóvenes en los dos bandos con quienes hacerlo.
Ambos guerreros saltan de sus respectivos carros. Los héroes se cogen primero de las manos, para renovar a continuación sus lazos de hospitalidad con un abrazo. Diomedes se despoja de su broncínea armadura, valorada en 9 bueyes, y se la ofrece a Glauco. Éste, que lleva una armadura de oro tasada en 100 bueyes, en vez de mandar a un criado a sus pabellones a por un regalo del mismo valor que el que le ha hecho su enemigo, se desprende de su coraza, sus relucientes grebas y su casco de fluctuante cimera y se las entrega. Un murmullo, mitad admiración, mitad sorpresa recorre el campo.
Diomedes manda sacrificar dos bueyes para agasajar a su huésped. Odiseo ordena traer 10 pellejos de vino y se une al convite. Glauco y otros nobles troyanos aportan pan, queso, aceitunas y más negro vino. Los que hace unos suspiros se mataban ahora honran a Zeus Xenio compartiendo un banquete. Ares queda estabulado. De momento.
Pronto ha de volver Héctor, el de tremolante casco, que se ha desplazado a la inexpugnable Ilión a suplicar a las ancianas que acudan al templo de la glaucopis Atenea y le ofrenden 12 terneras, para ver si abandona su ira contra los troyanos y deja de auxiliar a los aqueos. Cuando torne a la explanada donde se guerrea, incluso él, el domador de caballos, el mejor bastión de los teucros, habrá de aguardar a que concluya el banquete en honor del Xenio. Tiempo de sol le restará aún al día para volver a lanzar a sus hombres al combate y dar rienda suelta a su ira sanguinaria.
Homero, el aedo inmortal, nos da testimonio del carácter sagrado que tiene para los hijos de la Hélade la hospitalidad, incluso para un extranjero. En su otro gran poema épico, La Odisea, nos presenta a Odiseo que ha llegado como náufrago al país de los feacios, donde no quiere darse a conocer ante la corte pues ignora si está en nación enemiga o amiga. Es agasajado por su rey con un banquete a pesar de que ha sido descubierto en la playa desnudo y desvalido.
Dejemos que sean los hexámetros homéricos los que nos canten el momento en que el desconocido, que apela a Zeus como patrón de los extranjeros, implora la hospitalidad de la princesa Nausícaa, quien lo ha hallado en la orilla:
«ἀλλ᾽ ὅδε τις δύστηνος ἀλώμενος ἐνθάδ᾽ ἱκάνει, (206)
τὸν νῦν χρὴ κομέειν: πρὸς γὰρ Διός εἰσιν ἅπαντες
ξεῖνοί τε πτωχοί τε, δόσις δ᾽ ὀλίγη τε φίλη τε.» (208)
«Pero este que llega no es más que un viajero perdido. (206)
¡Infeliz! Acojámosle: es Zeus quien nos manda a los pobres
Y extranjeros errantes que el don más pequeño agradecen.» (208)
Odisea, Canto IV
Recomendamos acudir a este enlace y leer más acerca del ritual de hospitalidad para los griegos.
Siete siglos después de que Homero regalara a la humanidad sus versos, Ovidio, otro heleno mas nacido en Italia y escribiendo en latín, nos explicaría en su colosal Metamorfosis el por qué para los habitantes de la Hélade el asilo es sagrado y está consagrado a Zeus, al que el de Sulmona llama Júpiter. Lo hace en la historia de Baucis y Filemón. Éstos son una pareja de ancianos que vive en una mísera cabaña en las afueras de Frigia. A su morada llegan Júpiter y su hijo Mercurio, disfrazados de mendigos, tras haber llamado a mil casas pidiendo amparo y haberse encontrado que en todas les habían atrancado las puertas sin atenderlos. Baucis y su esposo Filemón acogen a los mendicantes a pesar de vivir en la más absoluta pobreza. Los sientan a su mesa, ofreciéndoles su propio lecho y les dan de cenar y beber, dispuestos a sacrificar a su único ganso para que sus huéspedes gocen de una cena mejor de la que ellos disfrutan a diario. El animal se refugia en el regazo de Júpiter, quien se da a conocer e invita a sus anfitriones a abandonar su cabaña y ponerse a salvo, porque va a inundar la ciudad que tan mal los acogió y sólo ellos van a salvarse del castigo por su hospitalidad. Como gracia final les concede que, cuando les llegue la postrera hora, mueran a la vez y que se miren el uno al otro en la eternidad. A Filemón lo convertirá en roble y a Baucis en tilo.
En griego moderno existe la palabra Filoxenía, que procede del término ξένος (xenos), que a lo largo de los siglos sigue significando extranjero. Filoxenía significaría, pues, “amor al extranjero”. En español tenemos el vocablo contrario, xenofobia, el odio al extraño. Por desgracia filoxenía no ha cuajado en nuestra lengua, cuando en tiempos tan oscuros como los que nos están haciendo vivir las hordas ultraliberales, aventando la deshumanización de la sociedad, la aversión al foráneo, al diferente y un egoísmo ramplón y materialista un concepto así sería más preciso que nunca.
En el verano de 2013 fui nombrado Ciudadano de Honor de la isla de Quíos y de las islas Enusas, patria, la primera, de Homero, por haber ideado junto a Pedro Pruneda y Alfredo López el vídeo Gracias, Grecia, con el que hacíamos una declaración de amor a Grecia y a lo que esta cultura nos había legado.
Bajo el sol que antaño cobijara a mi adorado aedo pude comprobar en carne propia cómo sus descendientes seguían considerando sagrada la hospitalidad. Las muestras de su filoxenía para mí y los que me acompañaban quedaron grabadas a miel en mi alma.
Recuerdo una cena en un puerto pesquero, acariciados por las olas del vinoso ponto. Estábamos sentados en las mesas exteriores de una taberna con innegable sabor marinero. Al reconocernos como unos de los autores del susodicho vídeo, desde al menos un par de grupos nos invitaron a dos cuartillos de un delicioso clarete.
En una mesa algo distante, bajo el emparrado de entrada a la taberna, se había congregado una cuadrilla de una decena de hombres. Los más eran pescadores y estaban tomándose un ligero refrigerio a base de vino, aceitunas de Kalamata, queso y pistachos antes de embarcarse y afrontar una dura noche de pesca. Se les unieron otros tres varones más, llegados a caballo desde los campos cercanos, tocados con turbantes negros. Rebosaban amor por la vida. Alguno se levantaba y se ponía a danzar con fervor al son del hilo musical del local. Atraído por su vitalidad y por la belleza de sus danzas, me acerqué a su mesa y me detuve a distancia respetuosa, apoyado en una parra. Se percataron de mi presencia y me invitaron a sentarme a su mesa. Me hicieron sitio y sin preguntarme mi nombre ni siquiera si era griego, me trajeron un cuartillo de vino, un plato de esas aceitunas que, al morderlas, tienes la sensación de besar el Olimpo, y otro platillo con pistachos y queso. Quise corresponder a su generosidad invitándolos a una ronda. Me miraron casi ofendidos: ellos eran los anfitriones y yo su huésped. Acallaron mis balbuceos trayéndome dos jarrillas más.
A nuestra izquierda, a pocos centenares de metros, se erguía la Daskalopetra, la Piedra del Maestro, a la que desde tiempos ancestrales se decía que se subía Homero para enseñar sus poemas a sus discípulos. Levantando mi vaso en su dirección, brindé con mis anfitriones agradeciendo a los dioses que aún quedaran hijos dignos del cantor de Quíos, para los cuales los preceptos de Ζεὺς Ξένιος seguían siendo sagrados.
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