No sé si nos hemos vuelto tontos o muy tontos. La corrección política está llegando a extremos peligrosos además de absurdos. La última salida genial la ha protagonizado un gremio o asociación de payasos, a partir del estreno de la película It, basada en la novela de Stephen King del mismo nombre. Indignados, han llegado a pedir la retirada de la película porque da mala imagen a su colectivo y puede afectar negativamente a su contratación. Poco sentido del humor les queda. Está visto que leen poco, porque la novela es de 1986, el protagonista no es realmente un payaso —solo es una de las formas en que se materializa— y, hasta que la película no se ha estrenado, no han dicho nada. También está visto que la piel de los españoles en 1990 —cuando se estrenó una miniserie con el macabro payaso como protagonista— era de mayor grosor, y aunque según he leído sí que hubo comentarios, tampoco se armó tanto escándalo, probablemente porque las redes sociales magnifican estas trivialidades y entonces no existían. Creo que los profesionales del gremio pueden estar tranquilos: no creo que los niños en edad de ir al circo o de reírse con payasos sea el público objetivo de la película o la novela y, quiero pensar, sus padres tienen la madurez suficiente como para separar realidad y ficción. Además, tienen la tranquilidad de que su noble oficio ha sobrevivido a la publicación del 87 y la miniserie de los 90.
No es la primera vez que surge un movimiento de estas características. Ya comenté en otro artículo —Censura invisible— lo difícil que se está poniendo el escribir sin ofender a algún colectivo, y esto puede hacerse extensivo al cine que, además, se nutre en muchas ocasiones de obras literarias para sus guiones.
La figura del malo, sea protagonista o antagonista, es una de las más atractivas en todos los géneros. Hace poco, aquí mismo en Zenda, María José Moreno hablaba del tema del atractivo de la maldad —De lectores, maldad y novela negra—. Son muchos los malos inolvidables a lo largo de la historia y, cuando se trata de novela contemporánea, casi todos tienen una profesión con la que sentirse identificado, qué le vamos a hacer. Stephen King está abonado a ofender a todo colectivo que toque si tenemos en cuenta que escribe novelas de terror ambientadas en nuestra época, lo que implica que hay un malo, muy, muy malo, con profesión conocida. En el caso de It ni siquiera es un payaso, pero usar esa imagen ya lo convierte en un peligro para alguien.
No sé si alguna asociación se alzó en armas tras la publicación —o el estreno— de Misery (Stephen King 1987), donde Annie Wilkes es una enfermera de doble cara, alegre y servicial en su faceta pública, pero sádica, obsesiva y cruel en la privada. No creo que ningún paciente haya salido despavorido del hospital ante la sonrisa de una auxiliar de enfermería, traumatizado por el recuerdo de la brutal Wilkes y temiendo por su integridad.
Los yuppies y ejecutivos son un colectivo por lo general muy maltratado en la narrativa y el cine. Y esto puede afectar a los fabricantes de trajes de chaqueta, visto este atuendo como distintivo de psicópata retorcido, mala gente, aficionado a los estupefacientes y con la mano larga. Todo lo cual, además, puede mermar las posibilidades de ligar a los talentosos y sobradamente preparados brokers, ante el presumible miedo de las candidatas a terminar descuartizadas por uno de estos especímenes. Desde Patrick Bateman en American Psycho (Bret Easton Ellis 1991), siempre elegante, hasta El lobo de Wall Street —inspirada, para mayor desgracia, en la historia real de Jordan Belfort—, la imagen que se proyecta de este grupo social es muy negativa.
Los médicos tampoco salen muy airosos. Imagino que el Dr. Jekyll y el Dr. Frankenstein quedan lo bastante alejados en el tiempo como para no levantar suspicacias. Pero, ¿y Hannibal Lecter, personaje perverso donde los haya, de profesión psiquiatra, y con la mala costumbre de, además de matar a sus víctimas, comérselas? ¿En qué lugar queda la noble profesión de psiquiatra? Robin Cook, superventas de los ochenta, escribió toda una serie de libros que producirían grima a cualquiera que tuviera que entrar a un hospital. Flaco favor al sector sanitario, que debe inspirar confianza sin fisuras a quienes se ven obligados a recurrir a él. ¿Y si por culpa de Robin Cook me niego a que me operen, no vayan a extirparme los órganos para venderlos en el mercado negro? No señor, los médicos no pueden aparecer como los malos.
Podríamos seguir con policías corruptos, periodistas sin escrúpulos, madres desnaturalizadas, padres violentos. De las madrastras ni hablo… ¿Habrá figura más maltratada que la de madrastra —en español, además, suena fatal—, desde nuestra más tierna infancia?
Mientras nuestros malos de pesadilla se mantienen encerrados en las páginas de un libro pasan más desapercibidos, pero los realmente atractivos tienen por costumbre saltar a la pantalla del cine o televisión y ahí la repercusión es incontrolable, como ha pasado con It, y las redes sociales hacen el resto.
Si intentamos escribir sin ofender a nadie, a tenor de lo susceptible que se ha vuelto todo el mundo, solo podremos mostrar perversos, sádicos, violentos o psicópatas en novelas o películas históricas —tampoco lo tengo claro, siempre podrían ofenderse sus descendientes o los actuales moradores del territorio—, fantasía y ciencia ficción. De momento el colectivo de rubios —y rubias— no se ha quejado por la maldad de los Lannister ni es probable que los extraterrestes protesten por el octavo pasajero.
Tal vez la solución perfecta y políticamente correcta sea hablar de personajes sin profesiones ni personalidades, que no vivan en ninguna parte ni les pase nunca nada, sin rasgos físicos marcados, invisibles, que no hablen en exceso o incluso que no hablen en absoluto… Pero entonces, ¿qué nos queda? Lo dicho, mal vamos.
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