Los estudiosos del autor de Crimen y castigo y de Los hermanos Karamazov coinciden en destacar que Dostoievski no vivió una infancia que pueda considerarse feliz, lo que no solo forjó su ensimismado y sombrío carácter, sino que lo abocó al azaroso y peligroso mundo de los libros: «Este externo refugio de todos los descontentos, asilo de todos los desdeñados» (Zweig, 1953: 100).
Dostoievski fue condenado a muerte y objeto de un simulacro de ejecución que no se llevó a efecto porque en el último momento —ya con la capucha puesta y en el paredón, como en El milagro secreto de Jorge Luis Borges— llegó firmada, por el terrible zar Nicolás I, la conmutación de la pena por cuatro años de trabajos forzados en Siberia. Años en los que apenas pudo transcribir algunas breves anotaciones, por lo que cuando todo presagiaba la destrucción del escritor y, sobre todo, la aniquilación del ser humano —como aconteció con Oscar Wilde tras su experiencia carcelaria—, Dostoievski fortifica e intensifica en el sufrimiento su capacidad creativa.
Es en los largos días y noches de su cautiverio, tan bien reflejados en Recuerdo de la casa de los muertos, donde Dostoievski fija de manera definitiva su poética en el sufrimiento humano, en el dolor como conocimiento, a través de la lectura del único libro al que tenían acceso los presidiarios: la Biblia. Igual que el fuego cauteriza la madera de los instrumentos musicales para alcanzar las resonancias más sublimizadas, el sufrimiento y el dolor actúan de la misma manera sobre la corruptible materia humana tensionando las cuerdas de su sensibilidad; por eso, como señala Zweig, «los héroes de Dostoievski son todos grandes atormentados» (ibíd.: 140), ya que su mundo «está modelado única y exclusivamente sobre el dolor» (141).
Dostoievski, como Cayo Valerio Catulo, también odia a quien ama. Su literatura bien podría considerarse como un infructuoso intento por solventar esta terrible antinomia. Una desasosegante búsqueda que se prolonga por sus sucesivas obras sin encontrar una respuesta definitiva, o mínimamente concluyente, más allá de la ya apuntada por el poeta latino: «No lo sé, pero siento que es así y me atormento» (Catulo, 2000: 85). Debido a este tormento esciente que caracteriza la escritura dostoievskiana, su obra no deja de ser un incesante ejercicio de introspección, de descenso a los abismos interiores y a las más contradictorias pulsiones del alma humana (ahora diríamos de la condición humana).
Dostoievski pervierte los estados de felicidad de sus personajes, o si se prefiere sus estados de equilibrio desde una óptica burguesa, degradándolos hasta límites perturbadores, para que, en la ciénaga de su depravación, cuando ya todo parece perdido, encuentren los rasgos más intensos, prístinos e imperecederos de su humanidad, de su personalidad y naturaleza. La pretensión de sus personajes no es alcanzar la felicidad como en las novelas de Balzac, donde se persigue alcanzar la riqueza, dominar una ciudad o ser poderosos; como se pregunta Zweig retóricamente, «¿hay algún personaje en el mundo de Dostoievski que apetezca eso? Ninguno. Ni uno solo» (Zweig, 1953: 139).
Dostoievski busca la fortificación interior de sus personajes para dar salida al oculto ser que permanece en ellos; y, por analogía, para que el lector pueda escuchar la voz que habita en el subsuelo de su conciencia. Enfermo y con la salud arruinada, sobre todo desde su cautiverio en Siberia, supo incorporar la epilepsia a su obra literaria, cuyo ciclo convulsivo se corresponde —en su morir y renacer— con el sustrato profundo de algunos de sus más lúcidos personajes. Su obra es una biografía interior, un reflejo de su permanente ascensión y caída por sus abisales laderas interiores, para volver a ascender como un Sísifo atormentado por el peso de su conciencia.
Dostoiesvki fue un presidiario, pero también un exiliado. Sus numerosas deudas, debido en parte a su ludopatía, así como a las contraídas por su hermano, que también tuvo que afrontar tras su muerte, propiciaron su destierro voluntario a su detestada Europa. Pero el Sísifo ruso, cuando ya parecía tenerlo todo perdido otra vez, tras haber firmado un desesperado contrato leonino con el editor Stellovski, logró rehacerse de nuevo y escribir en unas penosas condiciones de acuciante necesidad económica cuatro obras maestras: Crimen y castigo, El jugador, El idiota y Los endemoniados. La publicación de estas obras le permitirá volver a su patria, reconocido como uno de los más grandes escritores rusos de todos los tiempos, un reconocimiento que pudo saborear antes de su muerte en su apoteósica intervención en la inauguración del monumento a Pushkin, inaugurado en Moscú el 8 de junio de 1880.
La editorial Akal, que estos últimos años ha prestado especial atención a los egregios escritores rusos, ha publicado una nueva edición de los Apuntes del subsuelo de Fiódor M. Dostoievski, traducida y prologada por Sergio Hernández-Ranera Sánchez. Los Apuntes del subsuelo revisten un especial interés dentro de la bibliografía dostoiesvskiana, y no solo porque pueda considerarse esta novela como un preclaro precedente de la escritura kafkiana o de la narrativa existencialista, sino porque explica, o más bien fundamenta, el desarrollo de su novelística posterior, desde Crimen y castigo hasta Los hermanos Karamazov.
Dostoievski escribe los Apuntes del subsuelo en uno de esos momentos en el que todo parece derrumbarse a su alrededor, en el periodo en el que está inmerso en una tumultuosa relación con Apolinaria Suslova —mujer que el propio escritor define como infernal—, y en el que muere su primera esposa (la viuda Isaev) y su queridísimo hermano Mikhail. A ello hay que sumar sus deudas, así como las dejadas por la revista —Época— que hasta esa fecha dirigía con Mikhail, con más entusiasmo que beneficio. En esta turbulenta situación personal que propicia su huida a Europa, escribe esta desasosegante y perturbadora confesión de un proscrito de la vida.
Apuntes del subsuelo es una novela corta, dividida en dos partes. La primera es un ejercicio de introspección, de descenso al abismo interior, donde el habitante del subsuelo —el yo oculto de cualquier persona— realiza una desasosegante y desabrida confesión a través de un monólogo interior dirigido a un público inexistente, al tribunal de la conciencia.
En estas breves páginas el narrador expone sus ideas, o más bien las contrapone al ideario de la sociedad de la que se siente marginado. El Narrador (mal que aqueja especialmente a los escritores) se proclama más inteligente que los demás, por lo que achaca a su lucidez la causa principal de su marginación social: «Una persona inteligente no puede convertirse en nadie importante, sino que únicamente un imbécil llega a ser algo» (Dostoievski, 2023. 33). Este argumento le sirve para reafirmarse en su condición de enfermo: «Les juro, señores, que tener conciencia en demasía es una enfermedad» (ibíd.: 25). El narrador se recrea en esa «demasía» que le permite tener una conciencia «vivida de humillación» (38), una humillación de la que obtiene el «placer de la desesperación», al reafirmarle y hacerle consciente de su pasiva culpabilidad: «Soy culpable, en primer lugar, porque soy más inteligente que los demás» (38). Dostoievski presenta una visión negativa de la condición humana, de sus congéneres, lo que le permite extraer conclusiones generales: «el hombre es un ser de naturaleza frívola y deshonesta» (74), por lo que su mejor definición es la de «un ser bípedo y desagradecido». Desde estas premisas, el habitante del subsuelo asevera que «una persona normal deba ser necesariamente tonta» (429) y que «las personas espontáneas y hombres de acción son activas en tanto que son personas obtusas y limitadas» (52); de ahí su enconada pasividad y que solo considere como fruto legítimo de la conciencia «la ociosidad consciente» (52).
Una ociosidad consciente desde la que el narrador defiende los impredecibles deseos y acciones, porque, precisamente, al ser humano «le gusta el logro, pero no tanto su consecución» (75). Ello hace que dos por dos nunca sean cuatro, ya que una vez satisfechos sus anhelos el hombre «pergeñará la destrucción y el caos, inventará diversos sufrimientos y seguirá en sus trece» (70) para demostrarse a sí mismo que es una persona y no una simple pieza de un calculado engranaje.
Como se ha señalado más arriba, Dostoievski odia a quien ama y ama a quien odia, por lo que en la segunda parte de los Apuntes del subsuelo —«A propósito de la aguanieve»— desarrolla, a través de una serie de encadenadas historias, la antinomia que lleva al Narrador a rechazar a los otros al mismo tiempo que desea fervientemente integrarse con ellos. El Narrador se muestra atormentado por el «hecho de que nadie se pareciese a mí y de que yo no me pareciese a nadie» (91), desemejanza que lo lleva no solo al aislamiento social, sino a la insignificancia. Esta evidencia, puesta de manifiesto en el hecho constatable de que nadie reparase en su persona, ni tan siquiera para arrojarlo por la ventana de un tugurio, hace que persiga delirantemente el desafío con un oficial: «Le habría incluso perdonado que me diera una paliza, pero en ningún caso podía perdonarle que me apartara y que, de manera tan concluyente, no se fijase en mí» (96). Esta insignificancia solo podía quebrarse por la violencia —una forma primaria y ancestral de contacto, de presencia y de abrazo con los demás— o la humillación.
La humillación y su efecto depurador es uno de los grandes temas de la literatura dostoievskiana. En Apuntes del subsuelo se asiste de manera diáfana a las páginas precursoras de La metamorfosis de Kafka. Ya en la primera parte de esta novela asistimos a la inclinación al empequeñecimiento de su autor, que ulteriormente será una reconocida característica de la escritura kafkiana: «Ahora, señores, me apetece contarles, quieran o no quieran escucharlo, por qué no he sabido convertirme en un insecto» (35). Pues bien, este insecto tomará cuerpo en las páginas en las que describe la ominosa humillación que recibe el Narrador de sus viejos compañeros de estudios, caminando pegado a la pared del restaurante durante tres horas: «Iba al otro lado de la sala pegado a la pared que había enfrente del diván, de la mesa hasta la estufa y viceversa» (132). En esta secuencia Dovstoievski anticipa a Kafka, al tiempo que plantea uno de los grandes temas que se desarrollarán literariamente en el siglo XX y que todavía centra la narrativa de nuestra época: la imposibilidad de comunicarse con el otro, sobre todo cuando se le deshumaniza y se le convierte metafóricamente en un repulsivo insecto.
Para Dostoievski la vejación es una purificación, por lo que tras su asunción siempre se encuentra la belleza, lo que explica que su personaje, la voz que narra, después de su terrible humillación padecida sustituya la venganza por el agravio a alguien todavía más vulnerable, porque, como admite, no puede «vivir sin ejercer el poder y la tiranía sobre alguien» (190). La narración da un giro en esa larga noche que pasa junto a la prostituta Liza, donde, por un momento, los dos seres agraviados por la vida logran comunicarse y casi redimirse el uno al otro; pero Dostoievski vuelve a sumergir a los dos solitarios en el tormento de su desolado destino, porque «el amor es el derecho que, de forma voluntaria, otorga el objeto amado para que lo tiranicen» (194).
En Apuntes del subsuelo Dostoievski intenta dirimir, casi ensayísticamente a través del monólogo interior, algunas de las cuestiones que nuclean los desarrollos de su literatura ulterior. Sus preguntas y argumentos siguen plenamente vigentes, y por ello no dejan de interpelarnos: «¿Qué es mejor? ¿La felicidad banal o el sufrimiento sublime?» (197).
Quizá la obra de Dostoievski, me refiero a sus novelas y no a su pensamiento político, se podría definir así, como una destilación humana del sufrimiento sublime.
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Bibliografía
Catulo, Cayo Valerio (2000) Poesías, introducción, traducción y comentario de Antonio
Ramírez de Verger, Madrid, Alianza Editorial.
Dostoievski, M. Fiódor (2023). Apuntes del subsuelo, traducido y prologado por Sergio
Hernández-Ranera Sánchez, Madrid, Akal.
Zweig, Stefan (1953) Tres maestros, «Dostoiewski», Barcelona, Editorial Juventud, pp. 87-224.
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