Cuando se muere un escritor importante, al instante los herederos y las editoriales se disponen a hurgar en los cajones del fallecido. Sin importarles que lo que ahí permanece haya sido guardado con la intención de mantenerse en la intimidad, ellos desempolvan manuscritos inacabados y correspondencia, arman un volumen “de interés general” y lo publican. Oriana Fallaci, la periodista italiana famosa por sus incisivas entrevistas a los poderosos que moldearon el mundo de hoy, solía decir que con ella esto no podía pasar. “Todos saben que estrangularía a quien se atreviera”, decía achicando sus ojos azules de ángel psicópata.
Hace dos años, sin embargo, Cristina de Stefano investigó su legado y publicó La corresponsal, una chismosa (es decir, fascinante) biografía de La Fallaci en la que cuenta la forja de una reportera tan magistral como diva y déspota, y en cuyas páginas no se ahorran detalles de sus amores turbulentos y frustrados. “Si Oriana estuviera viva, me decapitaría, como a la Reina de Corazones de Alicia en el País de las Maravillas”, me dijo de Stefano con una risilla nerviosa cuando vino a Madrid a presentar su libro. Para entonces, en Italia ya también se había publicado la novela inacabada Un sombrero lleno de cerezas y habían hecho una miniserie de televisión sobre la florentina fallecida en 2006. Así, todas sus polémicas y lecciones parecían adquirir un nuevo aire. Quizá por eso, Edoardo Perazzi, sobrino y único heredero de la autora de Nada y así sea, se echó un clavado en los archivos de su tía y seleccionó un puñado de cartas “profesionales y personales” para reunirlas en El miedo es un pecado, una antología epistolar que ahora publica la editorial argentina El Ateneo.
¿Las cartas aportan secretos, sorpresas y contradicciones de Oriana? Más o menos. Lo que les dice a sus amigos, amantes, familiares, colegas, entrevistados, traductores y algún admirador o detractor, no hace más que reafirmar su imagen de profesional meticulosa y extraordinaria, que explota su fama e influencia y a la que, al final de sus días, no le importaba generar polémica con su descarada sinceridad. “Fallaci se hace la valiente porque tiene un pie en la tumba”, le escribió un lector del Corriere della Sera cuando ella publicó sus reflexiones sobre el Islam y los atentados del 11-S. “No, pobre idiota. No. Yo no me hago la valiente. Yo soy valiente. Y siempre he pagado un altísimo precio por eso”, le respondió.
Luego están las cartas que le mandó a Fidel Castro pidiéndole una entrevista. “Los poderosos del mundo que deseo conocer sinceramente son tan pocos, señor presidente, que sobrarían los dedos para contarlos. Además, siempre consideré que usted constituye el interlocutor ideal que me permitiría realizar un trabajo perfecto”, le dice, en un intento de seducción, al líder barbudo. Insistió más veces con ese mismo tono y en 1983 el dictador cubano le dijo que sí. Pero cuando ella estaba preparando el viaje a la isla, recibió otra carta cancelando la cita. Alguien le dijo que Castro se echó para atrás después de tener una conversación con Gabriel García Márquez. Ella asumió que así fue y enseguida puso al Nobel colombiano en su lista negra. Lo que les dice a sus amigos, amantes, familiares, colegas, entrevistados, traductores y algún admirador o detractor, no hace más que reafirmar su imagen de profesional meticulosa y extraordinaria. “Me pregunté por qué. Y luego entendí por qué: no hay diálogo y no hay… ¡párrafos! El idiota creyó poder hacer lo que quería, con la arrogancia de insultar al lector, de despreciarlo sin regalarle un punto y aparte.”
Pero la periodista que llamaba “idiota” al rey del Boom tiene en su epistolario, además, espacio para el amor, encarnado en el griego Alekos Panagulis, su último novio. “Alekos querido: Hoy solo quiero agradecerte. Agradecerte por existir, por haber vivido, por haberme regalado veinticuatro horas nobles y una hora feliz. (…) Te agradezco también haberme permitido invadir tu privacidad con consejos no solicitados. Te ruego pensarlos y te repito: has visto tanta fealdad en estos cinco años, tanta oscuridad. Ahora debes regalarte a ti mismo un poco de belleza y un poco de luz. Es un deber hacia ti mismo como ser humano y un deber hacia tu equilibrio nervioso, tu espléndida inteligencia. También un equilibrio más fuerte, la inteligencia más espléndida, necesitan luz, amor. Si no, se marchitan como un árbol sin agua”, le dice como si quisiera dejar claro que, en realidad, no era tan dura como una piedra.
Este manojo de cartas exhiben, también y nada más, a la mujer ermitaña y huraña que fue Oriana en los últimos años de su vida. Soberbia y segura de sí misma, con el cáncer a punto de vencerla, le dice a quien la compadece por su soledad: “Solo los débiles y los pobres de espíritu tienen miedo de la soledad y se aburren solos. Yo no soy débil. Soy muy fuerte y, ahora, durísima. Por lo tanto, no tengo miedo de la soledad.” Genio y figura. Ella podía tener otros pecados, pero no el miedo.
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