De pequeño, como a tantos niños de la época, mis padres me regalaron un hámster. Yo nunca había mostrado el más mínimo interés por los animales en general y mucho menos por los ratones en concreto. Así que supongo que alguien les dijo, y ellos lo creyeron, esa bobada de que un animal inculca el sentido de la responsabilidad a un niño.
Lo trajo mi padre una tarde a su llegada del trabajo en una gran jaula cubierta por una pequeña sábana. Entró en casa triunfal, la posó en el escritorio de mi habitación y dijo:
—Es para ti. Vamos, quítale el trapo, sin miedo.
Era obvio que lo que se escondía debajo era una jaula y, por lo tanto, lo que había dentro era un animal, algo que no despertaba en mí ninguna emoción en particular. Por lo que no me quedó más remedio que fingirla cuando mis padres se situaron enfrente para observar mi reacción al retirar la tela.
Por suerte en aquellos tiempos no existían los teléfonos móviles ni las redes sociales y no tuve que sufrir la humillación de ver mi foto junto a la rata colgada en Instagram.
—Pero tendrás que cuidarlo bien si quieres quedártelo —puntualizó mi madre.
A punto estuve de decirles que no tenía ninguna intención de convertirme en el criado de aquel bicho y que por mí podían devolverlo a la tienda de donde había salido. Asentí con la cabeza sin decir palabra para no tirar por tierra su ilusión. Lo que ratificó, a sus ojos, mi imposibilidad de hablar por culpa de mi emoción.
Al final le cogí más cariño al roedor de lo que hubiese imaginado y pasaba horas observándolo tras los barrotes.
La jaula estaba llena de toboganes que culminaban en una rueda central a modo de noria. El pequeño roedor no hacía otra cosa que subir y bajar por ellos, hasta terminar inevitablemente en ella. Una vez allí, corría sin cesar impulsando el eje circular en un bucle sin fin, del que parecía no iba a salir jamás.
Nunca tuve muy claro si se divertía con ello o trataba de escapar, sin ser consciente de que en su intento de huida estaba su propia condena.
Cuando no agitaba sus patas encima de la noria se escondía en una pequeña caseta, ubicada en una de las esquinas inferiores de la jaula, y acumulaba pipas dentro de sus carrillos.
Semilla tras semilla sus mofletes se iban inflamando como si hubiese contraído las paperas. Al cabo de un tiempo, las empujaba con sus patas hacia la boca y las deglutía poco a poco.
Un día apareció tieso encima de la rueda. Supongo que se le paró el corazón o algo así a causa del esfuerzo. O simplemente murió de aburrimiento o de muerte, como diría Bécquer. Nunca más volví a tener otro.
Se preguntarán a qué viene toda esta historia del hámster. No sé por qué me ha venido a la cabeza al leer de nuevo aquello que decía Fitzgerald sobre que lo bueno de este deporte, se refería a la literatura, es que sólo hace falta realizar uno o dos buenos home runs cuando el público está en las gradas. Aunque él no lo dijo con esa intención, yo añado que lo demás supongo que consiste en saber subirse a la rueda a tiempo y mover las piernas con ganas ayudado por la inercia.
A veces cuando observo esas jaulas de barrotes virtuales en las que todos estamos inmersos, tengo la sensación de que los escritores estamos más preocupados por seguir moviendo nuestras piernas para seguir a toda costa subidos a la noria, mientras expulsamos las pipas de nuestros carrillos, que por ser capaces de hacer un buen home run que haga disfrutar al público.
Por cierto, no sé si saben que los ratones y los humanos compartimos un 99% de nuestros genes.
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