[Imagen: Inés Valencia]
LOS TRECE ESCALONES, LII: FLORES ROJAS
Marga recorrió el pasillo en tinieblas, notando el tufo a moho prendiéndosele al pelo y a la ropa. La casa estaba cubierta de polvo y de ruidos, moribunda desde hacía medio siglo, pero renuente a rendir su alma. De las alegres cortinas de antaño solo quedaban hilachas descoloridas, como mortajas ondulantes. La humedad rezumaba inclemente por las paredes, y, entre el cuchicheo de los fantasmas, se percibía un ir y venir de arañas y roedores. Podía oír los pasos de Alicia en la planta de arriba, arrancándole crujidos a la madera del suelo. Incluso sepultado bajo la mugre, aún mostraba con orgullo sus listones en dos tonos, miel y nogal, dibujando figuras geométricas de un lujo imposible.
La casa le fascinaba. Desde siempre. Ni ella misma sabía muy bien por qué. Nunca había sido fantasiosa de niña. Carecía de imaginación. Los cuentos de aparecidos le parecían absurdos, y las historias de drama y romance, una soberana ridiculez. Todas aquellas boberías eran más bien del gusto de Alicia, que tenía alma de artista. Ella, en cambio, con su mentalidad rígida, ordenada e inclinada a la lógica, debería haber sido inmune al hechizo de La Verbena. Pero no. Allí estaba, pasados los cincuenta (y seis), cumpliendo por fin uno de los sueños de su infancia.
—Para morirse de pena, ¿eh? —resonó la voz de Nilda, a su izquierda.
Miró a su prima, rolliza, morena y guapa, con un chándal pasado de moda, chaleco fucsia y las deportivas más feas de la Creación, un espanto de turquesa y lentejuelas.
—Qué tragedia, la verdad —asintió Marga—. Una maravilla de casa como esta, y ver cómo se va viniendo abajo…
Alicia entró dando resoplidos y sacudiéndose el pelo, impecablemente teñido de rubio caramelo.
—Hay un piano arriba —anunció—. Bueno, el esqueleto de un piano, más bien.
—Sí, ella tocaba —murmuró Nilda, con aires de misterio.
Las hermanas se miraron, en un gesto cómplice de suficiencia. Nilda era como un archivo viviente de la historia de Trasmolina. La única en la familia que había mostrado un interés casi innato en escuchar las anécdotas de los viejos. La única de toda su generación que había escogido quedarse en el pueblo, mientras los primos escapaban sin remordimientos. El mundo de Nilda era pequeño, y rara vez tenía ocasión de mostrárselo a otros. Los parroquianos ya se sabían hasta la última leyenda. Les tocaba a ellas dos, como parte de la disidencia, brindarle a Nilda la oportunidad de explayarse. De saber más que los demás, por una vez, y demostrarlo.
—¿Quién tocaba el piano? —preguntó Alicia, amable.
—Diana —respondió la prima, procurando disimular su entusiasmo—. Diana Zamora, la hija del médico. Vivían al otro lado del valle, en Los Cantos. El casoplón ese que ahora es un hotel.
—Ah, sí. El amarillo —apuntó Marga—. Se ve desde la carretera al venir.
—Ese mismo. Era gente de mucho dinero. La tía Paulina fue cocinera allí lo menos veinte años. Buena gente, al parecer, pero criaron a un hatajo de inútiles. Cuatro niñas muy guapas, eso sí. Diana era la pequeña. La única que seguía soltera cuando llegó aquel cabrón. Esa fue su desgracia.
—¿Qué cabrón? —inquirió Marga, con creciente curiosidad, aceptando el cigarrillo que le tendía su hermana.
—Creo que se llamaba Esteban, pero del apellido nunca me acuerdo —siguió Nilda—. No era de aquí, eso seguro. Unos dicen que portugués, otros que si vino de Brasil… yo qué sé. Tampoco es que a la gente le guste mucho hablar de él.
—¿Por qué? ¿Qué pasó? —la apremió Alicia, guiñándole un ojo a Marga.
—Pasó que estaba forrado, y que se obsesionó con Diana. Al médico le pareció bien, claro, porque era un partidazo. Tenía negocios. Y minas de oro, se dijo entonces, pero igual era un invento. El caso es que la cortejó a toda prisa, y se casaron enseguida. Ella estaba loca por esta casa, y él se la compró, sin regatear. La llamaron La Verbena porque era la flor favorita de Diana. Hizo plantar verbena roja por toda la finca.
—¡Ay, por Dios! —se carcajeó Alicia—. Y yo que pensaba que lo de La Verbena sería porque daban muchas fiestas…
Nilda forzó una sonrisa y carraspeó, seria como un notario.
—Total, que por lo visto él quería hijos, pero no llegaban ni a la de tres. Cosa que mosqueó bastante al marido, porque Diana era mucho más joven. Ya sabéis cómo era antes: siempre se echaba la culpa a las mujeres.
—Un clásico…
—Y, para acabar de arreglarlo, llegó una doncella nueva. Ramira, creo que se llamaba. Más mala que un cuerno. Vamos, que se entendieron rapidito, porque eran tal para cual. Una bicha.
—Y se liaron —adivinó Marga.
—Y aquí es cuando viene lo gordo. Los del servicio fueron contando a todo el mundo que Diana y el marido tuvieron una bronca de escándalo. Con gritos, lloros, amenazas, la vajilla volando y toda la pesca. Justo después, fueron las fiestas de la patrona, así que el personal libró dos días. Cuando volvieron a la casa, ni rastro de Diana.
—¿Qué dices? —se pasmó Marga—. ¿Le dejó?
—Eso contó él —repuso Nilda, con retintín—. Que su mujer había hecho la maleta y que se había largado sin más.
—De haberse ido, habría vuelto con sus padres —opinó Alicia—. De aquí a Los Cantos es poco más de media hora andando, si vas por el Camino Viejo.
—Cuarenta minutos, como mucho —afirmó Nilda—. Pero Diana nunca llegó, ni la volvió a ver nadie.
—Pero, no me fastidies… —exclamó Alicia, fascinada—. Ese desgraciado la mató, seguro.
Su prima asintió con fervor.
—Bueno, bueno, tampoco os volváis locas —intervino Marga, juiciosa—. Que lo mismo se desvió hasta La Oliva y cogió un tren. Igual quiso mandarlo todo a la mierda…
—Se dijo de todo —confirmó Nilda—. Que si Diana también tenía un querido, que si se fue a Barcelona y montó un restaurante, que si compró un pasaje a Cuba…
—Joder con la gente, qué imaginación le echaban…
—La buscaron dos días con sus noches, por si se había caído al río, o andaba desorientada por el hayedo. Al final, su padre se fue al cuartel de La Tranquera a poner una denuncia.
—¿Y el marido? ¿Fue sospechoso?
—Anda la otra, claro. Registraron la casa de arriba abajo, pero ya ves. Con los medios de antes… Sangre no había, y si la hubo no la vieron.
—En dos días sin testigos da tiempo a limpiar bien… —sugirió Marga con sorna.
—Y tanto que sí. Luego, ninguna sorpresa. El apenado marido y la doncella se hicieron humo, sin más. Y esos dos ya os digo yo que no se cayeron al río.
—Al Río de Janeiro, a lo mejor —apostilló Alicia, encantada con su propio chiste.
—Vamos, que se libraron.
—Completamente —suspiró Nilda—. Una pena, la verdad. Tía Paulina siempre me contaba que él era un puerco asqueroso, y que la lianta aquella tenía unos ojos de loca que daban miedo. Juró toda la vida que les había oído hablar una semana antes de lo de Diana. Y que ella, Ramira, le estaba diciendo al señor: “pues si tanto me quieres, te libras de ella. Si no, no me busques”.
—Menudo culebrón…
—Uy, y aún falta lo de Gelines. Gelines, la del tío Sabino. Esa que decían que tenía pálpitos, y que veía cosas…
—¿La prima de papá? Esa le daba al Anís del Mono que daba gloria verla —se mofó Marga.
—Ya salió la descreída. Tú piensa lo que quieras, pero lo de Gelines era un don, eso lo sabía todo el mundo. A los pocos días de largarse aquellos dos sinvergüenzas, se presentó ella en el cuartel diciendo que había tenido un sueño, y que Diana estaba detrás de las flores rojas.
Alicia dio un respingo y se remangó la chaqueta, mostrándoles el brazo.
—¡Ay, Dios! ¡Los pelos como escarpias!
—¿Y le hicieron caso?
—¡Vaya! Como que levantaron la finca entera. No dejaron sano ni un matojo de verbena.
—Y nada, claro…
—Nada de nada —asintió Nilda con pesar, casi ofendida. Como si aquel misterio no resuelto fuera una afrenta personal—. Fue raro, la verdad. Gelines no se había equivocado nunca. En fin… es tarde ya. Date otra vuelta, Marga, y nos vamos yendo. Aún tengo que hacer la sopa. Y mañana vienen a comer mi hermano y mi cuñada. A ver qué les pongo, con lo tiquismiquis que son. Resulta que ahora no comen carne, ¿qué te parece?
—¿Quién, Nicolás? —se escandalizó Alicia—. Si se zampaba unos bocatas de tocino de caerse de espaldas…
Marga las dejó parloteando junto al ventanal del salón. Sus pies la guiaron escaleras arriba, y vagó por los corredores sin rumbo fijo, encandilada por el baile de sombras. Atravesó los dormitorios sin prisa, recreándose en aquellos restos de naufragio. Seguía enamorada de la casa, como lo había estado la pobre Diana Zamora. Le habría encantado tener talento para escribir. Para recrear las penas y los secretos de aquella ruina que, años atrás, había sido magnífica. Acarició el papel pintado de cada estancia, maravillada por los estrambóticos diseños. Hojas de hiedra sobre fondo malva, leones dorados sobre fondo añil, colibríes y cerezos en la sala de música, pequeñas flores rojas entre volutas azules…
Se detuvo en seco, en medio del dormitorio principal, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda. Trató de calmarse, de actuar con sensatez, pero no fue capaz. Salió de allí, estremecida. Con la intensa sensación de que alguien la miraba desde detrás de las paredes.
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