Le das una patada a una piedra y en vez de lagartijas salen fordianos disparando chascarrillos. “My name’s John Ford and I make Westerns”. El fordiano atesora un arsenal de lugares comunes sobre su ídolo, un cineasta norteamericano llamado John Ford, y los suelta como si se le acabaran de ocurrir. “Nadie como él ha retratado grupos de jinetes contra el crepúsculo”. Y silencio reverencial, amén. Los clichés sobre John Ford tienen más de cuarenta años y empiezan a oler, así que a mi juicio habría que renovarlos. El más común asegura que Ford “era muy bueno”, lo que no es mucho decir: también lo dicen de Escorsese.
El culto a John Ford empezó cuando el primer fordiano le dedicó un libro (Jean Mitry, John Ford, Editions Universitaires, 1954). En España lo sacó en 1960 la editorial Rialp, que por alguna razón asocio con el Opus Dei. Se trata de un fordismo muy distinto del actual. Cuando Mitry, francés, cómo no, dio a la imprenta su texto con algunas ideas seminales dentro, la película más reciente de Ford era El hombre tranquilo, “ambientada en Irlanda”; Mitry la encontraba sentimental y, sobre todo, comercial, calificativo que resume lo peor que hace sesenta años le podía pasar a una obra de creación. A Mitry, fordiano avant la lettre, le gustaban El delator, La patrulla perdida, Las uvas de la ira o ¡Qué verde era mi valle! porque tenían carga psicológica y también carga social. A Mitry lo que le gustaba era el cine trascendente que había hecho Ford en los años posteriores al mudo, películas que habían contribuido a sentar las bases de la sintaxis del cine hablado, al margen de sus méritos literarios y morales. Mitry sabía, y ése era su genio, que lo habían hecho al lado de otras obras maestras como Roma ciudad abierta, Paisá, Toni o El crimen de Mr Lange. Y de que gracias a todas ellas el cine hablado había madurado hasta convertirse en un alegre veinteañero que en los primeros cincuenta parecía capaz de grandes cosas tras dejar atrás una atolondrada adolescencia llena de westerns y musicales deleznables. En la visión del severo crítico francés, por cierto, Ford tampoco era ajeno a esa adolescencia desordenada y ruidosa, así que en su libro pasó de puntillas por películas tan reputadas hoy como Pasión de los fuertes o la trilogía de la caballería, westerns que debía juzgar propios del cine de pipas. No así La diligencia, que al fin y al cabo contaba con una noble base literaria. Por desgracia, no recuerdo qué opinión mereció a Mitry El fugitivo, película ambientada en la guerra cristera mexicana y con base en Graham Greene (El poder y la gloria), en la que Ford enterró empeño, talento y dinero hasta el punto de morir convencido de haber legado al mundo la obra maestra imperecedera que justificaba su vida.
El fordismo moderno discrepa.
El fordismo moderno lo inauguraron los libros de dos críticos-cineastas, el norteamericano Peter Bogdanovich y el británico Lindsay Anderson. Escritos a partir de entrevistas que además se rodaron, retratan a Ford como una persona sabia, exigente y cínica. El de Bogdanovich, titulado John Ford, data de 1967, atención a la fecha, cinco años antes de morir Ford, y fue el primero en divinizar al cineasta como un Zeus malhumorado que no se llevaba con los mortales. Es decir, como un rebelde, igual que los Who o los Doors. Bogdanovich tenía poco más de 25 años y hoy puede asegurarse que fue un valiente, un visionario y un adelantado. Su libro constituyó una revelación que en España apareció en 1971 en Fundamentos, dos años antes del fallecimiento de Ford y cuatro antes del de Franco, que Dios tenga en Santa Gloria. Recientemente la editorial de José Luis Garci, Hatari Books, ha hecho una cuidada edición con numerosos extras y una colaboración exclusiva del propio Bogdanovich.
La otra biblia del fordismo moderno se titula About John Ford, es de 1981 y, como la anterior, es más un admirado homenaje que el estudio que se va echando en falta cincuenta años después de la muerte del Maestro de Maestros, como lo llamaba Orson. Apareció inicialmente en Inglaterra, como el libro de Bogdanovich, y en español lo hizo de la mano de Paidós en 2001 con el título Sobre John Ford: Escritos y conversaciones.
Servidor ubica también en el origen del estereotipado fordismo actual el emotivo opúsculo de McBride y Wilmington titulado, como el de Bogdanovich, John Ford, sin más, de 1974. El librito se abre con una más que fordiana evocación del entierro del cineasta, fallecido un año antes, y además de presentar una clasificación temática de su cine, analiza y valora positivamente los westerns, cosa que yo creo que era la primera vez que un crítico hacía en Estados Unidos. En España lo sacó Ediciones JC en 1984.
A partir de estos tres libros fundacionales, el fordismo se desmelenó. Era la primera vez, hay que insistir, que la crítica se tomaba en serio el western en los Estados Unidos, justo cuando se moría y el país salía de Vietnam, dos sucesos tan relacionados que bien puede ponerse el western entre las víctimas de aquella guerra. El caso es que las dos últimas décadas del siglo XX los Estados Unidos padecieron una inflación de libros como el Pappy del nieto Dan Ford, más un par de títulos en solitario del mentado McBride y el brillante remate que escribió Scott Eyman en 1999, una densa biografía con un título que es una declaración de intenciones, Print the Legend, que es lo que viene haciendo la crítica desde entonces. Imprimir la leyenda. Hay más libros, pero todo invita a pensar que se limitan a remachar la visión, entre hippie y homérica, de los “fundadores” y a consagrar el moderno culto a Ford con dogmas que se resumen en uno: John Ford fue un genio malhablado, cabezota y algo bebedor, un caricaturesco estereotipo en la senda de mitos también nacidos entonces como los de Kerouac o Bukowski.
Hay que señalar que en la construcción del mito intervinieron dos instituciones españolas, la Filmoteca y el Festival de San Sebastián, y no de manera tangencial. Entre 1987 y 1988, homenajearon al autor de La diligencia con un completísimo ciclo en Madrid que culminó con pases al pie de la playa de la Concha durante la edición del año 88 del celebérrimo Festival de Cine. Aprovechando la circunstancia, se restauraron cada uno de los positivos fordianos propiedad de la Filmoteca y se proyectaron a sala llena todos los títulos que se conservan en el mundo, y subrayo lo de “todos”, gracias a la colaboración con instituciones de los cinco continentes. Más de un título no se exhibía desde los tiempos del mudo. Por Donosti y por el Cine Doré, la sala de proyección de la Filmoteca junto a la histórica plazoleta de Antón Martín, en Madrid, desfilaron personalidades de renombre como Patrick Wayne, hijo de John y actor en numerosos westerns, y también reputados especialistas internacionales como el propio Bogdanovich. Para rematar el largo año y pico de arrebato fordiano se editó un grueso libro-catálogo, hoy tan referencial como inencontrable, que recoge la filmografía más completa publicada hasta entonces sobre el viejo Sean Aloysius. Fue así como la figura de Ford entró en el siglo XXI adorada como la de un intangible dios primitivo. Pero el hijo de Sean Feeney y Barbara Curran, dos emigrantes irlandeses, no fue ningún dios, y ya se va echando en falta un estudio en el que alguien, en base a criterios racionales, académicos y exclusivamente cinematográficos, sitúe su figura en el lugar exacto que le corresponde en la Historia del Cine junto a Lang, Buñuel, Hitchcock y Renoir. El lugar de los inventores del cine que seguimos viendo hoy día.
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