Grupo de requetés de Olite, Beire y San Martín de Unx en Tolosa, el 15 de agosto de 1936, horas después de la entrada de la Columna Tutor en la localidad. Foto: Lola Baleztena. Archivo Baleztena.
La cámara en el macuto es un libro singular. Singular por lo que cuenta, cómo lo cuenta y de quiénes habla; por sus desconocidos protagonistas, sus deslumbrantes imágenes y por ser testimonio de un grupo humano que luchó en el siglo XX en una guerra en defensa de su fe, al igual que habían hecho sus ancestros. Una obra que supone el rescate de la memoria de los más olvidados, y de valientes guerreros que, aún luchando en el bando victorioso, fueron condenados al olvido.
La Guerra Civil Española fue un conflicto pionero en muchos ámbitos, como ser, hasta la fecha, la contienda más ilustrada de la historia, inspiradora de magníficas fotografías, dibujos y carteles que alcanzaron elevadas cotas de calidad. Una conflagración en la que comenzaría a ser crucial el periodismo gráfico y donde la propaganda de ambos bandos se impregnaría de las estéticas totalitarias del momento.
La zona leal al gobierno del Frente Popular controló los principales medios de producción (Madrid y Barcelona) y gozó de la actividad de reputados fotógrafos. Díez Casariego, Centelles, Serrano, Boix, Sandri y el archiconocido tándem Capa-Gero trabajaron para las mejores revistas gráficas europeas y norteamericanas, simpatizantes de la causa republicana, que mostraron al mundo la contienda desde su bando.
Frente a ello, en completa desventaja, el bando nacional tuvo que nutrirse mayoritariamente de trabajos de independientes con escasa repercusión internacional. Junto a José de María Campúa, Albert-L.Deschamps, Skögler, E. Andrés, Pascual Marín y Ángel García de Jalón existieron fotógrafos aficionados, cuyas imágenes desaparecieron o permanecieron olvidadas en archivos familiares, por lo que nunca estuvieron al alcance de los investigadores. Para estos aficionados fue capital la aparición de la cámara alemana Leica, un revulsivo en el mundo de la fotografía de acción porque combinaba robustez, pequeña dimensión y poco peso. Permitía 36 disparos sin recargar y era muy efectiva en los planos cortos porque facilitaba fotografiar rostros en toda su plenitud y captar las escenas de acción con toda la emoción y dinamismo.
En esta tesitura, la publicación de La cámara en el macuto, de Pablo Larraz y Víctor Sierra —junto a su extraordinario libro anterior, Requetés— viene a llenar una laguna que convierte la obra en un documento de incalculable valor. Un ímprobo trabajo de recuperación patrimonial que ha rescatado casi un millar de imágenes que visibilizan la participación de los carlistas en la Guerra Civil.
La gran singularidad de esta recopilación son sus siete protagonistas. Seis autores que aúnan la doble condición de fotógrafos y combatientes requetés y una margarita —denominación de las mujeres carlistas—. Sus trabajos suponen testimonios impagables para el análisis historiográfico, tanto de las actividades en la retaguardia de la zona rebelde como de los tercios de requetés. A ellos, los autores, dedican el libro: «A la memoria de Sebastián Taberna, Nicolás Ardanaz, Martín Gastañazatorre, José González de Heredia, Julio Guelbenzu, Germán Raguán y Lola Baleztena que, a través de la fotografía, hicieron que su historia forme ya parte de la de todos». Todos ellos captaron con sus cámaras su entorno más inmediato y las vivencias de una guerra en la que las tropas de combate carlistas serían una fuerza decisiva. Razones políticas e ideológicas —antes y hoy— han hecho que permanecieran en el olvido.
La Guerra Civil: Cuarta Guerra carlista
Los últimos cruzados ha sido una clásica denominación para los tercios de requetés en la Guerra Civil porque la principal motivación por la que lucharon fue religiosa. Acometieron la guerra no como participación en un golpe de Estado, sino como una guerra defensiva contra las agresiones a sus creencias y contra una república radicalizada y antiespañola que iba contra sus principios más sagrados. La mayoría eran navarros y vascos (pese a que se insista tanto en la condición de gudaris nacionalistas) pero también catalanes, valencianos, aragoneses, andaluces y gallegos.
Pocos saben que, considerada decadente la monarquía alfonsina, la llegada de la República fue bien acogida por el carlismo. Pero su violento devenir y la persecución religiosa hizo tomar al requeté férreas posiciones en la defensa de los valores tradicionales.
Dios, Patria, Fueros y Rey habían sido las consignas entre las que habían nacido. Por ellas habían luchado sus abuelos y los padres de sus abuelos, con lo cual afrontar esta nueva confrontación suponía un deber moral, casi ancestral, como lo había sido combatir en las tres lides del siglo anterior. De ahí que se viera participar en la contienda a enormes grupos familiares, a niños de 15 y 16 años junto a abuelos de 70, familias enteras, juventudes completas de pueblos en un movimiento completamente espontáneo y popular más que militar. «Llegaban de todas partes y por todos los caminos con el alma llena de fe, como una romería» —escribiría Valle Inclán. 60.000 voluntarios en 42 tercios, de los que 6000 nunca volvieron, y que tuvieron una actuación decisiva desde el primer momento, en una guerra bien organizada en la que dieron el todo por el todo y que ellos considerarían, más que una guerra civil, la cuarta guerra carlista.
El papel de los requetés —a los que se les le debe la supervivencia de la bandera rojigualda— no sólo fue relevante en los primeros días del alzamiento, sino decisivo en algunas ofensivas como la del frente de Aragón —donde sujetaron las columnas anarquistas—, en Andalucía frenando a los mineros de Riotinto y participando en la toma de Málaga y Ronda. Páginas hoy olvidadas de cómo la fiereza de los requetés del Alto Tajo pudieron mantener la gran frontera de 100 kilómetros de frente sólo con sus fuerzas guerrilleras y unidades volantes, sin necesidad de que hubiera fuerzas de ejército.
Tampoco es exagerado tildar de heroica la valentía de los carlistas catalanes que, con posibilidades nulas de éxito, se sublevaron en Barcelona, quedando diezmado el valeroso tercio de Montserrat; la de los que formaron la quinta columna en Madrid; los que ayudaron al Socorro blanco; los mártires de Valencia o Tolosa.
Pese a ello, la historiografía de ambos bandos los ha marginado. El Decreto de Unificación de 1937 descontentó a la Falange, pero, aún desvirtuada, pudo mantener un papel predominante, mientras que «los ex combatientes carlistas ni siquiera se beneficiaron de los privilegios que la nueva casta nacional, dueña del cortijo, disfrutó sin límites», relataba Pérez-Reverte en su columna Mil días de fuego y olvido. A los carlistas no sólo se les impediría formar más unidades, sino que pasaron al olvido, al exilio y la persecución.
La cámara en el macuto es, por tanto, la referencia gráfica del conflicto desde el lado de los más olvidados, tal vez los últimos románticos —junto a los divisionarios— de la historia militar española. El libro va mucho más allá que las propias fotografías y transmite “otra reflexión que tiene que ver con el espíritu de entusiasmo y de sacrificio”, como afirma Stanley Payne, autor del prólogo de esta obra.
Distribución de los temas
La cámara en el macuto va repasando la extensa producción, por autores y temas. Sus sugerentes títulos ponen al lector en situación: La partida, «Volveremos para la siega», ¡A Madrid! Los frentes de Somosierra y Navafría, «Asegurad la frontera», Hacia San Sebastián, El cinturón de barro, La toma de Sigüenza, Guadalajara no es Abisinia, La ofensiva de Vizcaya y el final del Frente Norte, En torno al frente de Madrid, Sufre en silencio, Cruzados de otro tiempo, Convivir en guerra, Tipos y retratos, Llegan noticias, Nostalgia de casa, Heridos, hospitales y enfermeras, Una retaguardia en pie de guerra, Grupos para el recuerdo. La despedida, Vestigio de tiempo y vida…
Como cierre, hay un capítulo específico de cada una de las siete trayectorias bélicas y fotográficas de los siete autores.
Artistas de trinchera
Como hemos escrito, ninguno de los autores de las fotografías recuperadas en La cámara en el macuto fue profesional gráfico, sino que eran combatientes que aunaban la doble condición de fotógrafos y soldados, lo que explica las deficiencias, pero a la vez las grandes virtudes de las obras. Carecían de los medios técnicos de los fotoperiodistas del bando republicano, pero sus creaciones naturales y originales no sólo exhiben una calidad elevada, sino que atesoran rasgos únicos y definitorios que singularizan su aportación.
En el siglo XIX, con el surgimiento de la técnica fotográfíca, el gran logro había sido el poder plasmar la realidad tal como era… pero, con el tiempo, los fotógrafos profesionales tendieron a alterarla, incluyendo o eliminando elementos de las propias imágenes en aras de la belleza o para conseguir el efecto deseado. Por ello, la atipicidad de que estas fotografías carezcan de retoques y correcciones, sin montajes ni escenificaciones, las convierte en una de las aportaciones mas auténticas al estudio de la Guerra Civil.
Otro de los grandes valores de estos trabajos es la perspectiva del retratante. Fotografiaron a los suyos desde el mismo lado de la trinchera, sin filtros físicos ni psicológicos entre el artista y su objeto. A través de sus imágenes, el espectador consigue viajar «a las entrañas mismas de la guerra y de la naturaleza humana».
Asimismo, que su única intención fuese fotografiar para ellos o su círculo próximo confiere a esta extensa colección de testimonios una atipicidad y espontaneidad singular. Subjetivizan lo relevante y se centran en realidades cotidianas muy alejadas de las que un fotógrafo profesional se plantearía. «Historias que, en su mayor parte, podrían intercambiarse con las del otro bando: cuadrillas de amigos alistados en el mismo pueblo, muchachos de quince años que empuñaban el fusil junto a sus hermanos, padres y parientes», analiza Pérez-Reverte en Mil días de fuego y olvido.
El rancho, aseo y despioje, y labores de la primera línea, aparecen junto a escenas de diversión y camaradería: bromas, juegos, o música en fiestas improvisadas. Reflejan momentos de intimidad y reflexión: leer los periódicos ávidos de noticias de la retaguardia, escribir cartas a los allegados, las largas guardias nocturnas bajo las estrellas. En los soldados asoman sentimientos de soledad, privaciones, nostalgia y padecimientos, pero también hay diversión, vitalidad juvenil, idealismo y entusiasmo. La espontaneidad y veracidad es total porque quien los retrata es “uno de los nuestros”. Una visión poliédrica e inusual de la Guerra Civil que se complementa con las ineludibles imágenes reales de combate en las que “valoraron más el portar la cámara que empuñar el fusil”. Las fotografías impactan por su realismo, porque las expresiones de los rostros de los combatientes son captadas por quien combate a su lado en la misma línea de fuego.
La muerte y la tragedia en la guerra son el pan de cada día, pero sus víctimas no son figurantes. Aquí se sabe quiénes son y cuál es la historia de los heridos y caídos. Tal vez por ello existe empatía y escasas tomas de cadáveres enemigos, en las que el respeto sobrecoge porque no hay rastro de odio.
Entre todo el conjunto, sobresalen por su trascendencia e intensidad mística las imágenes relativas a la fe y las prácticas religiosas de las unidades de combatientes: misas de campaña y escenas litúrgicas, momentos de oración en la intimidad, guardias junto a cruceros y retratos de voluntarios con abundante simbología católica prendida de su pecho. Las fotografías son capaces de transmitir la auténtica emoción porque a estos fotógrafos carlistas les movía la misma fe y en sus jornadas de combate llevaban, junto a sus pertrechos militares y sus cámaras fotográficas, el lema del devocionario del requeté: «Ante Dios nunca serás héroe anónimo».
El retrato de guerra, recordatorios y testimonios
En la España de los años 30, el retrato era un lujo propio de las clases acomodadas. Las populares sólo se lo podían permitir en contadas ocasiones, cuando se deseaba un recuerdo perdurable: la primera comunión, la boda, el servicio militar… La guerra se convirtió en una de estas situaciones excepcionales. Por ello, uno de los capítulos más atractivos del libro corresponde a este retrato de guerra, fenómeno que se dio en ambas retaguardias.
El carlista posaba con una estética propia: uniforme o indumentaria limpia y en buenas condiciones; emblemas de milicia y graduación; boina, medallas y prendida al pecho la simbología religiosa —detente incluido—. En las casas, el retrato mantenía presente al hijo ausente, y era un recuerdo para compañeros, enfermeras y madrinas de guerra. También había posados familiares realizados junto a otros hermanos combatientes, o la esposa y los hijos, sin perder nunca la estética bélica.
Las fotos de campaña se realizaban en el mismo frente, con pequeños estudios improvisados para realizar registros de las unidades. Por parejas o en grupo, aquellos jóvenes dejaron para la posteridad imágenes llenas de realismo, crudeza y humanidad. En ellas, pocos sonríen. Para el combatiente, el retrato de guerra adquiríó un valor especial, porque podría tratarse de su última imagen en vida. De hecho, para algunos sirvió para ilustrar recordatorios, esquelas o sus propias necrológicas en periódicos que ponían rostro a la tragedia. En el caso de los voluntarios carlistas, la estampa de guerra tenía además un carácter de raíz antropológica: la evidencia para la posteridad del deber cumplido, continuando la tradición familiar de sus ancestros en las guerras anteriores.
Otro de los grandes valores del libro es el de contextualizar las imágenes con testimonios reales que recrean su entorno emocional. Por ello se aportan fragmentos de cartas y diarios, que salen por primera vez a la luz tras ochenta años y que descubren una perspectiva íntima de la guerra. Son relatos profundamente espirituales y humanos de los acontecimientos que presenciaron, entre otros, la margarita Silvia Baleztena o el capellán Andrés Algarra.
Los seis fotógrafos requetés y la margarita
Existen en los siete autores ostensibles diferencias de formación, técnica, estilos y volumen de producción. Todos ellos realizaron sus fotografías en distintas circunstancias. Todos presentan aportaciones destacadas en uno u otro sentido.
El más completo de todos ellos fue sin duda Sebastián Taberna, autor de uno de los mayores fondos fotográficos sobre la Guerra Civil. Sin filiación política ni militancia activa en asociaciones católicas, sus convicciones religiosas y la anticlericalidad de la Segunda República lo llevaron, desde primera hora de la mañana del 19 de julio de 1936, a captar las primeras imágenes de la sublevación tomadas en Pamplona: la mítica concentración en la plaza del Castillo.
Sorprende la cantidad y calidad de sus imágenes. Poseía una excelente formación técnica autodidacta. Dominaba la luz, encuadres y gradación de planos. Era capaz de afrontar un complejo proceso de revelado en condiciones, lugares y circunstancias inverosímiles, recogiendo la ejecución en su libreta negra, con anotaciones y datos de interés histórico, detalles técnicos de obtención de las imágenes: marca y película utilizada, circunstancias lumínicas, e incluso la técnica de revelado y el papel empleado en las copias. Polifacético y enormemente versátil, Taberna era ágil en el disparo e intuitivo a la hora de captar escenas en el instante más adecuado.
La Leica III supondría para él un infinito campo de experimentación. Su cámara capta momentos en el frente, escenas de la vida en la retaguardia, retratos y escenas pausadas de excelente factura, como bodegones o panorámicas de los áridos y desolados paisajes castellanos. También plasmó paradas, desfiles y actos militares, así como visitas al frente acompañando a personalidades y altos mandos.
Su reportaje de mayor impacto y valor histórico será el del ataque y ocupación de la ciudad de Sigüenza. En primera línea y con extraordinaria minuciosidad refleja la desolación de las calles, la destrucción del casco urbano, la retirada de heridos a hombros, el combate en la vía pública alrededor de la catedral y los efectos devastadores de la artillería, así como el penoso avance de columnas durante la batalla de Guadalajara. Deslumbran sus insólitas imágenes del asalto a la catedral y la rendición de los últimos defensores republicanos.
Debe destacarse cómo su sensibilidad visual le llevo a plasmar la vertiente humana de la guerra, fue capaz de captar a la perfección, y de forma respetuosa, el sufrimiento en la mirada de los heridos o de los prisioneros, escenas de convivencia y vida militar, momentos entre soldados y población en pequeñas localidades rurales, retratos de tipos y oficios tradicionales, escenas agrícolas y ganaderas de tono bucólico y etnográfico. Escenarios desolados, frío y suciedad, suelos embarrados y atmósferas vaporosas que nos retrotraen y recuerdan a las estampas y ambientes propios de la vida de trincheras durante la Primera Guerra Mundial. En Taberna también hay espacio para la experimentación: soldados fumando en la oscuridad de la noche, siluetas de los centinelas al ocaso o el efecto centelleante del metal incandescente en una fundición de guerra son imágenes de una espectacular belleza que enlazan con la fotografía de vanguardia.
Nicolás Ardanaz, Ceneque, fue amigo y colaborador del anterior y también destaca por el volumen y calidad de su producción. Según García Serrano, físicamente recordaba al mismísimo General Zumalacárregui. Ceneque retrata detalles de su vida en campaña: las rudas condiciones en los parapetos de Somosierra, los escasos medios, el compañerismo entre los requetés… y alterna escenas intimistas, —cartas para casa, momentos de aseo, limpieza del arma o centinelas solitarios oteando el horizonte— con ambientes de alegre convivencia: construcción de cabañas, descanso en trincheras y parapetos, momentos de ocio, la preparación del rancho… En sus imágenes hay un tratamiento bucólico y preciosista de la naturaleza: inmensos pinares cubiertos de nieve en los que, en su lejanía, el fotógrafo-combatiente parece buscar la presencia humana y divina. Cuantitativamente, su parcela más amplia corresponde a retratos: centinelas, telegrafistas, servidores de ametralladoras, soldados indígenas de las fuerzas marroquíes junto a voluntarios combatientes individuales, por parejas o en pequeños grupos. En ellos cuida especialmente el encuadre y la gradación de planos, la luz y sus contrastes, con fondos épicos de cielos abigarrados.
De sus escenas de combate, impacta la fuerza y realismo: artillería disparando entre cortinas de humo, voluntarios amartillando sus fusiles durante un tiroteo o la frenética actividad tras las trincheras durante un combate. En algunas, también hay recursos experimentales como composiciones en diagonal y contrapicados, como en las visitas de la aviación republicana.
En este contexto bélico, Ardanaz capta ambientes que enfatizan el sentido religioso de la contienda con profunda espiritualidad. Momentos de recogimiento, absoluciones colectivas antes del combate, misas de campaña, requetés que hacen guardia junto a cruceros solitarios… Perspectivas de cruces en cementerios de campaña, altares reconstruidos o improvisados, y cruceros caídos junto a soldados en actitud orante junto a paisajes sobrecogedores que parecen invitar a la oración.
De gran interés son sus reportajes sobre el Hospital Alfonso Carlos de Pamplona, el mayor de la retaguardia. Larraz, uno de los autores de este libro, ya había hecho un profundo estudio sobre él en su obra Entre el frente y la retaguardia: La sanidad en la Guerra Civil, publicado por Editorial Actas. El hospital fue una empresa colectiva singular de ilusión, esfuerzo y generosidad, ya que se financió gracias a las donaciones de pueblos. A través de las fotografías, Ardanaz muestra su complejo funcionamiento y la implicación del personal voluntario, y resalta el protagonismo femenino y el uso de simbología carlista, así como las actividades de las margaritas navarras en la retaguardia.
El cojo de Hermua
El cojo de Hermua es un fotógrafo de estilo decimonónico y su legado supone un conjunto de gran valor histórico y etnográfico. Rostros, atuendos y apellidos de protagonistas de humilde procedencia exhiben lo exiguo del armamento y la precariedad de sus posiciones en un entorno agreste y húmedo. Toscas trincheras excavadas, parapetos de piedra, sacos y zoiek —tepes de tierra— con que fortificaron la línea alavesa conocida como el cinturón de barro.
Sus composiciones estáticas recuerdan la guerra carlista de 1872-1876 y a las imágenes de la Guerra Cristera, con la que tanto tienen en común. Retratos de voluntarios que posaron frente a su cámara con medallas religiosas, detentes, crucifijos y simbología carlista pendiendo de pechos y boinas, en una estampa casi barroca, que atestigua de forma natural e inequívoca las convicciones por las que lucharon.
Lola Baleztena
Parece providencial que uno de los siete autores recuperados en La cámara en el macuto fuese una mujer, para dar una dimensión holística de un contingente, el carlista; y un bando, el nacional, en el que la participación femenina —frente a lo que suele creerse— fue muy destacada, tal y como publicamos en el trabajo de Zenda Rosas y Margaritas: Historia de las mujeres asesinadas por el Frente Popular.
El personaje de Lola Baleztena es paradigmático. Con fuertes inquietudes políticas y literarias, fomentó la creación de asociaciones de margaritas, el sindicalismo femenino de inspiración católica y la promoción de la mujer a través de las escuelas taller.
La Segunda República espoléo su carácter combativo y mitinero, que le hizo recorrer numerosas localidades navarras contra la Campaña de los crucifijos, —retirada de símbolos religiosos de escuelas y lugares públicos—, así como ser promotora del Socorro Blanco, organización de apoyo a los tradicionalistas encarcelados o represaliados a raíz de su militancia o actividades públicas.
Conduciendo su automóvil y portando su cámara, se desplazó a los frentes de batalla. Le gustaba captar imágenes colectivas de los voluntarios. Recogió importantes acontecimientos vividos en la retaguardia: desfiles de pelayos, entierros de caídos en combate, visitas a heridos en los hospitales o el paso de las Brigadas de Navarra tras la Campaña del Norte.
A partir de 1937, Dolores Baleztena se volcó en las misiones de Frentes y hospitales, organización que enviaba a los frentes ropa, comida y paquetes mientras formaba y distribuía a las enfermeras en los hospitales de primera línea. La margarita deja constancia de las abnegadas actividades de estas jóvenes voluntarias en sus expediciones a los frentes de Vizcaya, Asturias, Aragón, Cataluña, Valencia o Madrid. Momentos de convivencia con combatientes y población civil en los que no obvia la destrucción y la miseria de las poblaciones que habían sufrido los combates.
En su vertiente periodística, Lola publicó durante la contienda varios reportajes en El Pensamiento Navarro, en los que resaltaba el papel de la mujer, en particular en los hospitales de guerra. En ellos realizó vistosos montajes y collages de rostros y figuras de voluntarios y enfermeras que, en algunos casos, llegó a retocar para reforzar la simbología carlista en sus uniformes y ritos, con una estética casi espiritual.
En conjunto, nadie mejor que los autores del libro, Larraz y Sierra para resumir lo que significaron estas siete personalidades: “Salieron a la guerra como simples voluntarios, la vivieron en primera línea de combate, padeciendo sus horrores y sufrimientos en carne propia. Todos ellos tenían algo más en común: la afición por una disciplina artística todavía incipiente y, sobre todo, una lúcida inquietud juvenil que les indujo a llevar consigo a la guerra su cámara de fotos en el macuto. No pretendieron hacerse famosos con sus fotografías, publicar en las grandes revistas gráficas del momento, ni formar parte del engranaje de la propaganda gráfica oficial. Buscaron, simplemente, recoger para la historia, a través del objetivo de su cámara, desde las mismas entrañas de la guerra, aquello que estaba aconteciendo ante sus ojos”.
Arturo Pérez-Reverte escribió que «el único modo decente de alejar los fantasmas perversos de nuestra guerra civil es no juzgar a los protagonistas por sus ideas, sino por sus actos, y éstas son historias personales de trincheras, dolor y muerte, pero también de solidaridad, compasión, camaradería y heroísmo».
La cámara en el macuto es un extraordinario aporte documental a la historia de la Guerra Civil Española, pero sobre todo es un homenaje a personas valerosas que dejaron constancia de aquellos episodios excepcionales que les tocó vivir junto a los suyos, luchando por defender lo más profundo de su existencia.
Y aunque el sino de los tiempos no los haya recordado con justicia, sí lo ha hecho esta gran recopilación de imágenes que demuestran que requetés y margaritas protagonizaron parte de los episodios más heroicos de aquella dolorosa contienda, asumiendo por tradición y con honor, como dice uno de sus himnos, ser “las huestes guerreras de Dios”.
——————————
Autores: Pablo Larraz y Víctor Sierra. Título: La cámara en el macuto: Fotógrafos y combatientes en la Guerra Civil Española. Editorial: La Esfera de los Libros. Venta: Amazon, Fnac y Casa del libro.
Zenda es un territorio de libros y amigos, al que te puedes sumar transitando por la web y con tus comentarios aquí o en el foro. Para participar en esta sección de comentarios es preciso estar registrado. Normas: