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Observe esa cara de horror que en el cartel de la memorable película Barton Fink le ha quedado para siempre a John Turturro, aquel que interpretaba a un guionista que habiendo llegado desde Nueva York a un dorado Hollywood se ve forzado a escribir al dictado de un productor ignorante. Sí, observe esa cara y especule qué ve John Turturro, qué está viendo en ese preciso instante, a qué viene tanta mueca por un simple mosquito. ¿Será esa sombra magnificada en su frente?, ¿o será el anticipo de la picadura?, ¿o acaso la fuente del horror se sitúa más allá del insecto, en otro plano, que no vemos?
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Corre la leyenda de que los escritores han de escribir bien, es decir, ajustados al catálogo de normas que prescribe la Real Academia Española. En justa correspondencia, circula también el mito de que esos que vagamente llamamos “medios de comunicación” deben ir recogiendo, incorporando, y en definitiva dando fe del habla de la “gente de la calle”. O lo que es lo mismo, televisiones, radios, informativos y magazines deben usar y promocionar las naturales mutaciones a las que el tiempo orgánico (el tiempo vivo, quiero decir, no el del reloj) somete al lenguaje. Mi opinión es la contraria. Son los medios de comunicación quienes deben cuidar en el lenguaje, no el escritor de ficción. Hay un sencillo ejemplo que lo pone de manifiesto: si el escritor en todo momento debiera escribir “bien y según norma”, novelas como El Quijote o Cien años de soledad no podrían haber sido editadas. Y eso siendo benévolos y permaneciendo en una literatura digamos que “poco nerviosa” respecto a los usos de la lengua. Porque si nos vamos a esa otra cosa llamada literatura experimental (término falaz en sí mismo, pero ésa es otra cuestión), novelas como Ulises, de Joyce, o Rayuela, de Cortázar, ni tan siquiera hubieran sido ni admitidas a imprenta y, por supuesto deberían ser retiradas de la venta en librerías.
En efecto, el escritor no es que no esté obligado a seguir las normas de la lengua en la que escribe, sino que casi diría que está obligado a violentarlas; es esa violencia sobre el lenguaje lo que hace mutar la literatura y la convierte en algo con peso específico y diferente a, por decir algo, la Wikipedia. La literatura no es un instrumento educativo, ni una expresión de la norma en uso, tampoco es un libro de texto que camuflado de ficción es repartido en los colegios, sino todo lo contrario, un pulmón, una fotosíntesis del lenguaje, una torsión y moldeado de los materiales disponibles. Eso sí, incluso para la torsión de las normas hay “criterios de uso” que conducen a diferentes calidades. Anécdota ilustrativa: en una ocasión el pianista Thelonius Monk abandonó su piano en mitad de una actuación y se fue al camerino. Preguntado por el porqué, respondió, “he cometido todo los errores inadecuados”. También hay que saber hacer de los supuestos errores un método de creación. O podemos pensar en discos como el impecable Rain dogs, de Tom Waits, manifiestamente destartalado, con percusiones fuera de tempo y guitarras ligeramente desafinadas.
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Y así le ocurría a Barton Fink. Él quiere escribir como le dé la gana pero el hollywoodiense productor le exige que se ajuste a los códigos de corrección del cine para la clase media americana. Ese mosquito magnificado en su frente da cuenta de la bienpensante amenaza que se cierne sobre el pobre Barton, quien, entre confundido y desquiciado, parece un trasunto de un personaje de Kafka. Es la escritura normópata, la escritura prescrita, la que en ese cartel sobrecoge a Barton Fink (y a nosotros) para siempre.
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