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David Lynch, el onirismo de la modernidad, de Javier Memba

David Lynch, el onirismo de la modernidad, de Javier Memba

Icono de la postmodernidad, David Lynch hace de su estética uno de los pilares de su obra. Más próximo al cine de vanguardia, ha sacado adelante la mayor parte de su filmografía lejos del reducido circuito de cine independiente que le hubiera correspondido. Metido en la industria de Hollywood ha conseguido trabajar como si su cine fuese comercial. Eso también es un arte.

A continuación, puede leer el capítulo 5 de David Lynch, el onirismo de la modernidad, de Javier Memba.

 

La irrupción en el neo-noir (Terciopleo azul, 1986)

 

Hay comentaristas que, puestos a hablar de los orígenes del neo-noir, se refieren a Harper, investigador privado (Harper, Jack Smight, 1966). Pasan luego por Un largo adiós (The Long Goodbye, Robert Altman, 1973), sobre la novela ya clásica publicada por Raymond Chandler veinte años antes, y prosiguen con Chinatown (Roman Polanski, 1974). Nosotros preferimos empezar la nómina en esta última. Las dos primeras, aun siendo películas memorables que nos merecen todos los respetos, nos parecen más representativas de la estética de su tiempo –y de la ética también, en algunos aspectos– que de esa nostalgia del cine negro clásico que es la principal característica del neo-noir. Melancolía expresa en Chinatown de forma meridiana. Doce años después, cuando Terciopelo azul llegó a la cartelera, el nuevo cine negro aún no había caído en el adocenamiento posterior que llevaría a los críticos menos rigurosos y a los aficionados menos exigentes a calificar pastiches infumables como L. A. Confidential (Curtis Hanson, 1997) o La dalia negra (The Black Dahlia, Bryan De Palma, 2006) de obras maestras.

Las primeras cintas neo-noir eran grandes porque, amén de obedecer a una sincera comunión con los clásicos –que no a la coyuntura de la taquilla contemporánea– se atenían al canon aportándole además nuevas propuestas. Dentro de esta dinámica, la ciencia ficción entró en el neo-noir con Blade Runner (Blade Runner, Ridley Scott, 2002); el humor negro –mucho más agudo y acusado que el sarcasmo común al género–, con los primeros films de los hermanos Coen; el terror, con El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs, Jonanthan Demme, 1991)… Prosiguiendo con la relación, cabría apuntar que las sexualidades bizarras, el onirismo –o el “surrealismo estadounidense”, como describía Dennis Hopper la estética en la que cabría adscribir a David Lynch–, irrumpieron en el neo-noir con Terciopelo azul. Cuesta no escribir Blue Velvet, el título original de la cinta y de la canción que lo inspira.

Un trozo de terciopelo azul será lo que muerdan Dorothy Vallens (Isabella Rossellini) y Frank Booth (Dennis Hopper) cuando se entregan a sus perversiones sexuales. Sin embargo, fue la canción –el gran éxito de Bobby Vinton de 1963– la primera que acudió a la mente de Lynch puesto a alumbrar un misterio en una ciudad tranquila. Después llegó la oreja, como puerta de entrada al otro mundo. Por último, se sucedieron cuatro versiones de un guion antes de que Dino de Laurentiis, en contra de lo esperado habida cuenta de que su relación había quedado tocada tras el fracaso de Dune (Dune, David Lynch, 1984) se interesase por él.

El primer presupuesto, cifrado en torno a los diez millones de dólares, a De Laurentiis le pareció excesivo. De modo que Lynch redujo considerablemente su salario, no sólo para poder rodar, sino también para tener el control absoluto sobre el montaje, lo que le fue ofrecido a modo de contraprestación. Como este último aspecto no podía figurar en el contrato –“todos los directores empezarían a exigírmelo”, adujo De Laurentiis–, el productor se comprometió verbalmente con Lynch. Y cumplió su palabra: nuestro realizador gozó en todo momento de libertad total.

Los actores, cautivados por el guion, también cobraron bastante menos de lo que les hubiera correspondido. Sin embargo, cada uno tenía su propio motivo para aceptar cuando David Lynch llamó a su puerta. Isabella Rossellini, aunque hija de Ingrid Bergman y el gran Roberto Rossellini, amén de conocida modelo, tan sólo era una actriz que empezaba en la pantalla estadounidense. Pocos recordaban que su primera cinta fue a las órdenes del también grande Vincente Minnelli: un pequeño papel en Nina (A Matter of Time, 1976), la despedida del maestro de los musicales de la Metro. En un primer momento, Lynch pensó en Helen Mirren para interpretar a su cantante voluptuosa y autodestructiva. Pero Isabella se cruzó en su camino y, además de recrear a Dorothy Vallens, acabaría siendo la compañera del cineasta cuando se separó de Mary Fisk, su segunda esposa.

Para Kyle MacLachlan (Jeffrey Beaumont), Terciopelo azul fue su segunda película. La filmografía de Laura Dern (Sandy Williams) aún despuntaba cuando surgió en el cine de Lynch de entre las sombras, “como llevada por el viento” le indicaba el cineasta, para su primer paseo junto a Jeffrey. Laura sólo tenía dieciocho años y estaba en ese punto en que no se rechazan las oportunidades. Para ella, Lynch –al margen del desastre de Dune– seguía siendo un gran realizador. El curso del tiempo habría de darle la razón. Por su parte, Hopper, tras una de las experiencias con el alcohol y las drogas más sonadas y prolongadas de toda la historia del cine estadounidense –lo que ya es decir–, acababa de salir de rehabilitación. Le aconsejaron que no hiciera la película, ya que un personaje como Frank Booth era irredimible. No sólo no siguió el consejo, sino que además se tomó el trabajo a modo de desafío. Durante muchos años había estado utilizando el alcohol y las drogas como un recurso interpretativo y aquella fue la primera vez que volvió a actuar sin ellas. Superó el reto con creces: Frank Booth ha quedado como uno de los grandes papeles de su carrera.

Autor: Javier Memba. Título: El onirismo de la modernidad. Editorial: Ediciones JC. Venta: Amazon 

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