Imagino que no se os habrá pasado por alto que el título de esta nota supone un guiño al Francamente, Frank —o las cuatro historias que constituyen el relajado ocaso de Frank Bascombe, el personaje creado por Richard Ford al que, no me preguntéis por qué, un humilde servidor siempre homenajea de un modo u otro en cada una de sus novelas—. Pero por si alguno de vosotros no está al tanto de la existencia del Premio Princesa de Asturias de las Letras 2016 y su obra, os diré que se trata de ese autor al cual Raymond Carver describió como «el mejor escritor en activo de este país» —refiriéndose a Norteamérica y omitiendo, si se me permite un poco de perverso sentido del humor, «… después de mí» (Carver, claro)—.
Sea como sea, Carver, el fantasma de Carver, el recuerdo de Carver, la veneración por el que tal vez sea el mejor escritor de relatos cortos de todos los tiempos (que me disculpe Julio Cortázar, allá donde esté), me ha impulsado a escribir estas líneas.
Son bien conocidas las derivas de la obra del mayor exponente del realismo sucio (que me disculpe Bukowksi, allá donde esté), en parte provocadas por la «intromisión» de su editor Gordon Lish —mentor a su vez de Don Delillo y del propio Richard Ford—. Quien desee conocer más sobre esta polémica puede consultar los textos de Alessandro Baricco o de la propia viuda de Carver, Tess Gallagher, al respecto. Por mi parte, no entraré en la cuestión de hasta qué punto un autor es (in)separable de sus editores o albaceas (seguro que el caso de Kafka y Max Brod os resulta familiar), centrándome en lo que constituye uno de los rasgos definitorios de la obra de Carver, punto de partida de este micro-ensayo. Me refiero al minimalismo narrativo.
Dejando aparte si la austeridad del relato carveriano fue fruto de su pluma o de la intervención de Lish (los más puntillosos pueden echar un vistazo a los manuscritos originales recogidos en el volumen Principiantes publicado por la editorial que nos ha ofrecido la mayor parte de traducciones de textos de Carver al español), cabe señalar que la ausencia de ornamentos constituye uno de los elementos clave de la narrativa del escritor norteamericano.
La escritura de Carver se asemeja a la poda de un bonsái.
Murakami recogió la siguiente frase del autor de De qué hablamos cuando hablamos de amor: «Al fin he entendido que una novela se perfecciona después de releerla, de quitarle algunas comas y volver a leerla una vez más para poner las comas en el mismo sitio donde estaban». Indudablemente, las comas, aunque así lo parezca, nunca están en el mismo sitio; o como si del gato de Schrödinger se tratase, están y no están en el mismo sitio a la vez. El proceso de revisión suprime una ramita innecesaria o la deja, dependiendo de si es o no imprescindible, fundamental, y el texto, por lo tanto, ya no es el mismo aunque resulte indiscernible desde el punto de vista formal.
Este procedimiento puede figurársenos aterrador, ya que ¿qué podemos eliminar sin que una narración pierda fuerza y respete aquello que pretendíamos expresar? ¿Qué es fundamental y qué accesorio? ¿Es necesario describirlo todo? ¿Qué suerte puede correr una narración mínima —no necesariamente un relato breve— en tiempos de bestsellers hipertrofiados y predominancia del lenguaje audiovisual?
Lejos de suponer un hándicap, la escritura minimalista presenta varias ventajas sobre el hiperrealismo descriptivo, y sobre éstas es de lo que quiero hablar ahora, aunque sea de un modo somero.
Por una parte, al igual que la pintura hiperrealista difícilmente puede competir con la fotografía por lo tocante a la fidelidad, la descripción exhaustiva no puede ganarle la batalla al cine, a la imagen en movimiento. Es aquí donde el texto minimalista se hace fuerte, ofreciendo una alternativa; cuanto más fiel y extensa es la descripción, menos espacio queda para la imaginación… Y a la inversa.
Irónicamente, un texto que deja más espacio a la imaginación se presta mucho más a adaptaciones cinematográficas menos decepcionantes (Barry Gifford, Sam Shepard y Guillermo Arriaga son buenos ejemplos de esto).
Por otra, la ausencia de descripciones abigarradas y obsesivamente precisas tanto de objetos como de personajes y acciones —amén de hacer el relato menos soporífero— supone una muestra de respeto por el lector y su inteligencia, haciéndole más partícipe, implicándolo más sin la condescendencia que conlleva dárselo todo masticado. De este modo, el nexo entre autor y lector (póngase todo en femenino si alguien se siente más cómodo/a) es más estrecho y horizontal.
Coged, por poner dos ejemplos casi al azar, un relato como Después de los tejanos, de Carver, donde una sola frase final (veintiséis palabras en la traducción castellana, diecinueve en la versión original) en la que se describe a un hombre bordando, al tiempo que imagina a un tipo haciendo señas mientras se mantiene sobre la quilla, basta para ofrecernos con toda la brutalidad imaginable el universo interior de dicho personaje y el verdadero significado de toda la pieza. O Bolsas, donde tres frases son suficientes para establecer la conexión (quebrada) entre un padre y un hijo; entre su pasado y su presente, al tiempo que nos permiten vislumbrar el abismo infinito que se esconde en el interior de cada uno de ellos.
Las ideas precedentes no sólo son aplicables al relato corto. Examinemos este fragmento de El salvaje de Arriaga que describe las primeras experiencias sexuales de dos preadolescentes:
Salón. Recreo. Silencio. Miradas. Respiración. Latidos. Manos. Falta. Rodillas. Muslos. Piel. Caricias. Miradas. Calzones. Respiración. Latidos. Roce. Pubis. Cercanía. Temblor. Miradas. Roce. Pubis. Silencio. Calzones. Dedo. Pubis. Humedad. Gemido. Respiración. Pantalón. Cierre. Manos. Aliento. Miradas. Temblor. Botones. Manos. Pito. Erección. Roce. Panocha. Roce. Miedo. Excitación. Miradas. Fricción. Pito. Panocha. Dentro. Humedad. Sudor. Piel. Latidos. Respiración. Campana. Miradas. Separación. Silencio. Despedida. Salón. Puerta. Silencio. Latidos. Voces. Compañeros. Maestra. Salón. Miradas. Secreto.
¿Qué habría podido añadir una descripción más detallada, más desarrollada? Nada. De hecho, habría perdido toda su fuerza.
El esquematismo de Gifford, la crudeza de Arriaga o la parquedad de Carver intensifican la potencia del crochet. El estilo minimalista golpea con mayor dureza porque nos hace partícipes, porque parte de su fuerza es nuestra. Porque, en última instancia, es el propio lector quien pone toda la carne en el asador al completar aquello que no aparece en el texto pero sí es evocado o sugerido por él.
Así pues, y a modo de cierre, podemos decir: francamente, Raymond, Arriaga, Gifford, Shepard, lo clavasteis.
A Leandro Pérez,
con cariño.
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