Si no fuera porque el mismo Francis Ford Coppola, en una reciente entrevista concedida a la Cadena SER, se reconoció como un proscrito en la industria estadounidense —“creo que ya no soy muy popular en el sistema de Hollywood. Hollywood me creó, pero ya no me quiere”, dijo textualmente—, sería muy difícil argumentar la inclusión de un cineasta de su talla en una nómina de estigmatizados, perdedores y perdidos.
Por haber sido uno de los mejores de aquella generación que cambió Hollywood, y uno de los primeros en manifestar su genio, Francis Ford Coppola también fue uno de los primeros en dejar patente su agotamiento creativo. El mal de muchos solo es el consuelo de los necios, mas no es menos cierto que después llegó el declive de todos los demás. Porque, el caso es que todos los grandes cineastas en lengua inglesa de los años 70, a ambos lados del Atlántico, en los 90 ya parecían estar acabados. Podríamos hablar de lo poco que queda de aquel Ridley Scott de Los duelistas (1977), Alien, el octavo pasajero (1979) o Blade Runner (1982) en Tormenta blanca (1996) y La teniente O’Neil (1997). Todos los de entonces fueron a menos: Brian De Palma, Michel Cimino, Peter Bogdanovich… Hasta el Martin Scorsese de El cabo del miedo (1991), Kundun y Gangs de Nueva York (2002) deja mucho que desear, si bien es cierto que una maravilla como La edad de la inocencia (1993), tan insospechada en el gran retratista de los “chicos listos” más malotes de Nueva York, está por encima de cualquier consideración.
En realidad, a Coppola, que tuvo a su primer valedor en el maestro del cine barato e independiente, Roger Corman, Hollywood le hizo relativamente. De hecho, después de celebrarlo como a uno de los mejores —su palmarés cuenta con cuatro Oscar, entre los más destacados premios del cine internacional— él cifró su sueño en la inauguración de unos estudios independientes —American Zoetrope—, alzados contra el Hollywood de la comercialidad en el San Francisco de la eterna contestación. Como su propio nombre indica —el zoótropo, como la linterna mágica, es uno de los juguetes ópticos que animaron la prehistoria del cine—, aquella compañía fue el sueño de un cinéfilo y el origen de la ruina de un cineasta que quiso alzarse contra la industria que ahora le desdeña y, según él, le creó. El Coppola cinéfilo fue el que produjo a Wim Wenders El hombre de Chinatown (1982), un acercamiento a la figura de Dashiell Hammett que tuvo que acabar el propio Coppola tras expulsar a su colega alemán. Cinta tan estrepitosamente fallida como puedan serlo Tetro o Twixt, según cuenta un Coppola ya envejecido en uno de esos esplendidos documentales que ofrecen las plataformas en streaming, el desastre fue debido a las incursiones de la chica de Wenders en aquellos días en el libreto del filme. “Cherchez la femme”, concluye el gran Francis con esa tristeza que le caracteriza desde que empezó a envejecer.
Pero la ruina del cineasta que quiso vencer a Hollywood, precisamente allí donde Hollywood derrotó varias veces a su admirado Orson Welles, le sobrevino con Corazonada (1981). Yo, que como el individualista irreductible que soy una de las cosas que más celebro en una película es la exaltación de la subjetividad de su autor, aún aplaudo un musical como aquél. Pero la industria fílmica —estadounidense y de cualquier lugar—, que existe, básicamente, por y para el negocio y recela de los cinéfilos tanto como de los genios como Welles y el Coppola de los 70, debió de sentirse muy satisfecha ante la ruina que acarreó a Coppola Corazonada, ese interesantísimo musical para el que contó con el asesoramiento estético de Michel Powell, uno de los grandes clásicos de la pantalla inglesa.
Los verdaderos admiradores de Coppola deberían dejarse de dogmatismos, de visionados en el reclinatorio de sus obras fallidas, y darse a reivindicar el sueño de un cinéfilo que montó unos estudios para hacer películas como las que le gustaba ver a él, y aquella industria le llevó a la ruina, hasta el punto de que acabó perjudicando inexorablemente a la obra del gran cineasta que fue. Apuntó maneras en el díptico de Susan E. Hinton —La ley de la calle y Rebeldes, ambas del 83—, pero poco más. Hasta que rodó la tercera entrega de El Padrino (1992), no consiguió pagar todas las deudas que le acarreó el desastre de Corazonada y los primeros trabajos de la Zoetrope.
Hace ahora medio siglo, cuando la generación de nuevos realizadores estadounidenses que se dio a conocer en la encrucijada que llevó al mundo de los años 60 a los 70 cambió la pantalla de su país en la misma medida que la juventud de entonces —a la que pertenecían nuestros autores— cambió radicalmente la sociedad, Francis Ford Coppola sentó el canon de todo el cine de mafiosos posterior a la segunda entrega de El Padrino (1974) cuando aún se celebraba la primera parte de la trilogía de los Corleone. En el 79, tras llevar a buen fin en Filipinas uno de los rodajes más azarosos de los que hay noticia, el de Apocalypse Now, inauguraba todo un subgénero del cine bélico —el del conflicto vietnamita— y volvía a sentar el canon de una de las pantallas más frecuentadas por los cineastas norteamericanos en los años 80. Apocalypse Now es más grave y elevada, tiene mucha más enjundia que Platoon (Oliver Stone, 1986) e incluso que La chaqueta metálica (Stanley Kubrick, 1987), sin querer menoscabar con ello ninguna de estas dos excelentes producciones, que también aluden al sinsentido de una guerra en la que la juventud estadounidense se volvió pacifista después de pelear bajo los efectos del LSD 25 y escuchando, entre el tableteo de las ametralladoras, a The Doors. Recuerdo a aquel Coppola genial, en esa secuencia en que incorpora a un realizador televisivo, mientras las tropas norteamericanas arrasan una aldea del Viet Cong. Indica al capitán Willard (Martin Sheen) que no mire a cámara, que haga como si estuviera entrando en combate, ya que están rodando unos planos para la televisión. Y en efecto, a escasos metros, los carros lanzallamas se aplican con el napalm. Recuerdo esa secuencia, y creo que fue la primera imagen crítica de la Guerra de Vietnam que me fue dada. La mirada del cineasta iba más allá de aquella impresionante instantánea de Huynh Cong Út, el fotógrafo de la Associated Press que nos mostró ardiendo a la niña Phan Thị Kim Phúc.
Entre las muchas alusiones de aquella visión del apocalipsis basada en un relato de Conrad, que ya había querido adaptar Orson Welles, el Coppola genial quiso hacer hincapié en la del papel jugado por la prensa en aquel conflicto, y de ahí que sea él mismo el intérprete del realizador de televisión. Y la prensa vuelve a jugar un papel preponderante en esta Megalópolis, llegada en estos días a la cartelera. Pero la prensa ha ido contra el filme sin contemplaciones, y se ha dicho que una filmografía como la suya no merece acabar así.
Hace medio siglo, cuando Coppola era grande entre los grandes del nuevo cine de su país, yo era un adolescente, mal estudiante de latín, mal traductor de ese mismo Cicerón que el cineasta adapta ahora, en este infausto tiempo que hay tantos Catilina abusando impunemente de la paciencia del senado, del pueblo y de cuanto sea menester. Que un Coppola ya viudo —perdió a su querida Eleanor la primavera pasada— apunte en esa dirección y construya toda una metáfora sobre la perversión de los gobernantes ya me parece algo digno de encomio. Mucho más que la adulación a cineastas impostados hasta la médula, porque también es menester. Megalópolis podrá ser todo lo fallida que la crítica quiera, pero si hubiera que poner un epílogo a la filmografía de Coppola yo parafrasearía aquel lamento de tantos marginados, perdedores y perdidos: “Luchó contra la ley —lo establecido, la comercialidad del Hollywood del adocenamiento y los efectos especiales— y la ley le ganó”.
La juventud estadounidense que luchó en Vietnam no escuchaba a The Doors, escuchaba a Creedence Clearwater Revival.