“El poeta no tiene público, sino lectores, y el lector es el crítico del poeta. No hay crítica de poesía que pueda influir en los gustos de los buenos lectores. El peligro del poeta quizá sea la vanidad, pero no otra cosa”. —Francisco Brines.
Francisco Brines (Oliva, Valencia, 1932) fue Premio Adonáis en 1959 con Las brasas. Desde la aparición de Palabras en la oscuridad (1966) se le considera uno de los poetas más destacados de la Generación del 50, además de un poeta-puente que recoge la herencia de Luis Cernuda y anticipa en buena parte el mundo de los poetas que vendrían después, los llamados Novísimos. Posteriormente publicaría Aún no (1971), libro que sorprende con una incursión en la poesía satírica, característicamente generacional. Con Insistencias en Luzbel (1977) alterna una meditación sobre la nada —sin parangón en nuestra poesía, por su despojada belleza— con la habitual poesía de la experiencia que trata de perpetuar la fugacidad del instante. El otoño de las rosas (1986), nada más llegar a las librerías— su primera edición se agotó de inmediato— fue saludado como un libro clásico, uno de los títulos fundamentales de la poesía de nuestro tiempo. Ha continuado su labor poética con La última costa (1995), Premio Fastenrath de la RAE; la antología Ensayo de una despedida: Poesía 1960-1971 (1974); La Iluminada Rosa Negra (2003); Amada vida mía (2004); Todos los rostros del pasado (2007)…
La trayectoria literaria de Francisco Brines contada por él mismo:
“Cada uno de nosotros [se refiere a sus compañeros de generación] tiene una historia que es fruto y efecto de la propia biografía, de las circunstancias personales. Yo estudié el bachillerato en Valencia, en donde vivía, y los amigos con las mismas aficiones que yo, con vocación literaria, eran Vicente Puchol y Ricardo Defarges. Con ellos me reunía y con ellos tenía ese intercambio cotidiano de vida y de literatura que es propio de un grupo de amigos de estas características. Así pues, puedo decir que yo tuve mi grupo valenciano. Durante el bachillerato se despertó en mí la afición literaria y sentí la necesidad de escribir. Debo decir que, aunque yo conocí muy pronto a Bécquer y a Rubén Darío, siendo casi un niño, quien verdaderamente me impresionó, quien me educó la sensibilidad, ya en la adolescencia, fue Juan Ramón Jiménez. Yo he sido fiel a Juan Ramón por esta razón, y la Segunda antología poética fue mi Biblia personal. También conocí entonces, y me interesó, aunque no del mismo modo, a Antonio Machado, al que también he seguido siendo muy fiel siempre.
En cuanto a mi educación primera en la poesía, yo me he podido considerar como un coetáneo de la Generación del 27. Después pasé a la lectura de los componentes de esa generación, lo cual no era tan difícil, por los años cincuenta, como puede parecer ahora, ya que en una ciudad relativamente grande, en este caso Valencia, había por lo menos una librería en cuyo fondo, en una salita semisecreta, podíamos encontrar los libros de la editorial Losada y otros que venían de América. Y a la vez que leía a la Generación del 27, leí a Neruda, y pude también tomar contacto con Vallejo.
Hasta que no llegué a Madrid, prácticamente yo no conocía personalmente a ningún poeta. Después de cursar Derecho en Salamanca, llego allí para estudiar Filosofía y Letras, y en la universidad tomo contacto con Carlos Sahagún, con el cual establecí una amistad diaria, y con otro, que también pertenece a la generación, y que no era universitario, Eladio Cabañero. Por entonces conocí también a Claudio Rodríguez y empieza mi amistad y trato con poetas de otras generaciones: Vicente Aleixandre, que nos relacionaba a unos con otros, y a dos poetas con los que la convivencia era más asidua: José Hierro y, sobre todo, Carlos Bousoño. Yo, prácticamente, no pisé el Gijón, a no ser por la noche, cuando la clientela no era literaria, ni tampoco asistí a las tertulias de Ínsula. Normalmente nos veíamos en la casa de uno de nosotros. Así pues, el grupo, mi grupo personal, después del reducidísimo de Valencia, fue este grupo intergeneracional de amigos madrileños, en el que ninguno era de Madrid, y que además eran escritores, poetas. Posteriormente, a medida que fui cumpliendo años, iban llegando otros, que a su vez se unían al grupo según elecciones que siempre eran afectivas. Conocí por entonces a Ángel González, a Fernando Quiñones y a los restantes poetas que están aquí, pero algunos ya con mucha posterioridad. Debo también indicar que no eran solamente poetas, que a veces eran pintores, o un personaje polifacético y para mí muy interesante, porque abría horizontes ampliamente culturales y humanos, como Francisco Nieva, y otros más jóvenes, como Angélica Becker o Juan Luis Panero. Una amistad íntima, desde los tiempos de Salamanca, es la de José Olivio Jiménez, que, aunque cubano, es uno de los principales componentes de ese grupo madrileño, ya que sus viajes a España han sido constantes. Es el crítico que más interés ha demostrado desde siempre por nuestra generación.
La primera vez que en Valencia un amigo de Hierro me dio a leer unos poemas suyos, me dejaron bastante indiferente. A mí me gustaba la generación del 27 y no entendía la poesía posterior. Sí me interesó, por ejemplo, la poesía de Leopoldo Panero, sobre todo Escrito a cada instante, y también La casa encendida, de Rosales. Recuerdo que cuando salió El descampado, de Vivanco, fue un libro que también me gustó. No tardé en corregir aquel error de apreciación, y muy pronto llegué a estimar enormemente la poesía de Hierro. Me interesaba también la poesía de Blas de Otero, aunque mi admiración era mayor por el hacedor del poema que por la clase de poesía que hacía. Me refiero principalmente a Ángel fieramente humano, al poeta religioso heterodoxo que es al que prefiero. Asimismo me interesó cierto Gaos. Recuerdo la impresión que me causó la aparición de Compañeros de viaje, de Gil de Biedma, al que no conocía, y también recuerdo, con anterioridad, la lectura del primer libro de Valente, cuando le dieron el Adonáis. Anteriormente, y estando aún en Valencia, cuando le concedieron aquel premio a Claudio, leí un poema suyo en Ínsula y quedé deslumbrado de inmediato, porque siendo también muy distinta esa poesía de la que yo podía hacer o de la que me pudiera interesar, su calidad se me presentó evidentísima e inmediatamente compré el libro en cuanto salió y adquirí otros ejemplares para regalar.
Quiero, pues, decir que a la Generación del 50 yo no la encontré hecha, se iba haciendo ante mí, y a medida que esto ocurría yo me iba integrando en ella, unas veces desde el conocimiento personal y otras desde la admiración por lo que leía. Creo que esto, más o menos, es mi trayectoria personal, y supongo que es, en cierto sentido, parecida a la de los otros, y también distinta”.
Dos poemas de El otoño de las rosas
La rosa de las noches
Todas las noches de mi vida, hasta el alba,
sin llegar nunca a nadie,
en ciudades distintas, los ojos en acecho,
son una turbia rosa negra.
Se cumple así la sed que concedo a la carne,
esta difusa espera, que es la fidelidad de mis cansancios
o el encuentro de alguna luz pequeña que se abate,
tras del furor, en las cansadas sábanas.
Allí donde los cuerpos se nutren de reposo
que no es mortal aún,
en esa hora tan dura
en que la luz es agria, es una ciega rosa blanca.
Todas las noches de mi vida, envejeciendo,
son una infame rosa negra,
son una rosa negra y solitaria,
una encantada y desvalida rosa.
Si volviera a vivir, yo quisiera aspirarla
de nuevo sin piedad,
pues por ella existí, aunque me devorase.
Yo miraba los astros, su hermosura,
y nada aquel espejo reflejó
que a él se asemejase:
sólo la quemadura del vivir,
que aun sin fulgor, yo sé que existe.
Todas las noches de mi vida, también las que vendrán,
son una iluminada rosa negra,
un secreto esplendor que aún no es ceniza
y nadie puede ver,
y que este ciego roza
lleno de ardor, con las manos tendidas.
Desde Bassai y el mar de Oliva
Era en aquel viaje por las tierras dormidas de la Arcadia,
para encontrar el templo en donde floreciera la primera
sonrisa del capitelde acantos (o de rosas),
allí donde la ausencia adusta del cestillo era un canto de
fuego y de cigarras.
Las columnas de piedra sostenían el pájaro y el cielo.
Los pájaros azules, el cielo derribado.
El féretro estival del tiempo destruido. Y todo se perdía y
era eterno.
Yo miraba en tus ojos el mundo que era estable y muy viejo,
y tú sonabas sólo como la juventud.
Y antes vi el mar, en esas horas solas de la siesta,
cuando el sol enloquece su extensa superficie, y brilla en
aire de oro suspendido
esa frescura eterna que hace dioses muy niños los ojos del
que mira,
cuando llegan veloces y pausadas las velas lejanísimas,
y sólo existe el mar, el cuerpo de una gloria azul e
inacabable,
y aquel que lo contempla con ojos escondidos, y la mirada
ardiente:
el muchacho, con un secreto amor también inacabable
de sí mismo,
porque el mundo y la vida se hospedan sólo en él.
Y nadie aún existía que a él le desplazara, ni tu humana
hermosura.
Sigue aún el mar, pero no la mirada, ni las velas,
y el templo, con las puertas cerradas, es triste, y es
católico.
Alguien me dio un abrazo de adiós definitivo en un andén
muy agrio
y en los espejos busco, y araño, y no lo encuentro
a ese que fui, y se murió de mí, y es ya mi inexistencia.
Lo siento más extraño que a mí mismo
cuando tienda a saberme desde mi ceguedad y todo sea
el hueco,
y esto es así porque percibo un resto muy breve de su luz
todavía.
Yo sé que olí un jazmín en la infancia una tarde, y no
existió la tarde.
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