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Francisco Narla: «No se puede ser escritor sin aprender con los clásicos»

Francisco Narla: «No se puede ser escritor sin aprender con los clásicos»

No fue condenado a un destierro, sino a dos. Sus hijas no se llamaban Elvira y Sol; se llamaban María, Cristina y Diego. Sí, tuvo también un hijo, un hijo al que envió a morir… El Cid es uno de esos rincones polvorientos de la Historia, lleno de sorpresas. Y la nueva novela de Francisco Narla, El buen vasallo (Grijalbo), desempolva ese rincón.

Este viernes, Francisco Narla responde al cuestionario de Zenda.

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—¿Qué libro, película, serie, disco y obra de arte salvaría en un diluvio o un incendio?

—Salvaría algún libro que hablase de técnica narrativa, como la Retórica de Aristóteles; o los trabajos de algunos analistas de guiones estadounidenses, quizá los de Karl Iglesias o los de Eric Edson, o los de Robert McKee; libros que sirvieran para que no se perdiera el arte de contar historias. En cuanto a películas, me quedaría con algunos de esos clásicos a prueba de bomba, como Casablanca, o El buscavidas. Hay mucho donde elegir, como Centauros del desierto, incluso la saga que Peter Jackson hizo de El Señor de los Anillos. De las series me valdrían Los Simpson o Breaking Bad, pero no soy un gran consumidor. Con la música supongo que dependería del día, porque tanto puedo escuchar ópera como salsa, pero imagino que podría decir que cualquier álbum de Queen, probablemente el concierto de Wembley de 1986. Y en cuanto al arte, entendiendo que hablamos de lo que no es cine, literatura o música, creo que elegiría algún edificio en el que aunar arquitectura, pintura y escultura, para tener un poco de todo, aunque dejemos de lado la danza y la fotografía. Quizás el Partenón sería una buena elección, o la sede vaticana.

—Puestos a salvar, elija una actriz, un actor, un personaje histórico y un político actual.

—De acuerdo. En cuanto al cine, me quedo con la incombustible Meryl Streep, con el recién estrenado como escritor Matthew McConaughey. Y me da la sensación de tirar de un padrastro hasta arrancarme medio pellejo, porque podría elegir a tantos… En cuanto al personaje histórico, en estos momentos me quedaría con Anna María Luisa, la última de los Medici en la Toscana que, como acabo de descubrir gracias a la novela que ha escrito su descendiente Lorenzo de’ Medici, El fiorentino, es la responsable de que hoy en día podamos emborracharnos de arte renacentista al visitar Florencia, pues ella donó las colecciones de la familia. Y de nuevo, me dejo demasiado en los bolsillos, porque resulta difícil elegir uno solo. Y en cuanto a la política, esta es la única respuesta fácil de todas las que he tenido que dar hasta el momento: a ninguno, sencillamente a ninguno. Son una auténtica decepción, enorme. La categoría de la clase política ha caído en picado en las dos últimas décadas. Para encontrar a alguien que merezca la pena tenemos que irnos hasta la Transición. Al menos eso me parece a mí.

—¿Qué aventura real o literaria le gustaría haber vivido?

—Todas las que no he vivido, así de sencillo, todas. Desde estudiar en Hogwarts hasta acompañar al Chacal para asesinar a De Gaulle, por no hablar de compartir té de menta y jaima con Gacel, el tuareg de Alberto Vázquez-Figueroa. Pero bueno, como hay que contestar diré que en la vida real tengo pendiente ir a pescar los inmensos tamen que pueblan las aguas de los ríos mongoles. Y en lo literario me encantaría haber sido el Rob J. Cole que Noah Gordon convirtió en médico viajando a la antigua Persia.

—¿Y qué recuerdo personal le gustaría que jamás se perdiera en el tiempo, como lágrimas en la lluvia?

—Buena parte de lo que he vivido con mis dos hijas. Desde sus primeros pasos a sus primeras palabras. Verlas crecer es un tesoro del que jamás me desprendería.

—¿Cuál es su primer recuerdo lector?

—Tebeos. Montones de tebeos. Los inolvidables personajes de Disney, los maravillosos patosos del irrepetible Ibáñez, las aventuras de Superlópez, los irreductibles galos de Uderzo y Goscinny… Sin duda, en mi caso fueron los tebeos los que me abrieron las puertas a novelas ligeras: Anna Sewell, Jack London, la saga de James Bond de Ian Fleming… Viejas copias de Marcial Lafuente Estefanía, que se caían a pedazos y mi padre conservaba. O las ediciones abreviadas del Reader’s Digest, a la que mis padres estaban suscritos.

—¿Cuál es el último libro que ha leído?

—Estoy con las últimas páginas de Structuring Your Novel, de K. M. Weiland. Pero supongo que interesa más la narrativa, a la que dedico mi tiempo, y ahora mismo estoy leyendo (siempre tengo varios libros abiertos, incluyendo documentación para mis novelas), uno de la saga de Lee Child sobre el icónico Jack Reacher, creo que el decimosexto, titulado The Affair.

—¿Puede recomendar un libro clásico?

—Pues esto es sencillo, al contrario que los políticos: a todos. Simplemente todos. Hay que leer a Lope, a Calderón, a Quevedo, a Cervantes, a todos… No se puede ser escritor sin aprender con ellos. Lope es increíble, increíble, con su El arte nuevo de hacer comedias se atreve a enmendarle la plana a Aristóteles. Hay que entender que un clásico lo es porque ha superado los dos juicios que determinan la calidad del artista, el del público y el del paso del tiempo, y si ha pervivido siendo popular, entonces merece la pena. Incluso aunque no sea de tu gusto particular, siempre se puede aprender y disfrutar con esas piezas inmortales.

—¿Y uno actual?

—Muchísimos, no todos, por supuesto, hay cosas que son populares, pero que, en mi opinión, se desvanecerán con los años. Para mí, un referente es Stephen King, un auténtico maestro, con una técnica narrativa que nos deja en ridículo a los demás. Por supuesto, no todas sus novelas son fantásticas, es un escritor muy prolífico, pero El resplandor, It, o la inmensa saga de La torre oscura son inconmensurables.

—¿Qué libro no ha podido acabar?

—Muchos, muchísimos… Cuando era más joven tenía más paciencia, continuaba leyendo, dándole una oportunidad al texto para sorprenderme o intrigarme, pero a día de hoy soy mucho menos flexible. En cuanto veo claro que algo no cuadra en la narración, paso a leer unas cuantas páginas en diagonal y, si continúa sin arreglarse, lo abandono y me conformo con hacerme una idea de las intenciones de la escritora o escritor. Leo mucho, muchísimo, no sólo lo que me gusta o atrae, sino cualquier cosa que destaque en el mercado, para estar al día. E, inevitablemente, hay muchas cosas que decepcionan. Pero hace mucho que no me obligo a acabar un libro: si no cumple, paso al siguiente. Hay demasiado que leer y hay demasiado que aprender para saber escribir mejores historias.

—¿Puede recitar de memoria un poema?

—Claro, muchos, y muchos fragmentos… «y no podía dejar de mirar aquellas largas, delgadas y celestiales piernas». Bukowski siempre me ha fascinado. La poesía es un maravilloso ejemplo para el escritor: la simplificación, la fuerza de las figuras retóricas, las imágenes que pintan las palabras… Leo poesía habitualmente. Y me encanta. Ahora mismo, así a vuelapluma, me resulta fácil elegir uno del inolvidable Bécquer (que es el nombre de mi gato): “Dices que tienes corazón, y sólo lo dices porque sientes sus latidos; eso no es corazón… Es una máquina que al compás que se mueve hace ruido”.

—¿Cuál es la canción más hermosa del mundo?

—Hay tantas que erizan el vello, tantas que hacen asomar lágrimas, tantas que animan a girar la muñeca y pedir más a los pistones… Algo de Richard Marx, o quizá alguna balada clásica, o los boleros del incombustible Manzanero. Es difícil elegir, pero si tengo que hacerlo creo que me quedaría con un pedazo de alguna ópera, la habanera de Carmen, por ejemplo. Aunque quizá una de las más bellas, más hermosas, sea el Nessun dorma de Puccini.

—¿Puede decirnos una heroína y un héroe —literarios o cinematográficos— imprescindibles?

—Claro, cómo no. ¿Quién puede olvidar a Poirot, o al abogado del Lincoln, de Connelly? Pero con ese adjetivo, si hay que elegir algo realmente imperdible, creo que me decantaría por una narración más épica: voy a escoger a Sinuhé, el protagonista de la atemporal novela de Mika Waltari.

—¿Y un personaje malvado que le fascine?

—Como suele decirse, la calidad del antagonista determina la calidad de la historia, hay multitud de ejemplos. Pero uno que siempre ha hecho que eche un reojo desconfiado es el enorme tiburón blanco de Peter Benchley, genial en su visceralidad atávica, tan simple como devastador. Una muestra increíble del arte de escribir con sencillez un personaje icónico.

—¿Tiene una editorial y una librería preferidas?

—No, en realidad no, ni en un caso ni en el otro. Todos los que se dedican al mundo del libro, y más en estos tiempos, rozan el heroísmo. De hecho, y acabo de comprar los libros de texto para mis hijas, he repartido los encargos en distintas librerías de mi ciudad para apoyar a todos los libreros posibles.

—¿Cuántos libros hay en su biblioteca? ¿Qué porcentaje, aproximadamente, ha leído?

—No tengo ni idea. Podría hablar de metros lineales, pero no de títulos. No hace mucho que estamos metidos en una reforma y hemos estado calculando metros de estantería, así que lo tengo fresco: necesitamos alrededor de ciento veinte metros lineales para acomodar a los niños. Y siendo justo, yo diría que alrededor de un quinto se han leído de la primera a la última página; unos dos quintos, bien porque son recetarios, obras de consulta o semejantes, se han leído parcialmente; otro quinto serían novelas que no he terminado y un último serían libros que han acabado en mis estanterías por regalos, compromisos o copias de mis propias publicaciones y que, por uno u otro motivo, no han sido leídos.

—¿Con qué libro se ha emocionado más? ¿Ha llorado tras la lectura de alguno?

—Con muchos, y creo firmemente que de eso se trata. El arte debe emocionar. Ya sea el cine, el ballet, la arquitectura o, por supuesto, la literatura. He sentido miedo con Clive Barker, H. P. Lovecraft o Stephen King. Angustia con Preston y Child, intensa desazón con Forsythe o Lapierre. Pena con Fitzgerald, es imposible no apiadarse de Gatsby, como del pobre Macbeth. Me he reído con algunas historias de Dahl, y me sigo riendo con el ingenioso hidalgo, enorme compendio de lecciones para el escritor. Y me ha embargado la tristeza con el duro final de Tuareg, y he llorado con El perro o con War Horse, de Morpurgo. Las historias de animales siempre me enternecen.

—¿Se ha excitado alguna vez leyendo? Si es así, ¿con qué libro?

—Claro, en especial en la efervescencia de los años adolescentes. Recuerdo una escena de El valle de los leones, de Follett, que, por cierto, reconoce abiertamente que procura incluir pasajes subidos de tono. Y también cuando leí por primera vez Lolita. Lo revisité hace poco y me parece que Nabokov está sobrevalorado, pero en aquellos años de juventud me deslumbró la palpable sexualidad del libro.

—¿Cuál es el rasgo principal de su carácter?

—Supongo que mi lucha constante contra la ignorancia. Siempre estoy intentando aprender algo nuevo, me asombra la inmensidad de lo que no sé, y no dejo de batallar por ganar algo de terreno.

—¿Y su principal defecto?

—De esos hay muchos. Puedo ser un cabezota irredento. No me manejo bien en ambientes sociales. El trabajo me absorbe con facilidad. Me cuesta adaptarme. Aprecio demasiado la soledad. Me duele demasiado admitir los errores propios. Soy a menudo intransigente…

—¿Qué aprecia más de sus amigos?

—Que estén dispuestos a serlo pese a toda esa retahíla de defectos. La lealtad no se valora lo suficiente.

—¿Cuál es su ocupación preferida?

—Es evidente que mis hijas. Pero supongo que es una respuesta que dice poco. Los libros, a ambos lados de la página, los aviones, la pesca a mosca, el ajedrez, los bonsáis, el tiro con arco… Tengo muchas aficiones.

—¿Y su sueño de felicidad?

—Ya no es un sueño. Hace años descubrí que lo más maravilloso a lo que aspirar es al mismo hecho de seguir soñando. Tener deseos y ambiciones, querer mejorar y medrar, es maravilloso buscar nuevas metas cada día.

—¿Cuál es el estado actual de su espíritu?

—No tengo ni idea de cómo contestar a algo así. En lo religioso o lo moral… No sé si hablamos figurada o literalmente. Pero supongo que podría decir que en paz.

—¿Qué detesta más?

—Esta sí sé cómo responderla. La nesciencia. Que no es lo mismo que la ignorancia. El ignorante lo es porque no ha podido, porque no ha tenido los medios, porque nadie le ha enseñado el camino, en tanto que la nesciencia implica la falta de deseo, de compromiso. En la ignorancia no hay voluntad de desconocer, en la nesciencia sí. Y por eso mismo soy incapaz de decantarme por cualquier político actual, son perfectos ejemplos de lo que es la nesciencia.

—¿Qué faltas le inspiran la mayor indulgencia?

—Creo que es más bien una cuestión de dimensión, de perspectiva si se prefiere. Me resulta aceptable la mentira, pero no el engaño. El despiste y no la desidia. Digamos que mientras la falta sea leve, no hay problema. El inconveniente es el dolo, la voluntad de hacer algo mal. De ahí la distinción entre la ignorancia y la nesciencia.

—Ojalá que no tenga que ir nunca a una isla desierta, pero si así fuera, ¿qué libro se llevaría? ¿Y a qué persona?

—Resultaría incoherente contestar algo distinto a lo que ya expresé al pensar en qué salvaría de un incendio o diluvio. Me llevaría el mismo libro. Y me llevaría a mi esposa, por supuesto y, si se pudiese, a mis hijas y, si aún queda un hueco, a mis mascotas.

—Si todas sus respuestas han sido sinceras, diga ahora una mentira.

—Me ha preocupado ser políticamente correcto en mis respuestas…

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Autor: Francisco Narla. TítuloEl buen vasalloEditorial: Grijalbo.

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