Cuando hace unos meses Mario Vargas Llosa recibió el premio Francisco Umbral, que se concede al mejor libro del año publicado en España, nos llamó la atención que en su largo e interesante discurso de agradecimiento no hubiera referencia alguna al autor que da nombre al premio. Es una cortesía, una práctica común al recibir un galardón con nombre propio. En este caso no fue así, y lo entendimos al repasar las relaciones entre estos dos escritores.
Probablemente la obra del autor de Mortal y rosa nunca le interesó al narrador peruano.
Umbral tampoco sintió aprecio por las novelas de Vargas Llosa, a juzgar por lo que escribió en su Diccionario de Literatura, España 1941-1995: De la Posguerra a la Modernidad. La entrada que le dedica es la siguiente: “Perú. Entra en este diccionario porque hoy es español. Faulkneriano en su primera novela, incomprensible en la segunda, realista aburrido y numeroso en las siguientes, lo que tiene Mario Vargas Llosa es una gran pluma de ensayista: ver sus trabajos sobre García Márquez, Flaubert, Joanot Martorell, etc. Gran glosador de la literatura, inteligencia urgente y lúcida. Un ensayista perdido en la novela, como tantos. No paga los impuestos a su rival y vencedor político, Fujimori, es académico de la Española, llega tarde a los almuerzos y gusta mucho a las mujeres”.
Han pasado 25 años desde este «malvado» retrato, dos Cervantes (uno para cada uno) y un Nobel, pero es muy posible que Vargas Llosa nunca haya olvidado estas palabras exageradas, subjetivas, provocativas y llenas de ironía, como solía ser común en Umbral al juzgar a sus contemporáneos. El escritor peruano, que nosotros sepamos, nunca ha hablado de Umbral, ni bien ni mal. Sin embargo Umbral, que tenía que escribir un artículo diario, además de publicar en todas las revistas visibles del quiosco, ha llevado con cierta frecuencia a Vargas Llosa a sus textos periodísticos, normalmente para meterse con él a cuenta de su afición por Corín Tellado.
En un capítulo de uno de sus libros recrea literariamente un encuentro entre ambos. Se titula «El escribidor en la peluquería», y empieza: “Una vez me encontré en la peluquería a Mario Vargas Llosa, el escribidor, cuando él vivía en España. Ya le habían hecho el servicio completo y estaba así de guapo y aseado, a punto de ganar la presidencia de su país, que luego, coño, por esas cosas que pasan, se lo dieron a un japonés. En seguida me puse de audaz reportero, que es lo mío: —Por favor, don Mario, ¿cómo ve la literatura española? —Corín Tellado. —Pero Cervantes, Valle-Inclán, Lope de Vega, Azorín… —Corín Tellado. Y se fue, a su vez, a hacerle una entrevista a Corín Tellado. Ya le lleva hechas dos. Y se dice que prepara una obra monumental sobre la gran novelista asturiana y universal, como la que dedicó a García Márquez. Si este libro se titulaba Historia de un deicidio, el que haga sobre Corín Tellado podría llamarse Historia de un parricidio, porque lo que tiene Vargas Llosa con Corín Tellado es una fijación, una cosa freudiana, un complejo de Edipo mal resuelto. Hay quien auspicia que más que amor a Corín Tellado lo que tiene es rabia a los escritores españoles de verdad”.
Pero si una mujer separó a estos dos grandes autores, otra mujer los unió, aunque no coincidió en el espacio ni el tiempo. Esa mujer es Isabel Preysler, a la que Umbral conoció primero, pero Vargas Llosa se quedó con ella. Cuestión de cartas. Un Nobel siempre gana a un Cervantes. “La conocí en una fiesta de Pitita Ridruejo, y ya en la presentación comprendí que, más que los intelectuales españoles, le interesaban los ministros españoles…”.
Aquí hemos de confesar que Umbral, quizás dolido por no haber sido suficientemente reconocido, no tuvo visión de futuro: muchos años después (en el 2015) Isabel Preysler nos sorprendió a todos en la portada del ¡Hola! al lado del Nobel peruano. Pero Umbral, insistimos, la vio primero. Y no solo la vio, sino que Isabel Preysler, o IP, como solía abreviar para no repetirse, fue una de sus musas más recurrentes en las negritas de sus crónicas, primero en El País, luego en Diario 16 y finalmente en El Mundo.
Era tal la autoridad periodística de Umbral sobre la bella filipina que Paloma Barrientos le pidió un prólogo para su biografía (no autorizada) de Isabel Preysler. En ese texto, Umbral se pregunta: «¿Qué elementos favorecen la irrupción de IP en las altas clases españolas?». Una pregunta retórica, claro, porque inmediatamente se responde: exotismo, hermetismo y poliandria. Y los va explicando por extenso. Para luego añadir: “Yo creo que IP ha traído a este Madrid provinciano una manera de ser y estar de la que tenemos mucho que aprender. La sabiduría viene del Oriente, como la luz, y el modelo femenino que propone IP no estaría de más que lo siguieran muchas de las españolas que soportamos a diario en casa y en la calle: discreción, hermetismo, suave corroboración del hombre que tienen al lado, y poco más”.
Fue una lástima que esta mujer sobre la que tanto ha escrito Umbral no asistiera —y tenía la ocasión propicia— a la entrega del premio a su marido. Todos los presentes nos llevamos una gran decepción al enterarnos. Los que nos movemos en el mundo de la Cultura estamos acostumbrados a toparnos con Vargas Llosa y otros Nobeles y Cervantes, pero nos ilusionaba acercarnos a esa figura que no sabemos si es una mujer con un enigma de fondo o un enigma con forma de mujer. Y el premio y la novela de Vargas Llosa lo hacían posible.
Isabel Preysler formó parte del póker de negritas femeninas de las crónicas umbralianas, junto a Pitita Ridruejo y Ana Belén, vértices de una sociedad que estaba cambiando antes de que llegáramos a estos «tiempos recios», y que coronaba Carmen Díaz de Rivera, la «musa de la Transición», tal como la bautizó el autor de Trilogía de Madrid.
Para Umbral, Isabel Preysler era la mujer diferente, «lo esencialmente otro, que es como don Antonio Machado definía ese oscuro objeto del deseo». Un deseo que no era el del propio escritor, tal como él mismo reconoce: «Ya digo que no es mi sueño de mujer, mis preferencias van hacia las musas rubias del norte de Europa o Estados Unidos». Isabel Preysler tenía —y seguimos con las palabras de Umbral— «ese asiatismo lacónico, ese silencio siempre a la escucha, ese misterio que alborotan la imaginación». Y la inspiración. Una musa, en el fondo, porque en el fondo Francisco Umbral era un poeta.
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