El próximo 16 de octubre se inaugura la Feria del Libro de Frankfurt, el encuentro editorial más importante e influyente del mundo, que se prolonga hasta el día 20. Creada en 1949, tuvo un papel clave en el relanzamiento cultural de Alemania tras la Segunda Guerra Mundial. España será país invitado de la Feria el año 2021. En este texto se cuentan algunos episodios de la “pequeña historia” del certamen, en una época anterior al teléfono móvil y a los vuelos “low cost”.
Tom Maschler, que fue el editor más influyente de Gran Bretaña en su periodo al mando del sello Cape, explica en su autobiografía profesional, Publisher: «Hay dos hoteles clave en Frankfurt, y en los dos es extremadamente difícil encontrar habitación. El Frankfurter Hof, en la ciudad, un lugar de viejo estilo superficialmente atractivo. El servicio es terrible. El desayuno, si eres lo bastante inconsciente para pedirlo en la habitación, puede tardar más de una hora en llegar. El otro hotel es el Hessischer Hof, cerca de la feria. Si eres lo bastante afortunado para encontrar sitio, a no ser que seas un gran cliente, te alojarán en un cuarto de escobas orientado a la ruidosa avenida de delante».
Martin Amis ha observado por su parte: «Los grandes negocios se hacen por la noche, en los hoteles: el Schlösser, con sus maderas de teca, el Gasthäuser, lleno de sombras…».
Es cierto que, en la semana de la feria, Frankfurt se llena de fiestas, con distintos grados de restricción a los intrusos. Durante mucho tiempo una de las más buscadas era la que ofrecía el domingo por la tarde Joachim Fest, el escritor, biógrafo de Hitler y responsable de las páginas culturales del Frankfurter Allgemeine Zeitung, que reunía a escritores, políticos y periodistas.
La tradicional de la editorial Suhrkamp tenía lugar el sábado por la mañana en el imponente domicilio frankfurtiano de su director Siegfried Unseld. Allí solían acudir editores con pedigrí como los italianos Roberto Calasso, de Adelphi, Inge Feltrinelli, el francés Christian Bourgois, el agente literario angloamericano Andrew Wylie, Jorge Herralde o Jaume Vallcorba.
El hijo de Siegfried, Joachim Unseld, distanciado de su padre e impulsor del sello Frankfurter Verlagsanstalt, también ofrecía una recepción en su domicilio, en la que alguno de sus autores leía fragmentos de sus obras. Igualmente selecta era la cita de la editorial Fischer en su sede en el barrio de Sachsenhausen, mientras otras editoriales como Diogenes ofrecían sus recepciones generalmente en el Frankfurter Hof.
A Tom Maschler debemos otra «dinamitación», en el más puro estilo de británico, del «más grande» evento social de los años dorados de la Feria. «Es el almuerzo ofrecido por el Deutsche Bank, que posee varias editoriales alemanas. Se celebra en un salón en el piso veintiocho del banco, y ser invitado es un honor, concedido casi exclusivamente a los directores y propietarios de sellos: una vez estás en la lista permaneces en ella. Se espera que los invitados lleven chaqueta y corbata, cosa que hacen sin excepción. Confieso que acostumbraba asistir simplemente para estar allí. Hubiera disfrutado mucho más tomándome un frankfurt o un bratwurst en cualquiera de las caravanas instaladas en el exterior de la feria». A pesar de ello siguió asistiendo hasta 1994, año en que, mientras hacía cola para entrar en el comedor, decidió volver al ascensor, bajar a la calle, quitarse la corbata y perderse de nuevo en la feria, con lo que sintió «una sensación de alivio».
Todos estos festejos reunían una y otra vez a un grupo selecto de editores cuyos catálogos solían presentar bastantes puntos en común —ya que entre ellos se pasaban mucha información— y que según otros colegas de la competencia funcionaban como una pequeña mafia chic con derecho de veto. Raro es el excluido que acepta bien la exclusión.
En un segundo círculo concéntrico de la vida social en torno a la feria se organizaba una fiesta muy sonada pero menos restringida. Se trata de la que ofrecía en el hotel Arabella el grupo Bertelsmann, la mayor multinacional editorial del mundo. Lo más llamativo era que la plana mayor de la directiva internacional de Bertelsmann, con los famosos y poderosos hermanos Wössner a la cabeza, tiesos como palos, recibía a la entrada de los salones estrechando la mano, uno por uno, a los varios centenares de asistentes, como si de una recepción de familia real se tratara. A medida que iban entrando los invitados se dispersaban por cuatro o cinco elegantes salones mientras un pianista intentaba hacerse oír entre el gran barullo.
En la década de los noventa los buffets de Bertelsmann eran espectaculares, con abundancia de ostras, mariscos y otros manjares para altos niveles adquisitivos. Hacia principios del nuevo siglo, el estrechamanos de la entrada desapareció, tal vez porque la máxima directiva de Bertelsmann atravesó varios cambios. Desde la fase álgida de la crisis económica iniciada en el 2007, la fiesta dejó de convocarse.
Durante muchos años la fiesta española por excelencia era la que daba en el Frankfurter Hof el grupo Anaya; sobrevivió algunas temporadas a la venta del grupo a la multinacional francesa Havas hasta que murió por simple consunción.
Los editores sometidos a semejante ritmo de vida social pasan a veces por pruebas de hierro. La agente literaria Gloria Gutiérrez recuerda haber cenado dos y hasta tres veces en citas sucesivas que la llevaban de un encuentro de trabajo en un restaurante a una fiesta y después a otro restaurante u otra fiesta.
Las afinidades crean grupos. El editor barcelonés Julián Viñuales recuerda que a principios de los años ochenta ejercía de chairman de un grupo de editores de varios países con inclinaciones paródicas. «Todos los años salíamos del Park Hotel desfilando mientras cantábamos el himno británico y nos dirigíamos en fila hasta el restaurante Da Bruna. Y allí dábamos nuestros premios: al editor más copión, al que tomaba decisiones con más lentitud, al que había editado el libro más basura de toda la feria… La verdad es que con la excusa de la broma se decían verdades como templos. A mí me presentaban como doctor en teología por la Universidad de Madrás, porque mi inglés era de indio. A veces invitábamos a hablar a algún editor nuevo y mientras soltaba su discurso alguien iba por detrás y le bajaba los pantalones. Solíamos acabar bailando danzas escocesas encima de las mesas. Era una época en que nos divertíamos mucho. Luego, a partir de los años noventa, el clima se hizo más austero», se lamenta.
En aquellos primeros ochenta aún tenían vida espacios como el Saint John’s Inn, donde ocupaban mesa en un rincón elevado el editor brasileño Machado y el catalán Joan Grijalbo, quienes controlaban desde la altura las zonas de baile y los movimientos de las parejas.
A mediados de los años noventa, un sonado fin de fiesta era el concierto que ofrecía en el Club Nacht Leben de Kurt Schumacherstrasse el autor de best sellers Ken Follett al frente de su grupo Damn Right I Got The Blues. El nivel musical, según parece, no era muy alto pero la gente lo pasaba de miedo.
Pero el cierre habitual de las veladas era y sigue siendo el consabido Frankfurter Hof, cuyos salones registran noche tras noche un lleno absoluto. Allí el ambiente es total, subordinados y jefazos se mezclan entre el gentío y el periodista puede acceder sin problemas a las figuras que en sus ciudades de origen resultan más inalcanzables. Nunca he llegado a quedarme hasta el momento en que cierran los salones, y supongo que debe ser un momento heroico. Pero tampoco me ha ocurrido lo que al editor barcelonés Daniel Fernández, quien una noche, cuando salía del hotel, fue atracado por tres jóvenes, él cree que turcos, que le enseñaron una navaja y le musitaron unas palabras incomprensibles. «I don’t speak your language, but I think I do understand your intentions», dijo Fernández, y procedió a entregarles ordenadamente las posesiones que llevaba encima en ese momento. El editor cuenta que casi lo pasó peor con la policía que con los asaltantes, ya que en comisaría las fuerzas del orden lo tuvieron un buen rato esperando y lo observaron de forma inquietante todo el tiempo.
Tanta comida y la correspondiente bebida propiciaban algún exceso. Dos catalanas y un norteamericano protagonizaron una anécdota famosa. La agente literaria Mercedes Casanovas y la editora Miriam Tey compartían habitación en el Atrium, un hotel pequeño próximo a la feria. Como la puerta se cerraba con llave desde dentro y ambas profesionales llevaban horarios diferentes solían dejarla abierta para que cada una pudiera entrar cuando quisiera. La habitación era grande, con una cama en cada lado y un espacio central despejado. Una madrugada, Mercedes Casanovas se despertó al oir un ruido, encendió la luz y encontró a un hombre alto totalmente desnudo, con el pelo enmarañado y la mirada ida, plantado en medio del cuarto. El prestigioso editor norteamericano Morgan Entrekin, propietario del sello Grove/Atlantic, se erguía en todo su esplendor aparentemente sin saber muy bien dónde se encontraba. Un grito de Mercedes hizo que saliera rápidamente, cruzara el pasillo y se metiera… en su propia habitación, justo enfrente de la de las dos catalanas. La hipótesis más barajada es que Entrekin, con bastantes copas de más, se había hecho un lío confundiendo la puerta del lavabo de su habitación con la del pasillo y así había ido a parar a la habitación de sus vecinas. Miriam Tey, pese al barullo, no se despertó. En cuanto al jefe de Grove/Atlantic, interrogado al día siguiente sobre sus pasos de madrugada, dijo que no se acordaba de nada.
FRANKFURT GALANTE
¿Es Frankfurt un lugar de seducción? Así lo aseguraba la leyenda, caricaturizada por Martin Amis: «La semana de celebración es, sin duda, un ejercicio de suntuoso hedonismo: cómodamente instalados en un hotel de diez estrellas, los editores se atiborran de copas y platos exquisitos, y mantienen encuentros sexuales que en las novelas solían caracterizarse con frases como “Poco antes del alba, volvió a poseerla”».
Como todas las leyendas ésta parece considerablemente exagerada. ¿Lo es? Por lo que a mi campo de observación respecta más bien me da la impresión de que en los días de la feria la inmensa mayoría de los asistentes van tan sobrepasados que en lo último que podrían pensar es en ligar. Aunque los editores veteranos cuentan que en los tiempos que siguieron al mayo del 68 los pasillos de los hoteles registraban intensos movimientos y frecuentes portazos.
Hay historias románticas asociadas al encuentro: fue en el Frankfurt de 1963, durante los días de la Feria, cuando el poeta catalán Gabriel Ferrater conoció a la periodista estadounidense Jill Jarrell. Ferrater trabajaba como lector para la editorial Rohwolt y Jarrell hacía informes para la agencia de Carmen Balcells. «Ella me acompañaba aquel año porque siempre me ha gustado ir a la feria con alguien que hable perfectamente inglés —recordaba la agente—. Una noche fuimos a la fiesta que daba un aristócrata alemán que trabajaba para la editorial Fischer, y a la que asistía la crème de la crème del momento. Allí me encontré a Gabriel Ferrater, y se lo presenté. Aquella noche Jill ya no vino a dormir a la habitación que compartíamos en un hotel.» Se casaron un año más tarde (y se separaron en 1966).
Pero sin duda quienes más partido han sacado en este apartado a la feria son los profesionales literarios del galanteo. Por ejemplo, Erica Jong. La autora de Miedo a volar y profeta de la «jodienda descremallerada» cuenta en su libro de memorias, Seducing the Demon, que aprovechó una estancia promocional en la ciudad del Meno para dejarse seducir por un viejo pretendiente, el editor de libros ilustrados Andy Stewart, entonces casado con la estrella de las revistas de papel couché y la televisión americana Martha Stewart. Jong, también casada, coincidió con el marido de su amiga… en el inevitable Frankfurter Hof, por supuesto. La escritora, según ella sometida en la Buchmesse a agotadores programas de entrevistas, justifica su desliz citando a Tom Stoppard («las habitaciones de hotel pertenecen a un universo moral distinto») y añadiendo que «Lo mismo puede decirse de la Feria del Libro de Frankfurt. Nada dicho o hecho allí debería contar moralmente. Todo el mundo está exhausto, pensando que se está perdiendo las mejores fiestas y angustiado por su futuro. El infierno es la misma Feria del Libro de Frankfurt».
Otro profesional de la seducción que no podía faltar en este capítulo es nuestro José Luis de Vilallonga. Al futuro marqués de Castellvell le deprimía estar en la feria, así que aceptó la invitación de su amigo el editor de libros de arte Hasso von Hellendorff para cenar en su casa de campo, «un palacete barroco de mármol rosa rodeado de grandes pinos sombríos a unos cincuenta kilómetros de Frankfurt». Vilallonga hace tiempo con su anfitrión frente al fuego hasta que se les suman las impresionantes Eva y Gudrun. «Gigantescas y altivas, eran dos mujeres verdaderamente magníficas.» La conversación fluye frívola, las copas se suceden, suenan unos blues. Hasso y el escritor bailan con las dos chicas, Eva besa a Vilallonga y luego lo arrastra hasta la habitación. La ropa cae, se anuncia una noche de placer desaforado… hasta que surge un pequeño problema.
«¡Era la primera vez en mi vida que veía un sexo masculino en estado de erección!», exclama Vilallonga. Eva era Evo.
Ha llegado el momento de las explicaciones: todo el mundo conoce en Alemania los gustos de Hasso von Hellendorff, le dice ella/él. Vilallonga despacha a su conquista y se va a dormir. De madrugada, ve desde la habitación de su cuarto como dos guapos oficiales del Ejército del Aire alemán suben a un Mercedes y abandonan el palacete. ¿Realidad o ficción? «He conservado religiosamente el número de teléfono del teniente coronel Sigmund von H.M. Es posible que algún día me dé por aprender a pilotar.» Vilallonga dixit.
Y más literatura. En su novela La gran rutina, Valentí Puig presenta como el gran momento biográfico de su personaje, el editor Parera, una noche de desenfreno: tras unas copas en el Frankfurter Hof y cena en el Bistrot 77, Parera va a parar a los urinarios de la estación de Frankfurt y allí vive una escena que se convertirá en legendaria en ámbitos profesionales. «Nadie desconocía los detalles de la concatenación plástica de cuerpos masculinos en la que estaban presentes un gran biógrafo, tres editores de Nueva York, dos novelistas de prestigio, un crítico hindú, agentes literarios de todo el mundo, diversos espontáneos habituales del lugar y en medio, como una nota inocua de acordeón, aquel editor de Barcelona, blando y eufórico, arrastrado por una ola de deseo y entrega.».
El presente texto forma parte del libro de Sergio Vila-Sanjuán El síndrome de Frankfurt: Viaje a la gran feria mundial del libro (RBA, 2007). Ha sido actualizado en algunos párrafos.
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