- Como soy del sur me encanta el norte. Me gusta el verdor de su paisaje, la comida, las conversaciones en voz baja y su estilo de vida. Pero ahora me refiero a una latitud más septentrional, la de los países escandinavos, donde la tinta resalta sobre la nieve. Nos llama la atención lo diferente, por eso tiene tanto éxito la novela negra nórdica, ese exotismo blanco. Y es que el frío ejerce un determinismo geográfico y vital en aquella literatura.
No soy nada original si digo que fue la trilogía de Stieg Larsson la que me introdujo en el noir escandinavo. Estuve tentado de abandonar Los hombres que no amaban a las mujeres hasta que, a partir de las primeras cien páginas más o menos, me imantó. Es curioso cómo una prosa tan funcional, tan carente de tropos (no hay ni una mala metáfora) sea capaz de secuestrar la atención del lector. La razón es doble y contundente: hay una historia bien contada y unos personajes interesantes por ser excesivos en alguna de sus facetas. El estilo narrativo de raíz periodística es directo y con frecuencia hace recapitulaciones para recordarle al lector los hechos sustanciales que se concatenan y así evitar que su atención se disperse.
En España, parte de la gasolina que impulsó el fenómeno Larsson fueron las recomendaciones de Mario Vargas Llosa y Sergio Vila-Sanjuán. El premio Nobel, en uno de sus artículos en El País, elogió la saga y destacó el personaje de Lisbeth Salander, la superdotada y antisocial pirata informática. Y el escritor y periodista Vila-Sanjuán, en su imprescindible ensayo Código Best Seller, explica que, cuando en 2007 leyó Los hombres que no amaban a las mujeres, tuvo la sensación de hallarse ante un libro «de inusitada potencia», por lo que en el suplemento cultural de La Vanguardia que él dirige se le dedicó un amplio reportaje a la novela de Larsson, un autor sueco desconocido en España. Con estos dos prescriptores de lujo el libro se convirtió en un fenómeno editorial en el mercado español.
Después de la saga Millennium vinieron a mí otros libros, en alud. El matrimonio Sjöwall Wahlöö, desde su filiación comunista, diseccionaba la Suecia del estado del bienestar de los años 1965-1975 para encontrar corrientes freáticas de podredumbre (lástima que no hubieran dedicado alguna novela a la Europa Oriental o la URSS, donde vivían de escándalo en lugar del decadente occidente). El matrimonio parió un detective, Martin Beck, y su novela favorita para mí es El policía que ríe, escrita en 1968 —año sacrosanto de la contracultura—, pues compendia la narrativa de esta pareja: muy bien escrita, con punzadas de humor y una gran originalidad en los temas planteados.
Me chupé los libros del noruego Jo Nesbø, con su inspector Harry Hole, un corpulento ex alcohólico de metro noventa y pelo rubio cortado al rape que a veces recae en la bebida, movido por sus impulsos autodestructivos. Sus novelas suelen tener saltos en el tiempo e introducir diversos puntos de vista, y el escritor sabe salir airoso de las tramas aparentemente enrevesadas. De entre su obra espigo Petirrojo y El muñeco de nieve.
Mi preferido es el sueco Henning Mankell, el más literario de los escandinavos noirs por su penetración psicológica y una fluidez narrativa fluvial. Su inspector Kurt Wallander, un hombre solitario mal dotado para las relaciones sentimentales, diabético, con miedo a envejecer y con altibajos en el trato con su hija, es un personaje carnal de lo que creíble que resulta, de manera que casi siempre lo más interesante no son los casos y su resolución (el autor flojea en esto), sino la evolución del policía. Escojo El hombre sonriente, Huesos en el jardín y El hombre inquieto. Podemos rastrear su concepción de la literatura y de ver la vida en Arenas movedizas (Tusquets, 2015), unas memorias de dispar interés compuestas por un batiburrillo de historias donde lo más destacable es, además de algunos episodios de juventud, su lucha contra el cáncer de pulmón concebida a modo de crónica. Tal vez como hubiera hecho el propio Kurt Wallander.
La también sueca Åsa Larsson se mueve con soltura en el nevado territorio de la intriga y del fanatismo agazapado, como demuestran Aurora boreal y Cuando pase tu ira. La naturaleza más que un entorno narrativo es un personaje, pasando ésta de la opresión atmosférica a una delicadeza de edén. Sus libros se leen con la directa metida, a todo gas.
Camilla Läckberg (sueca, para variar) se caracteriza por un estilo facilón y cumplidor cuyos protagonistas son polis normales, del montón, con vidas corrientes. Lo interesante de sus novelas es que el pasado de los personajes suele encerrar la explicación de los crímenes, de modo que los acontecimientos históricos siguen hibernando, como osos, en poblaciones de vida idílica, casi de postal. Puestos a elegir: La princesa de hielo y Los vigilantes del faro.
Y por último, el islandés Arnaldur Indridason. Posee una prosa de madera desbastada, como un artesano con mucho oficio que no da cabida al lucimiento retórico. Su criatura de ficción, el inspector Sveinsson, es otro tipo de corte antisocial, solitario, de complejos recovecos psicológicos y atormentado por no haber sabido ser un buen padre. El hombre del lago e Invierno ártico son dos obras especialmente interesantes.
De pequeño me gustaban las películas en las que a los ordenadores antediluvianos los llamaban computadoras: eran armarios metálicos llenos de lucecitas, botones y ruedas que giraban. Pues si una de aquellas máquinas mastodónticas procesara la información literaria de los escritores nórdicos, hallaría una serie de características. Veamos.
El frío. El hielo. La nieve. El maldito clima de Escandinavia ejerce un determinismo geográfico en las personas al obligarlas a vivir en condiciones ambientales durísimas, sobre todo si lo hacen en casas aisladas en el campo, lo que fomenta el aislamiento, la soledad y una lucha contra las inclemencias meteorológicas extremas. La nieve endurecida o los bloques de hielo, en lugar de mamuts, esconden cadáveres o misterios que salen a la luz incluso con décadas de retraso, lo que hace que las investigaciones religuen el presente con el pasado. Esas temperaturas bajo cero que soportan los protagonistas nos encantan a los lectores que sostenemos el libro en habitaciones caldeadas o bajo el sol del mediterráneo.
La mayoría de autores opta por un ascetismo casi luterano en las descripciones. La prosa es muy limpia, sin adjetivaciones coloristas, tan depurada como los edificios y muebles de Alvar Aalto, lo cual ayuda a que el lector tenga la sensación de que se va al grano.
Hay una omnipresencia de la comida basura. ¡Qué mal comen los personajes y qué poco tiempo le dedican al placer culinario! La mayor exquisitez en los desayunos son bollos de canela que suelen congelar y café aguachinado. Sus menús caseros se basan en platos precocinados y las escenas gastronómicas se solventan en bares y cafeterías de chichinabo. No saben lo que significa el arte de la sobremesa, las conversaciones tras una excelente comida con amigos. Están en las antípodas del mundo mediterráneo, cuya narrativa negra es pródiga en escenas gastronómicas. Baste citar a Vázquez Montalbán y su Pepe Calvalho, a Andrea Camilleri con su comisario Montalbano o al comisario Brunetti, al que Donna Leon, le da la satisfacción de deleitarse con la típica comida veneciana. O no digamos al griego Petros Márkaris y su comisario Kostas Jaritos, cuya mujer, con escasos recursos económicos, prepara deliciosas comidas, sobre todo para congregar a su familia. Este desinterés por la buena comida nos llama la atención a los lectores, y, al menos yo, siento lástima por dietas basadas en barritas energéticas o pan negro con arenque.
Se recurre con cierta frecuencia a escarbar en la Segunda Guerra Mundial para encontrar colaboracionistas implicados en crímenes antiguos o que escaparon indemnes y reciben ahora su merecido, a veces por cometer algún crimen en la actualidad. Esta temática sirve para denunciar la deriva ultraderechista de algunos países nórdicos y para relacionar homicidios escabrosos con el turbio pasado. Esta literatura es la que más mira por el retrovisor de la historia.
Hay un marcado contraste entre la vida urbana y la campestre. Las ciudades son un prodigio de calidad de vida, de urbanismo racional, de servicios públicos eficientes y de aburrimiento. El campo es un refugio frente a la modernidad, pues la vida allí está marcada por la intensa relación con la naturaleza (el ecologismo es una deidad omnipresente), pero es frecuente que eso potencie la misantropía, o al menos, la incomunicación, la tendencia al aislamiento de seres inadaptados socialmente, aunque en apariencia sean personas educadas, silenciosas, que lavan en casa los trapos sucios y no malmeten con sus vecinos. Viven una hipotermia de relaciones.
El nacionalismo industrial y cultural les lleva a una deliberada autarquía: les encanta comprar en Ikea, conducir un Volvo, calzar botas de lluvia suecas (no otras), hablar por móviles Nokia y consumir productos nacionales. Ahora, cuando manejan ordenadores, no tienen escrúpulos en utilizar un Mac. No son tontos.
El sexo. Qué modernos y desprejuiciados son. La trilogía Millennium es paradigmática en esto: la bisexual Lisbeth Salander mantiene a la vez una relación con una chica experta en artes marciales y con el periodista Mikael Blomkvist, y este a su vez está liado con su jefa, Erika Berger, cuyo marido acepta de buen grado compartir a su esposa. No me imagino a los novelistas italianos situando en Sicilia o Nápoles personajes así sin sacar la recortada.
El estado del bienestar, suprema creación social de los países escandinavos, es presentado como un sistema imperfecto, pues bajo una aparente perfección late la corrupción, el crimen organizado, la xenofobia y odios azuzados por variados intereses. Quizá se ha convertido en la moraleja de esta novelística.
Si la Iglesia católica mantiene cierta presencia en el noir mediterráneo (aunque sea debido a su inmenso patrimonio histórico), es irrelevante la de las iglesias protestantes en las novelas nórdicas. En todo caso, como contraste destacamos la escasa relevancia social del pastor y los rituales carentes de misterio litúrgico.
Supongo que a los europeos del sur, tan apegados a la familia tradicional y al mantenimiento de sus vínculos, nos choca lo desestructuradas que suelen ser las familias de los policías protagonistas, la temprana independencia de sus hijos y la falta de comunicación paternofilial. Los miembros de la familia no se necesitan recíprocamente y llevan vidas autónomas, pero los problemas surgidos en el pasado y no resueltos provocan un sordo malestar que sobrevuela continuamente las vidas de los polis. Ah, y por supuesto la figura de una madraza, de una mamma acogedora y conciliadora, no tiene cabida.
Todas estas características comunes a la novela negra nórdica nos revelan que, aunque transcurran en sociedades muy progresistas y educadas, un chispazo cerebral es capaz de convertir los pueblos nevados en un Puerto Hurraco. Aunque el criminal no empuñe escopetas del doce para cazar conejos, sino una Glock o un rifle con mira telescópica. La socialdemocracia y los temas políticamente correctos tratados en aquellos países níveos son como las rubias de Hitchcock: mujeres de apariencia fría pero volcanes pasionales en la intimidad.
¿Constituye el boom del noir escandinavo una burbuja editorial? Quizá. Lo exótico siempre es un reclamo. Pero supongo que, aunque decaigan algo sus ventas, tendrá un público fiel. Aunque reconozco que, después de embaularme una novela negra nórdica, necesito que pase un tiempo antes de zamparme otra, porque esta literatura no llega a alcanzar ni de lejos la genialidad de la estadounidense, cuyos diálogos, personajes y temas deslumbran como el sol poniente cuando conducimos. Ni tampoco el noir nórdico puede medir sus fuerzas con el talento narrativo del irlandés Benjamin Black (John Banville es Premio Príncipe de Asturias, casi nada), o echarle un pulso a la narrativa negra italiana o francesa. E incluso hay escritores españoles emergentes que sobrepasan literariamente a sus colegas suecos, noruegos e islandeses y que si no han cosechado tanto renombre internacional es porque la traducción al inglés es el mayor escollo de la industria editorial de España.
Así que en este verano jiennense, mientras hago la maleta para descansar en las aguas del mar cartagenero, he metido El redentor, de Jo Nesbo, para ver si siento el repeluco del frío mientras lo leo frente al faro de Cabo de Palos. Aunque también he metido algo de James Ellroy, que me hará fibrilar después de vivir en el hielo.
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